Flashman y señora (34 page)

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Authors: George MacDonald Fraser

Tags: #Humor, Novela histórica

BOOK: Flashman y señora
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Pueden estar seguros de que se lo dije, un poco incoherentemente, pero se lo dije; a voz en grito, llamando la atención del negro hacia el hecho de que él era el notorio pirata y malhechor Suleiman Usman, entregado a sus manos, y si no le importaba, que los arrestaran a él y su barco y nos devolvieran la libertad a mí y a mi mujer.

—¡Y a usted ya pueden colgarle hasta que le picoteen los cuervos, perro secuestrador! —informé a Solomon—. Está acabado.

—En el nombre de Dios, ¿dónde cree que estamos? —su voz era estridente.

—En Mauricio, ¿no es así?

—¿Mauricio? —repentinamente me llevó a un lado—. ¡Estúpido, esto es Tamitave... Madagascar!

Bueno, aquello me sorprendió, lo admito. Explicaba lo del negro de uniforme, supongo, pero no creía que supusiera una gran diferencia. Estaba diciéndolo cuando el negro dio un paso hacia adelante y se dirigió a Solomon, con gesto autoritario, y para mi sorpresa Don se encogió de hombros, disculpándose, como si hubiera sido un oficial blanco, y replicó en francés. Pero fue su tono abyecto tanto como su lenguaje lo que me sorprendió.

—Perdón, excelencia... un error de lo más desafortunado. Este hombre es de mi tripulación... un poco borracho, ¿sabe? Con su permiso, me lo llevaré...

—¡Chorradas! —rugí yo—. ¡No me va a llevar a ninguna parte, moreno mentiroso! —me volví hacia el negro—. Usted habla francés, ¿verdad? Bueno, yo también, y no soy de la tripulación de este hombre. Es un maldito pirata que nos ha secuestrado a mí y a mi mujer...

—¡Cállese, idiota! —exclamó Solomon en inglés, echándome a un lado—. ¡Nos va a perder! Déjemelo a mí —y empezó a hablar al negro de nuevo, en francés, pero el otro le hizo callar con un gesto de la mano.

—Silencio —dijo, como si fuera un maldito duque—. El comandante se acerca.

Se acercaba una fila de soldados que venían desde el final del muelle por la parte de tierra, negros con taparrabos blancos y cartucheras, con fusiles al hombro. Detrás de ellos, llevada por unos
coolies
en un coche abierto, llegó una figura increíble. Es solemnemente cierto. Era negro como el betún, y llevaba un turbante en la cabeza, una camisa floreada blanca y roja y una falda escocesa del 42 de los Highlanders. Llevaba sandalias en los pies, un sable en la cintura, guantes blancos y una sombrilla en la mano. «Me he vuelto loco —pensé yo—; ha sido el esfuerzo, o el sol. Esto no puede ser real.»

Solomon estaba susurrando urgentemente en mi oído.

—¡No diga ni una palabra! Su única oportunidad es fingir que es uno de mi tripulación...

—¿Está usted loco? —pregunté yo—. Después de todo lo que ha hecho, usted...

—¡Por favor! —y a menos que mis oídos me estuvieran engañando, me estaba suplicando—. Usted no lo entiende... No quiero hacerle daño... les dejaré libres a los dos en Mauricio, si puedo llegar allí a salvo. Se lo juro...

—¡Me lo jura! ¿Imagina por un momento que voy a creerle?

La voz del negro, hablando un áspero francés, cortó su réplica.

—Usted —me señalaba a mí—. Dice que es un prisionero de ese barco y que es inglés. ¿Es eso cierto?

Miré al comandante, inclinándose hacia adelante desde su coche con aquel ridículo traje de carnaval, su gran cabeza de ébano inclinada a un lado, los ojos inyectados en sangre que no cesaban de mirarme. Asentí con la cabeza en respuesta a la pregunta del oficial y el comandante cogió un mango pelado de uno de sus esbirros y empezó a embutírselo en la boca. El jugo chorreaba por su mano enguantada y por encima de su ridícula falda. Escupió el hueso, se limpió la mano en la camisa y dijo en un cuidadoso francés, con un graznido:

—¿Y su esposa, dice, es también prisionera de este hombre?

—Perdón, excelencia —se adelantó Solomon—. Es un gran malentendido, como he tratado de explicar. Este hombre es de mi tripulación, y está cubierto por mi salvoconducto y licencia comercial de su majestad. Le pido que me permita...

—Él lo niega —gruñó el comandante. Se aclaró la garganta y escupió abundantemente, dando a uno de los soldados en la pierna—. Nadó hasta la costa. Y es inglés. —Se encogió de hombros—. Náufrago.

—Oh, Dios mío... —murmuró Solomon, humedeciéndose los labios.

El comandante levantó un dedo del tamaño de un pepino negro, apuntando a Solomon.

—Está claro que no está cubierto por su salvoconducto. Ni tampoco su mujer. Esa licencia, señor Suleiman, no le excluye de la ley malgache, como usted debería saber. Sólo como favor especial puede escapar usted de la
fanompoana...
¿Cómo la llaman ustedes?, ¿servidumbre? —Hizo un gesto hacia mí—. En su caso, no hay duda.

—¿De qué demonios está hablando? —le dije a Solomon—. ¿Dónde está el cónsul británico? Ya he tenido bastante...

—¡No existe tal cónsul, idiota! —Solomon se estaba retorciendo violentamente las manos; de repente era un hombre gordo y asustado—. Excelencia, le imploro que haga una excepción... Este hombre no es un náufrago... Puedo jurar que no intentaba hacer ningún daño a los dominios de su majestad...

—No causará ninguno, desde luego —dijo el comandante, y dirigió unas rápidas palabras al oficial—. Está perdido —una frase cuyo significado se me escapó en aquel momento. Los
coolies
levantaron el coche y echaron a andar, el oficial ladró una orden y una fila de soldados trotaron y nos pasaron, su líder aullando a uno de los marineros que llevó su barco al muelle.

—¡No... espere! —la cara de Solomon estaba contorsionada por la angustia—. ¡Es usted un imbécil! —me chilló, y siguió primero al comandante, llamándole, y luego corrió por el muelle detrás de la fila de soldados. El oficial negro rió, me señaló y lanzó una orden a dos de sus hombres. Entonces me cogieron por los brazos y empezaron a sacarme del muelle y yo reaccioné, rugí y luché, gritándole a Solomon, amenazándoles por poner sus sucias manos en un inglés. Me removí violentamente hasta que una culata de fusil me dejó tirado medio inconsciente en las tablas. Me arrastraron y uno de ellos, con aquella gran cara negra echándome encima su aliento apestoso, colocó unos grilletes en mis muñecas; cogieron la cadena y me levantaron arrastrándome por la calle, mientras los negros me miraban con curiosidad y los niños corrían a nuestro lado, chillando y riendo.

Y así fue como me convertí en cautivo en Madagascar.

* * *

Como saben (o quizá no lo sepan, pero si son inteligentes lo habrán adivinado) soy un hombre veraz, al menos en lo que concierne a estas memorias. No tengo por qué mentir, yo que mentí con tanta insistencia (y tanto éxito) a lo largo de toda mi vida. Pero de vez en cuando, mientras escribo, siento que tengo que recordarles a ustedes, y a mí mismo, que lo que les estoy contando son los hechos reales y verdaderos. Hay cosas que desafían la credulidad, es cierto, y Madagascar era una de ellas. Así que sólo diré que si en algún momento dudan de lo que sigue, o piensan que el viejo Flash está exagerando, vayan a una biblioteca y consulten las memorias de mi vieja y querida amiga Ida Pfeiffer, la de las botas con elásticos, o las de los señores Ellis y Oliver, o las cartas de mis compañeros cautivos, Laborde de Bombay y Jake Heppick, el capitán mercante norteamericano, o de Hastie el misionero.
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Entonces se darán cuenta de que las increíbles cosas que les cuento de esa infernal isla, que parecen de Gulliver, son la simple y pura verdad. No se podrían inventar.

Ahora no les aburriré describiendo la conmoción y el horror que sentí, al principio, cuando me di cuenta de que había escapado de la sartén de Solomon para caer en las brasas de algo infinitamente peor. Simplemente describiré lo que vi y padecí, tan sencillamente como pueda.

Mis primeros pensamientos, cuando me llevaron encadenado a un asfixiante almacén en Tamitave, eran que aquello debía de ser algún mal sueño del cual me despertaría pronto. Mi mente volvió a Elspeth; por lo que había pasado en el muelle, me había parecido que habían ido y la arrastraron por la costa. Con qué destino, sólo podía imaginarlo. Como ven, yo estaba completamente atontado y fuera de mí; una vez que me desahogué maldiciéndome e insultándome a mí mismo como de costumbre, traté de recordar lo que Solomon me había contado de Madagascar en el viaje de ida, que no había sido mucho, y que según recordé estaba lejos de ser tranquilizador. Salvaje y todo lo que se diga es poco, había dicho; extrañas costumbres y supersticiones: la mitad de la población en la esclavitud, una monstruosa reina que imitaba las modas europeas y celebraba ejecuciones rituales a miles, un odio feroz a todos los extranjeros. Bueno, mi presente experiencia lo confirmaba, de acuerdo. Pero ¿podía ser tan espantoso como Solomon lo había pintado? No le había creído ni la mitad, pero cuando pensaba en aquel espantoso comandante negro con su falsa falda escocesa y su sombrilla...

Afortunadamente para mi inmediata paz de espíritu yo no sabía una de las peores cosas de Madagascar, que era que una vez entrabas allí, podías olvidar toda esperanza de rescate. Incluso los países más primitivos, en los días de mi juventud, eran al menos abordables, pero no éste; su capital, Antananarivo (Antan, para ustedes), podía estar muy bien en la luna. No había auxilio posible del exterior, ni siquiera comunicación; ni pensar en que los ingleses o los franceses o los yanquis mandaran una cañonera, o tuvieran siquiera representaciones diplomáticas. Ya ven, nadie sabía apenas nada de Madagascar. Aparte de unos pocos piratas como Kidd y Avery en los viejos tiempos, y un puñado de misioneros británicos y franceses (que fueron pronto expulsados o masacrados) nadie había visitado aquel lugar excepto algunos comerciantes armados y preparados como Solomon, y ellos se movían de forma exageradamente cautelosa, y hacían sus negocios desde sus propios barcos, fuera de la costa. Tuvimos un tratado con un temprano rey malgache, mandándole armas con la condición de que aboliera el comercio de esclavos, pero cuando la reina Ranavalona llegó al trono (asesinando a todos sus parientes) en 1828, cortó todo el tráfico con el mundo exterior, prohibió el cristianismo y torturó a los conversos hasta la muerte, revivió la esclavitud a gran escala y se dispuso a exterminar a todas las tribus excepto la suya propia. Estaba loca, por supuesto, y se comportaba como Mesalina y Atila, rey de los hunos, que si la hubieran visto habrían escrito una carta de protesta a
The Times
.

Para darles una idea del tipo de manicomio sangriento que era el país, les diré que había asesinado ya a
la mitad
de sus súbditos, digamos un millón o así, y firmado decretos que preveían un muro en torno a toda la isla para mantener fuera a los extranjeros (sólo habría tenido que tener cinco mil kilómetros de largo), cuatro pares gigantes de tijeras instaladas en las cercanías de la capital, para cortar a los invasores en dos, y la construcción de unas planchas de hierro macizo donde rebotarían los cañonazos de los europeos y los hundirían. Excéntrico, ¿verdad? Por supuesto, yo no sabía nada de todo aquello cuando desembarqué; empecé a averiguarlo, dolorosamente, cuando me sacaron del calabozo a la mañana siguiente, todavía (en mi inocencia) protestando y pidiendo ver a mi abogado.

El oficial de habla francesa había desaparecido, así que todo lo que conseguían mis súplicas eran puñetazos y patadas. No había comido ni bebido desde hacía horas, pero me dieron un apestoso revoltillo de pescado, judías y arroz, y una hoja para comer usándola como cuchara. Me lo tragué como pude con la ayuda de una asquerosa agua de arroz de color marrón, y, a pesar de mis objeciones, yo y un grupo de otros desgraciados, todos negros, por supuesto, fuimos conducidos en manada a través de la ciudad, hacia el interior.

Tamitave no es más que un poblado. Tiene un fuerte y unos pocos centenares de casas de madera, algunas bastante grandes, con los típicos tejados de vertientes pronunciadas. A primera vista parece bastante inofensiva, como la gente: son negros, pero no demasiado, diría yo, quizá con un toque de malayos o polinesios, bien formados, de aspecto agradable, perezosos y estúpidos. La gente que vi al principio eran campesinos de la clase más baja, esclavos y campesinos, y tanto hombres como mujeres llevaban sencillos taparrabos o
sarongs
, pero ocasionalmente encontramos a otros más ricos, a quienes llevaban en silla de mano. Ningún malgache rico o aristócrata caminaría ni cien metros, y hay una multitud de esclavos, porteadores y correos que los llevan. Los nobles llevaban
Zambas
, trajes parecidos a las togas romanas, aunque en el propio Antan sus ropas eran a veces de la mayor extravagancia y fantasía, como la del comandante. Eso es lo más extraordinario acerca de Madagascar: está lleno de parodias de lo europeo mal entendido, y eso que sus trajes y cultura nativos ya son bastante raros.

Por ejemplo, tienen sus mercados a una cierta distancia de sus pueblos y ciudades, nadie sabe por qué. Odian a las cabras y los cerdos, y dejan a los niños pequeños en la calle para ver si su nacimiento ha sido «afortunado» o no;
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son los únicos, creo yo, en el mundo entero que no tienen ningún tipo de religión organizada —no hay sacerdotes, ni santuarios ni templos— pero adoran a un árbol o una piedra si les apetece, o a unos dioses domésticos llamados
sampy
, o amuletos, como el famoso ídolo Rakelimalaza, que consiste en tres pequeños trozos de madera sucia envueltos en seda... Yo lo vi. Aunque son supersticiosos por encima de todo lo imaginable, hasta el extremo de despreciar las cosas que más valoran para apartar a los malos espíritus celosos, y creer que cuando un hombre se está muriendo hay que llenarle la boca de comida en el último momento. Esto debe de ser porque son glotones asombrosos, y borrachos sin cura posible. Pero como en tantas de sus prácticas, a veces tienes la sensación de que simplemente están decididos a ser diferentes del resto del mundo.

Me di cuenta de que los soldados que escoltaban nuestra cuerda de presos eran de un tipo diferente del resto de la gente: tipos altos, de cabeza estrecha, de andares rítmicos, dando órdenes en una mezcla de palabras inglesas y francesas. Eran unos brutos que nos golpeaban si nos retrasábamos, y trataban al pueblo como si fueran basura. Supe después que eran de la tribu de la reina, los hovas, que antes habían sido los parias de la isla, pero ahora dominaban por razón de su astucia y crueldad.

He soportado algunas jornadas horribles en mi vida (de Kabul al Khyber, de Crimea a Oriente Medio, por ejemplo) pero no puedo traer a mi mente nada peor que la de marzo de Tamitave a Antan. Fueron doscientos veinticinco kilómetros, y nos costó ocho días con ampollas en los pies y rozaduras de las cadenas, caminando sin parar, primero por un desierto cubierto de matorrales, luego a través de campo abierto, los campesinos deteniéndose en su trabajo para mirarnos con indiferencia, luego a través de zonas boscosas, y las grandes montañas del interior acercándose lentamente. Pasamos por pueblos y granjas con muros de tapial, pero por la noche nuestros captores nos dejaban que nos echáramos a dormir cuando nos deteníamos; no llevaban comida, pero tomaban lo que querían de los habitantes de los pueblos, que no protestaban, y nosotros, los prisioneros, nos quedábamos con las migajas. Nos empapaba la lluvia, el sol nos quemaba espantosamente, nos comían vivos los mosquitos, nos castigaban con golpes y latigazos..., pero lo peor de todo era la ignorancia. Yo no sabía dónde estaba, adónde iba, qué le había ocurrido a Elspeth, ni siquiera lo que decían a mi alrededor. No podía hacer nada sino dejarme conducir, como un animal, dolorido y desesperado. Después del primer día o así, yo ya no podía pensar; lo único que me importaba era la supervivencia.

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