Tenía que haber estado en guardia... pero cuando uno se encuentra en el último trayecto hacia la seguridad, cuando todo ha ido mucho mejor de lo que hubiera soñado jamás, cuando uno ha visto el camino de Tamitave y sabe que la costa está sólo a unos pocos kilómetros más allá de las bajas colinas, cuando uno tiene a la chica más valiente y encantadora del mundo cabalgando a su lado, con una sonrisa idiota en su boca y sus pechos saltando maravillosamente, cuando los oscuros terrores han quedado detrás... y, sobre todo, cuando uno casi no ha dormido en cuatro noches y está a punto de caerse de la silla de puro agotamiento, entonces la esperanza nubla tu intelecto, y dejas que tus últimas provisiones se te caigan de la mano, y el crepúsculo empieza a desvanecerse en torno a ti, y tu cabeza se apoya en el césped y tú te deslizas por un largo tobogán a la inconsciencia... hasta que alguien que viene de muy lejos te sacude y te grita con urgencia al oído, y te despiertas sobresaltado, abriendo los ojos aterrados en el amanecer.
—¡Harry! ¡Harry! ¡Rápido! ¡Mira, mira...!
Ella me cogía la muñeca, tirando de mí para que me pusiera en pie. ¿Dónde estaba? Sí, era la pequeña hondonada en la que habíamos acampado, allí estaban los caballos, el primer rayo de la aurora aparecía por encima de las tierras bajas al este, pero Elspeth me estaba empujando hacia otro lado, hacia el borde de la hondonada, señalando algo.
—¡Mira! Harry... más allá! ¿Quién es esa gente?
Miré hacia atrás, frotándome los ojos para despejarme. Las montañas distantes estaban detrás de un muro de niebla, y en el liso verdor de en medio había largos jirones de niebla que colgaban de las alturas. ¿Nada más? ¡No! Había un movimiento en la cima a un kilómetro detrás de nosotros, figuras de hombres que se aproximaban, una docena... quizá veinte, en una línea irregular de lado a lado. Sentí como una espantosa garra en mi corazón mientras miraba, sin creer en lo que veía, porque avanzaban a trote lento, de una forma ominosamente disciplinada: reconocí aquel paso, incluso antes de ver el primer brillo de acero en la línea y adivinar las rayas blancas de las cartucheras... Yo mismo les había enseñado cómo avanzar en orden de batalla, ¿no es así? Pero era imposible...
—¡No puede ser! —Oí cómo resonaba mi voz—. ¡Son guardias hovas!
Si necesitaba alguna confirmación, vino en el débil grito que se alzó en el aire del amanecer, al echar ellos a correr por la colina abajo hacia la llanura.
—Pensaba que era mejor despertarte, Harry —decía Elspeth, pero yo ya estaba saltando hacia los caballos, gritándole que subiera. Ella balbuceaba preguntas todavía mientras yo la levantaba en volandas, y corrí a un segundo caballo. Arreé a los otros tres animales que nos quedaban, y mientras ellos corrían relinchando desde la hondonada, dirigí otra mirada aterrorizada hacia atrás; a tres cuartos de milla de allí la línea de soldados estaba llegando hacia nosotros, cortando la distancia a una espantosa velocidad. Dios, ¿cómo habían llegado a tiempo yendo a pie? ¿Y de dónde venían, por cierto?
Preguntas interesantes, de las cuales todavía no conozco la respuesta, y que entonces no me ocuparon ni una décima de segundo. Muy a tiempo, sofoqué mi instinto cobarde de galopar furiosamente alejándonos de ellos, y supervisé el terreno por delante de nosotros. Tres, quizás cuatro kilómetros hacia el este, atravesando una llanura arenosa, estaba la elevación desde la cual, estaba bastante seguro, veríamos la costa; el camino de Tamitave estaba a un kilómetro y medio o así a nuestra derecha, y ya circulaban por él unos pocos campesinos. Luché para aclarar mis ideas: si cabalgábamos hacia adelante, iríamos a parar por encima del fuerte de Tamitave, al norte de la ciudad propiamente dicha. La fragata estaría en los fondeaderos... Dios mío, ¿cómo íbamos a alcanzarla, porque no había tiempo para detenerse y trazar un plan, con aquellos demonios pisándonos los talones? Miré otra vez, estaban ya en la llanura acercándose rápidamente. Cogí la muñeca de Elspeth.
—¡Sígueme de cerca! ¡Cabalga recto, mira por donde pisas y, por el amor de Dios, no resbales! ¡No pueden cogernos si mantenemos un galope moderado, pero si nos caemos estamos listos!
Ella estaba blanca como el papel, pero asintió y por una vez no me preguntó quiénes eran los extraños visitantes o qué es lo que querían, o si llevaba el pelo despeinado. Salí corriendo y bajé la colina, con ella bien cerca detrás, y cuando nos vieron girar se oyó un grito bastante claro, un salvaje grito de caza que hizo que yo clavara los talones a mi pesar. Bajamos galopando por la colina, y me obligué a no mirar atrás hasta que hubiéramos cruzado el pequeño valle y llegado hasta la cresta siguiente... Les habíamos adelantado, pero ellos seguían avanzando, y tragué saliva e hice furiosos gestos a Elspeth de que siguiera adelante.
Tendría que contar todas las batallas en las que he estado para decirles cuántas veces he salido huyendo presa del pánico o he hecho algún otro tipo de retirada estratégica, pero ésta fue más espantosa que ninguna. Estaba aquella vez en que Scud East y yo íbamos corriendo por el Arrow de Arabat en un trineo con los cosacos persiguiéndonos, y la pequeña y alegre excursión que tuve con el coronel Sebastian Moran en el carro de municiones después de Isandhlwana, con los Udloko zulúes pisándonos los talones... ¿por qué tenía que pasar siempre lo mismo? Pero en el caso presente, lo que pasaba es que en breve íbamos a alcanzar el mar, y debíamos embarcar inmediatamente (¡cielos, la fragata
tenía
que estar allí! Eché otra mirada por encima del hombro) porque, aunque estábamos a más de un kilómetro por delante, ellos todavía nos seguían, y aparecieron en una elevación corriendo a buena marcha. Eché un vistazo a nuestros caballos; no estaban agotados, pero tampoco estaban preparados para correr el St. Leger. ¿Aguantarían? Si uno de ellos se hacía daño... ¿Por qué demonios no había pensado en llevarnos también los animales de refresco? Pero ya era demasiado tarde.
—Vamos —dije, y Elspeth me dirigió una mirada temblorosa y picó espuelas, agarrándose a las crines. La última elevación estaba a media milla delante de nosotros; mientras subíamos miré de nuevo hacia atrás, pero no se veía nada a lo largo de un kilómetro entero.
—¡Lo conseguiremos! —grité, y cubrimos los últimos metros hasta la cima a través de la arena resbaladiza. El sol quemaba nuestros ojos pero avanzamos hasta llegar a la cima, donde la brisa nos acarició repentinamente la cara... y allí, debajo de nosotros, abajo, en un largo talud arenoso, se extendía el panorama de la playa y el agua azul, con la espuma de las olas a menos de un kilómetro de distancia. Lejos, a la derecha, estaba la ciudad de Tamitave, el humo alzándose en delgadas columnas por encima de los tejados empinados; más cerca, pero también a la derecha, se encontraba el fuerte, una maciza torre circular de piedra, con su bandera y su empalizada exterior de madera; había unas tropas vestidas de blanco, casi un pelotón entero, que se dirigían hacia el fuerte desde la ciudad, y desde donde nos encontrábamos podía ver gran actividad en la plaza central del propio fuerte, y en torno a los emplazamientos de los cañones que había en su muralla.
El sol brillaba con fuerza en un cielo azul y sin nubes, los rayos pasando por encima de un espeso banco de niebla que cubría la superficie del mar a un kilómetro y medio de la costa. Una vista muy bonita, con el arrecife de coral con sus palmeras, las gaviotas dando vueltas, el suave movimiento del brillante mar azul... sólo faltaba una cosa. Desde la playa dorada hasta el perlado banco de niebla, desde la clara distancia en el norte hasta la vaga neblina de la zona portuaria de la ciudad hacia el sur, el mar estaba tan vacío como la mesa de un avaro. No había ninguna fragata británica en los fondeaderos de Tamitave. Ni siquiera había un maldito bote. Volví mi frenética mirada hacia atrás y vi que los hovas estaban apareciendo en la ladera, a apenas un kilómetro de distancia.
No puedo recordar si grité en voz alta o no; quizás lo hiciera, pero si lo hice fue una pobre expresión de la desesperación absoluta que me asaltó en aquel momento. Recuerdo cuál era el pensamiento que invadía mi mente, mientras me golpeaba la rodilla. Con el puño atormentado por la rabia, el miedo y la decepción: «¡Pero tenía que estar ahí! ¡Tenía que esperar el mensaje de la reina!», y entonces Elspeth volvió sus solemnes ojos azules hacia mí y me preguntó:
—Pero Harry, ¿dónde está el barco? Tú decías que estaría aquí... —y, sumando dos y dos, supongo, añadió—: ¿Y qué hacemos ahora?
Era una pregunta que ya se me había ocurrido a mí, desde que quedé paralizado pasando la vista desde el mar vacío frente a nosotros hasta nuestros perseguidores que estaban detrás. Ellos se habían detenido en la cima lejana, lo cual era una ironía, si quieren. Podían llegar hasta nosotros a gatas, daba lo mismo... Estábamos atrapados, desesperados, no podíamos hacer nada salvo esperar hasta que llegaran tranquilamente, nos cogieran y nos arrastraran de nuevo hacia el abominable destino que nos esperaba en Antan. Podía imaginar aquellos ojos de serpiente, los pozos hirviendo en el Ambohipotsy, los cuerpos que giraban en el aire desde la cima del acantilado, el sangriento rugido de la multitud... Me di cuenta de que estaba dejando escapar un torrente de juramentos, mientras miraba vanamente en torno buscando una vía de escape que yo sabía que no existía.
Elspeth me apretaba la mano, con la cara blanca... y, como era el único camino posible, la empujé hacia abajo por el talud, hacia nuestra izquierda, hacia un bosquecillo de palmeras que empezaba a unos quinientos metros desde el fuerte y corría en la distancia a lo largo de la costa, hacia el norte. Algo tiene de bueno un verdadero instinto de cobardía: te lleva derecho a cubierto, por pobre e inútil que pueda ser. Nos encontrarían enseguida, pero si podíamos alcanzar los árboles sin que nos vieran desde el fuerte, al menos intentaríamos escapar hacia el norte... ¿Hacia dónde? No podíamos ir a ningún sitio, sólo correr ciegamente hasta caer exhaustos, o hasta que nuestros caballos se desplomaran, o hasta que aquellos perros negros llegaran y nos cogieran, y yo lo sabía, pero aquello era mejor que quedarnos donde estábamos y dejarnos atrapar como ovejitas.
—¡Oh, Harry! —Elspeth se quejaba mientras bajábamos a trompicones por el talud, pero no me paré a mirarla. Otro minuto y nos encontraríamos a cubierto en el bosquecillo, si nadie en el fuerte nos había visto antes. Agachado encima del cuello de mi animal, robé una mirada hacia atrás, hacia los edificios de piedra al pie de la colina... La voz de Elspeth detrás de mí lanzó un repentino grito, yo giré en mi silla y para mi asombro vi que ella alzaba a su montura por la crin. Le grité que se agachara, maldiciéndola por idiota, pero ella apuntaba hacia la costa, gritando, y yo detuve a mi animal, mirando adonde señalaba ella... y, saben, no pude culparla.
Fuera, en los fondeaderos, algo se movía en el interior de aquel banco de niebla. Al principio era sólo una sombra alta en el aterciopelado resplandor de la niebla; luego vi sobresalir una larga flecha negra, y detrás de ésta, mástiles y aparejos iban tomando forma. Incrédulo, oí el débil, inconfundible chirrido de las poleas y por fin apareció a la vista un barco alto y esbelto con las gavias desplegadas, derivando lentamente desde la niebla y dando la vuelta ante mis ojos para mostrar su ancho costado pintado de blanco. Sus cañoneras estaban abiertas, los cañones fuera, los hombres se movían en la cubierta, y de su palo de mesana colgaba una bandera —azul, blanca, roja... ¡Dios mío, era un barco de guerra francés!— y allí, a su derecha, aparecía otra sombra, otro barco que se volvía como el primero, ¡también francés, sus cañones y todo!
Elspeth estaba junto a mí, yo la abrazaba arrancándola casi de su silla mientras nos mirábamos hechizados; nuestra huida, el fuerte, la persecución, todo olvidado... Ella me gritó al oído y una tercera sombra apareció en la estela de los barcos, y aquella vez era la pura realidad, no había error. Me encontré llorando lágrimas de felicidad, porque era la vieja Union Jack la que ondeaba en el mástil de una fragata que llegó deslizándose sobre el agua azul.
Yo gritaba Dios sabe qué, y Elspeth aplaudía; un cañón tronó súbitamente desde el fuerte, sólo a unos metros de distancia, y una blanca nube de humo surgió desde los parapetos. Los tres barcos se dirigían hacia el fuerte. El francés que iba en cabeza viró con un crujido de lona, y de repente su costado entero explotó entre llamas y humo, hubo una serie de tremendos estallidos desde el fuerte, las andanadas hicieron blanco... y allá iban sus dos compañeros, ambos disparando mientras cielo y tierra resonaban con el rugido de sus cañonazos y una espesa nube de humo gris giraba en torno a ellos mientras viraban y entraban de nuevo en combate.
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Un disparo mal dirigido silbó por encima de nuestras cabezas y me recordó que estábamos en la línea de fuego. Le grité a Elspeth y los dos corrimos hacia los árboles, metiéndonos entre la vegetación y bajando de nuestras monturas para mirar la extraordinaria escena que se estaba representando en la bahía.
—Harry... ¿por qué disparan? ¿Se supone que vienen a rescatarnos? —ella me cogía la mano, excitada—. ¿Sabrán que estamos aquí? ¿No vas a llamarles, amor mío?
Esto con cuarenta cañones disparando a menos de quinientos metros de distancia, porque desde el fuerte también estaban disparando. El francés estaba muy cerca. Nubes de polvo y humo se elevaron del muro del fuerte; el buque francés pareció temblar en el agua, y Elspeth gritó cuando la cofa de trinquete se rompió y luego cayó lentamente entre el humo, con un estrépito de velas y aparejos. Allá llegó el segundo barco, disparando sus andanadas a lo loco, toscamente, como lo hacen los gabachos, y luego el fuerte les respondió como réplica y les dio de lleno. «Dios mío —pensé yo—, ¿van a vencer a los franchutes?» Porque el segundo barco francés perdió su mastelero de mesana y se desvió ciegamente con los mástiles caídos en la popa... y allá vino la fragata inglesa, y aunque yo, como norma, no concedía demasiado crédito a nuestra gente de la marina la verdad es que se portaron bien frente a los extranjeros, porque corrieron derechos y silenciosos, tomándose su tiempo, mientras desde el fuerte les disparaban y volaban astillas de sus baluartes.
En el aire límpido podía ver todos los detalles: los sondeadores balanceándose en las cadenas, los marineros con camisas blancas en la cubierta, los oficiales de casaca azul en el alcázar, e incluso un pequeño guardiamarina en el aparejo con su catalejo apuntado hacia el fuerte. Silenciosamente, siguió su rumbo hasta que estuve seguro de que iba a acercarse a tierra, y luego una voz llamó desde la popa, hubo un movimiento apresurado de hombres y un aleteo de lona, viraron a sotavento y todos los cañones dispararon como uno solo en un ensordecedor estruendo. La onda expansiva de la andanada nos golpeó como una ráfaga de aire, los muros del fuerte parecieron desvanecerse en humo y polvo y fragmentos dispersos... pero cuando todo se aclaró, el fuerte todavía estaba allí, y sus cañones seguían disparando de vez en cuando.