—Depende de quien sea. Además, esa percepción va cambiando con el tiempo.
—¿A qué te refieres?
—Si es alguien a quien conozco bien, el alcance es considerable. En cambio, con desconocidos tengo que estar más cerca. Hoy sentí tu llegada cuando te aproximabas al castillo e irrumpiste impetuosamente en el patio y desmontaste de un salto. Y también noté tu ira, intensa y manifiesta, mientras corrías escaleras arriba hacia los aposentos de Raffin. El alcance de mi percepción contigo es... mayor que con casi todo el mundo.
Fuera estaba más oscuro que dentro del comedor, y Katsa vio al lenita reflejado en la ventana. Se apoyaba en la mesa, como lo había imaginado antes. Pero la postura de los hombros y de los brazos, el gesto, traslucían abatimiento; todo en él lo denotaba. Estaba apesadumbrado. Po miraba el suelo, pero de pronto alzó la vista y le sostuvo la mirada en el cristal.
Katsa sintió de nuevo el escozor de las lágrimas, repentinamente; agarrándose a un clavo ardiendo, dijo lo primero que se le ocurrió:
—¿Percibes la presencia de animales y de plantas ? ¿O de piedras y de tierra?
—Me marcho mañana.
—¿Notas cuando un animal está cerca?
—¿Querrías darte la vuelta para que te mire a la cara mientras hablamos?
—¿Es que puedes leerme la mente con más facilidad cuando me tienes de frente?
—No. Es que me gustaría verte, Katsa, eso es todo.
Hablaba en voz queda, pesarosa. Él mismo estaba pesaroso por aquella situación; pesaroso por su gracia. Sí, su gracia, que no era culpa suya y que habría alejado a Katsa si él, desde el principio, le hubiera confesado que la poseía. Por fin la joven se dio la vuelta.
—Antes no percibía a los animales, ni las plantas ni el paisaje, pero eso ha empezado a cambiar hace poco —explicó el lenita—. A veces tengo una percepción poco clara de lo que no es humano. Si algo se mueve tal vez lo noto, aunque no sucede de una manera constante; va y viene. —Katsa lo observó con atención—. Mañana salgo para Meridia.
La joven se cruzó de brazos y no dijo nada.
—Cuando Murgon me interrogó después de que llevaseis a cabo el rescate, me resultó evidente que le habíais arrebatado a mi abuelo. Y me quedó igualmente claro que él lo había tenido cautivo por encargo de otra persona, aunque yo ignoraba de quién se trataba, a no ser que, para descubrirlo, le hubiera hecho algunas preguntas, que habrían puesto de manifiesto lo que yo sabía acerca del asunto.
Katsa lo escuchaba como ensimismada. Estaba cansada, agotada por los excesivos acontecimientos recientes, para centrarse en ese momento en los detalles del secuestro.
—Estoy temiendo que tiene algo que ver con Monmar —continuó explicándole Po—. Hemos descartado Terramedia, Oestia, Nordicia, Elestia, Meridia... Como recordarás, he estado en casi todas esas cortes, y sé que nadie me mintió, excepto en Meridia. Mi propio país, Lenidia, no es responsable, de eso estoy seguro.
En algún momento, durante la conversación, la ira de Katsa había desaparecido; ya no la sentía. Ojalá estuviera furiosa, porque era preferible al vacío que había dejado. La afligía que todo hubiera cambiado entre Po y ella, así como perder cuanto habían compartido.
—Katsa, necesito que me prestes atención.
La joven salió de su ensimismamiento, reconstruyó mentalmente lo que Po había dicho en los últimos minutos y argumentó:
—Pero el rey Leck de Monmar es un hombre bondadoso; no tiene motivos para haberlo hecho.
—O puede que sí, aunque no se me ocurre cuál. Algo falla, Katsa.
—Murgon me produjo determinadas sensaciones que en ese momento desestimé, pero quizá me equivoqué al desecharlas. Además, la hermana de mi padre, la reina Cinérea, no se comportaría como tú me contaste porque es tan estoica, es tal su entereza... No habría reaccionado con histerismo, ni se
habría
encerrado con su hija, aislándose de su esposo. Te lo juro, si la conocieras... —Se interrumpió y dio una patada en el suelo, frunciendo el ceño—. Tengo la impresión de que Monmar está implicado en este asunto. No sé si lo intuyo a causa de mi gracia o, sencillamente, por instinto. En cualquier caso, regreso a Meridia para ver qué consigo descubrir. Mi abuelo ya se encuentra mejor, pero por su propia seguridad quiero que siga escondido hasta que yo llegue al fondo del misterio.
Entonces estaba decidido. Se marchaba a Meridia para averiguar los entresijos de lo sucedido. Y estaba bien que se marchara, porque no quería tenerlo siempre metido en la cabeza, pero tampoco deseaba que se fuera. Y él debía de conocer ese pensamiento de la muchacha, pero ¿se habría enterado también de que suponía que él lo sabía, puesto que ella lo había pensado? Era absurdo, disparatado. Era imposible estar con él. A pesar de todo seguía sin desear que se marchara.
—Esperaba que vinieras conmigo —añadió Po, y ella se quedó boquiabierta—. Formaríamos un gran equipo. Ni siquiera sé con exactitud a dónde voy, pero confiaba en que consideraras la posibilidad de viajar juntos si sigues siendo mi amiga, claro.
—¿Es que tu gracia no te revela si lo soy? —preguntó, porque no supo qué contestar.
—¿Lo sabes tú?
Katsa intentó pensar, pero tenía la mente en blanco. Lo único que sabía era que estaba embotada, triste y sin rastro de claridad en cuanto a lo que sentía.
—Como comprenderás, no puedo saber lo que sientes si tú misma lo ignoras —reflexionó Po.
Entonces el lenita miró de repente hacia la entrada; en ese mismo momento llamaron a la puerta, y un mayordomo del rey irrumpió en el cuarto sin esperar la respuesta de Katsa. Al verlo con el semblante pálido y tenso, todo retornó a la mente de la joven como una avalancha. Lo más probable es que Randa quisiera verla; puede que incluso quisiera matarla. Antes de la conmoción ocasionada por el asunto de Po, había desobedecido al rey.
—Su majestad ordena que vaya de inmediato a su presencia, mi señora —informó el servidor—. Le pido disculpas, mi señora, pero dice que si no obedece, mandará a su guardia al completo a buscarla.
—Está bien, dile que iré enseguida —contestó Katsa. —Gracias, mi señora.
El mayordomo dio media vuelta y salió a toda prisa.
—Su guardia al completo —repitió mirando la puerta, ceñuda—. ¿Qué cree que podrían hacerme sus guardias? Tendría que haberle dicho al criado que los mandara, aunque sólo fuera por no perderme la diversión. —Dio un vistazo alrededor—. No sé si debería llevarme un cuchillo...
—¿Qué has hecho? ¿A qué viene todo esto?
Po la escudriñaba.
—Lo desobedecí. Me envió a torturar a un pobre e inocente noble y decidí que no deseaba hacerlo. ¿Crees que debería llevar un cuchillo?
Recorrió el cuarto de armas de un extremo al otro, seguida por el lenita.
—¿Para hacer qué? ¿Qué crees que ocurrirá en esa reunión?
—No lo sé, no lo sé. ¡Oh, Po, me saca de mis casillas y me da miedo que me entren ganas de matarlo! ¿Y si me amenaza y no me deja otra opción?
Se dejó caer en una silla y apoyó la cabeza en el tablero de la mesa. ¿Cómo iba a presentarse ante Randa precisamente ahora, cuando su mente era un torbellino? Perdería el control ante el mero sonido de la voz de su tío y haría algo horrible. Po se sentó en la silla contigua, de lado, para poder mirarla a la cara.
—Katsa, escúchame. Eres la persona más fuerte que he visto en mi vida, y eres capaz de hacer lo que quieras, cualquier cosa. Nadie puede obligarte a nada y tu tío no puede tocarte. En el instante en que te halles en su presencia, la decisión estará en tus manos. Si no pretendes hacerle daño, Katsa, sólo tienes que proponerte no hacérselo.
—Pero ¿cómo me comportaré?
—Ya se te ocurrirá. Pero debes acudir sabiendo lo que no deseas hacer. No le harás daño ni permitirás que él te lo haga a ti. Lo demás ya se te ocurrirá sobre la marcha. —La joven suspiró sin alzar la cabeza de la mesa. Como plan, no le parecía gran cosa—. Es el único plan posible, Katsa. En tus manos está llevar a cabo lo que desees.
Se sentó erguida, se volvió hacia él y le espetó:
—Todo el rato repites lo mismo, pero no es verdad. No está en mi poder impedir que sigas leyéndome el pensamiento.
—Podrías matarme —sugirió él.
—No, tampoco sería posible, porque percibirías mi intención de matarte y te escaparías. Te mantendrías lejos de mí, para siempre.
—¡Oh, no, no lo haría!
—Lo harías, sí de verdad quisiera matarte.
—Te repito que no.
Ante aquella absurda discusión, Katsa alzó los brazos en un gesto exasperado y exclamó:
—Basta. Dejémoslo. —Se levantó y salió de sus aposentos para acudir a la llamada del rey.
L
o primero que pensó al entrar en el salón del trono fue que ojalá hubiera llevado consigo el puñal; lo segundo, que ojalá la percepción de Po hubiera llegado hasta esa estancia, y así la habría puesto sobre aviso de qué le esperaba en ella. Porque quizás habría decidido no acudir.
Una alfombra larga, de color azul, se extendía desde la puerta hasta el trono de Randa, instalado sobre un estrado alto, de mármol blanco. Sentado en el solio y vestido con ropajes azules, el rey tenía el gesto severo, los ojos centelleantes y una mueca tensa que era un remedo de sonrisa; se hallaba flanqueado por un arquero a cada lado, y ellos mantenían la flecha encajada en la cuerda del arco. Cuando Katsa entró en el salón, le apuntaron a la frente, justo encima de los ojos —azul y verde—; también la apuntaban otros dos arqueros situados en las esquinas del fondo del salón del trono.
La guardia real se alineaba a ambos lados de la alfombra, en columnas de tres en fondo, con las espadas desenvainadas a un costado. Por lo general, Randa tenía en el salón una décima parte de ese número de guardias. Impresionante. Un batallón impresionante que el rey había preparado y dispuesto para cuando apareciera ella. Pero mientras Katsa hacía balance de la situación en la estancia, se le ocurrió que Birn o Drowden o Thigpen lo habrían hecho mejor. Por suerte, su tío no era un monarca belicoso, ni un buen estratega para distribuir batallones, de modo que había colocado rematadamente mal a la tropa que ocupaba el salón del trono. Había muy pocos arqueros y, en cambio, demasiados hombres equipados con una armadura que los entorpecería y los lentificaría, les haría tropezar unos contra otros y caerse si intentaban atacarla; hombres altos y fornidos que la escudarían sin ninguna dificultad de la trayectoria de una flecha. Todos ellos iban provistos de espada y daga, a cada lado del cinturón; espadas y dagas que sería como si ella las llevara encima, habida cuenta de lo sencillo que le resultaría arrebatárselas, y, recorriendo el camino que marcaba la larga alfombra, arrojar una de esas dagas contra el propio rey, sentado en aquel estrado tan alto.
Si estallara una refriega en el salón, se produciría una verdadera masacre.
Katsa echó a andar manteniendo la vista y el oído sincronizados a la perfección con los arqueros, que eran buenos, pero no estaban tocados por la gracia. Katsa dedicó un pensamiento fugaz de compasión indiferente a los guardias que iba dejando atrás, por si en aquel encuentro sucumbían a las flechas.
Y entonces, cuando ya había recorrido más o menos la mitad de la distancia hasta el trono, su tío le dirigió la palabra:
—Quédate ahí mismo. No deseo tenerte más cerca, Katsa. —Exageró la pronunciación del nombre que sonó como un silbido de vapor sobre la alfombra—. Has regresado a la corte sin traer a ninguna mujer, ni su dote, y un noble a mi servicio y mi capitán están heridos por tu mano. ¿Qué tienes que decir en tu defensa?
Si todo un batallón le traía sin cuidado, ¿por qué una simple voz la sulfuraba?
—No estaba de acuerdo con la orden, majestad.
—Es imposible que haya entendido bien. ¿Dices que no estabas de acuerdo con mi orden?
—Así es, majestad.
Randa se recostó en el trono y la sonrisa forzada se tornó aún más tensa.
—Gracioso —dijo—. Gracioso de verdad. Dime, Katsa, ¿qué fue lo que te hizo pensar que estás en disposición de plantearte las órdenes del rey? ¿O de pensar siquiera en ellas? ¿O de tener una opinión respecto a ellas? ¿Te he pedido alguna vez que compartas tus ideas con las mías?
—No, majestad.
—¿Te he animado en algún momento a que nos brindes tu sabio consejo?
—No, majestad.
—¿Crees acaso que es tu buen criterio, tu pasmoso intelecto, lo que justifica tu posición en esta corte?
Había dado en el clavo; Randa había sido listo. Así era como había mantenido a su alimaña enjaulada tanto tiempo, porque sabía a la perfección lo que tenía que decirle para que se sintiera estúpida y brutal, y convertirla en un perro a su servicio.
Bien, pues si tenía que ser un perro, por lo menos no lo sería más en la jaula de ese hombre; se convertiría en su propia dueña, dueña de su ferocidad, y haría lo que quisiera con ella. Notó que esa determinación le hormigueaba en brazos y piernas, y, mirando al rey con los ojos entrecerrados sin conseguir refrenar una nota de desafío en la voz, le replicó:
—¿Y qué propósito tiene la presencia de todos estos hombres, tío?
—Estos hombres atacarán si haces el más mínimo movimiento —repuso Randa esbozando una sonrisa desabrida—. Y cuando acabe este interrogatorio, te acompañarán a las mazmorras.
—¿Crees que voy a ir a las mazmorras por propia voluntad?
—Me trae sin cuidado si vas de buen grado o no.
—Eso es porque supones que estos hombres pueden obligarme a ir por la fuerza.
—Katsa, ni que decir tiene que todos sentimos un gran respeto por tu habilidad, pero ni siquiera tú tienes probabilidades contra doscientos guardias y mis mejores arqueros. Esta conversación acabará cuando tú te vayas a las mazmorras o hayas muerto.
La joven veía y oía cuanto sucedía en el salón: el rey y sus arqueros; las flechas a punto de ser disparadas; los soldados con la espada en guardia, y ella misma, cuyos brazos asomaban bajo las mangas rojas y los pies, por debajo de la falda. En el salón del trono reinaba el silencio; un silencio intenso, absoluto, roto tan sólo por la respiración de los hombres que la rodeaban y el cosquilleo que ella sentía en su interior. Mantuvo las manos en alto a los costados, apartadas del cuerpo para que todo el mundo las viera, e identificó el sentimiento que irradiaba: odio. Odiaba a ese rey; era algo que le bullía en el cuerpo.