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Authors: Ignacio Aldecoa

Tags: #Clásico, Drama, Relato

Gran Sol (6 page)

BOOK: Gran Sol
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El
Matao
respondió: —Sí, patrón.

—¿Les has servido bien?

—Sí, patrón. Más de lo que nos toque a nosotros.

La ley de la mar se precisaba meticulosa en el respeto de las guardias.

Paulino preguntó:

—¿Falta alguien?

Replicó el contramaestre:

—Domingo Ventura no quiere comer. Manuel Espina está en papa pescando y se le ha separado pre. A Gato Rojo no le gusta el bonito.

Paulino Castro se quitó la boina. Le imitaron los que estaban cubiertos.

Paulino extendió la mano derecha sobre la marmita e hizo el signo de la cruz.

Dijo:

—A Jesús. Coman.

Todos esperaron a que el patrón metiera la cuchara en la marmita. Luego, por riguroso turno, evitando molestarse en la apretura del corro, fueron cogiendo el bonito con patatas. Comían con parsimonia, con nobleza, con hambre. El patrón los animaba de vez en vez.

—Coman, coman.

El contramaestre Afá dio su asentimiento a la comida.

—Está bien,
Matao
, a ver si te conservas en forma hasta que acabe el viaje.

El
Matao
sentía una holgura interior por el elogio. Explicó lo que era el oficio de cocinero.

—Ser cocinero en un barco es lo peor que se puede ser en el mundo.

Cuando está bien la comida, nadie te dice que está bien; cuando está mal, todo va por la borda y todos dicen que mal. Encima, para todos, eres un ladrón el día que dices que se ha acabado el aceite o que no hay cebollas.

Joaquín Sas miraba de reojo al
Matao
. Joaquín Sas llevaba mucho amargo en el cuerpo.

—Tu obligación es hacer las cosas bien —dijo—, no hacer las porquerías que sueles hacer. No tienes por qué estar orgulloso para una vez que lo haces un poco regular.

Terció Paulino Castro:

—No lo hace tan mal, Joaquín. A ti te quisiera ver yo de cocinero.

—Para hacerlo como éste, seguro que servía —fue la respuesta de Sas.

El contramaestre Afá tenía ganas de divertirse.

—Pero ¿no le contestas, Macario? Tú que no te callas ni con pez en la boca.

Pero ¿no le contestas? ¿No ves que te está dejando en ridículo?

Macario Martín le dio un trago a su botella.

—¿No puedes dejarme en paz, José?

El viento tiraba a brisote. Crecía la mar. Por barlovento, en el horizonte blanco, se recortó una vela roja. El primero que la vio fue Macario. Dijo:

—Un pití.

De la isla de la Croix, de Lorient, de La Rochelle, salen a la mar los veleros del bonito, aparejados en balandra, con las velas coloreadas. Ocho hombres, dos meses de mar.

—Esta tarde veremos muchos —dijo el patrón de costa—. Y mañana barcos grandes, cuando cortemos la línea del Paso de Calais. La gente de los pitís sí que es marinera.

—No embarcaba yo en ésos —dijo Joaquín Sas—, ni con soldada doble.

El pití cogía bien el viento. Se acercaba. Se le veía el casco, a medias.

—Viene a nuestro rumbo. Hacen tanta marcha como nosotros —dijo el patrón de costa—, en cuanto cogen un buen viento. Cuando no hay viento, siesta, y cuando hay malos tiempos, disgustos. Esa gente sí que es marinera.

—Durante la guerra —dijo Afá— se abarloaban muchas veces a nosotros.

Se han hecho negocios con ellos…

Macario Martín interesó a todos mostrando sus conocimientos de la pesca en los pitís.

—Pescan a la cacea como nosotros, con esas perchas —hizo una pausa. y señaló al pití—. Esas perchas que salen, ¿no las veis? Ya a bordo el pez, lo sangran y lo ponen a oreo bajo unos toldos, que no les dé el sol, porque se pica la carne; solamente los vientos. La carne, yo la he comido en Francia, es mejor que mojama y más blanca.

—Eso es estropear el bonito —afirmó Sas.

—Tú qué sabes, tú a comer rayas y pintarrajas que es lo que les gusta a los de tu pueblo. Tú qué sabes, si no has visto el mundo por un agujero.

La edad, la experiencia, el menosprecio que ejercía Macario con sus palabras se imponían. Joaquín Sas se desconcertó, buscaba respuesta. Macario Martín se le iba una y otra vez como una mala mar.

—En cuanto uno se calla por educación y no contesta a las pijadonas que decís, lo tomáis por popa. Pero tú qué sabes, si yo puedo ser tu padre y debías comenzar por tratarme con respeto y por aprender lo que yo digo por si algo se te quedaba en este pañol vacío que tienes por cabeza. Pero ni qué sabes…

El tono agrio de Macario Martín había aumentado. A veces le daba un arrechucho de mal humor, cuando se sentía despreciado, cuando se cansaba de las bromas, cuando alguien se pasaba en el tono del trato de bufonadas. Macario Martín sacaba sus veintisiete gatos hambrientos —según su amigo el contramaestre— y se los echaba recién escaldados a la víctima. Entonces lo mejor era callar.

Intervino el patrón de costa:

—Vamos, vamos, Macario, lo único que ha dicho Joaquín es que le parecía que eso era estropear el bonito.

Macario Martín no escuchaba. Dijo:

—Con cuarenta años en la mar, me van a venir los grumetes dando lecciones. Digo grumetes, grumetes he conocido yo que sabían más de mar que todos vosotros juntos —barbarizó por las galletas de los palos arriba—, que todos vosotros que os las dais de marineros que se las saben todas.

El contramaestre no fue afortunado en su intervención.

—Macario, no sigas que los matas a todos.

—Como tú, Afá, tú eres contramaestre de boquilla, por la misma razón que te podían llevar para arreglar estachas. Como tú…

José Afá se enfadó:

—Bueno, bueno, bueno… —hablaba con cierto retintín—. Bueno, Macario, vete calmando que todos tenemos la lengua larga, que todos sabemos decir cosas… Bueno, bueno, bueno, Macario, vamos a olvidarlo todo y a seguir comiendo tranquilos…

Macario Martín comprendió que se había excedido. Buscó alguien con quien compartir sus opiniones. Se ablandó.

—Es que a uno lo sacáis de su rumbo por hacer gracias y luego os quejáis…

El contramaestre Afá miraba a la marmita y movía la cabeza negativamente.

—Bueno, bueno, bueno. Macario, que todos nos conocemos, que todos tenemos nuestros hígados en sus sitios… Bueno, bueno, bueno…

Cortó el patrón de costa con torpeza, con la eficacia de su autoridad.

—Se terminó. Tú, Celso, cuenta alguna cosa.

Aquella discusión hubiera necesitado irse acabando por sí misma. Todos quedaron descontentos y recelosos. Celso Quiroga preguntó:

—¿Y qué quiere usted que cuente, patrón?

De popa llegó, aguda, la voz de Manuel Espina.

—Alto la máquina, alto.

—Arenas —gritó el
Matao
—, para el motor.

Dejó de oírse el ruido del motor. Macario Martín y Joaquín Sas corrieron por el espardel. Joaquín se descolgó sobre la cubierta del pañol. Comenzó a tirar del aparejo mano a mano con Espina. Macario los animaba desde la barandilla.

—No lo dejéis cobrar un palmo. ¡Hala, hala, hala! Es grande. Cuidado, llevarlo por arriba que chancletee.

Joaquín Sas ayudado de un bichero lo izó a bordo. Cogiéndolo por la cola Manuel Espina lo sopesó.

—Hará siete quilos.

—Por ahí —dijo Sas.

—Pocos más o menos ya hará los siete —corroboró Macario.

Manuel Espina gritó al desgañite: —Avante libre.

Arenas entretenía el fastidio de la guardia —afretando en vano las planchas de cobertura y cantando por lo bajo: «Sensillo, quisiera ser marinero, caunque difisí é sensillo…». El fandango, repetido una y otra vez, arrastraba los minutos, ocupaba el pensamiento.

—Alto la máquina.

—… en un barquito velero. ¡Ya va! Pintaíto de amarillo…

No había salido bien y repetía el verso, al parar el motor.

—Pintaíto de amarillooó, pintaíto de amarillooó, que é de mi compare Piñero.

—Avante, máquina.

Nadie le iba a oír, pero discurseaba.

—¡Ya va! Y a ver si acabáis, que no está aquí uno de perejilero… Pintaíto de amarillooó…

Las guardias de máquinas, en solitario, hacen que un hombre exprese su pensamiento hablando, combatiendo con las palabras el son monótono y neutralizador del pensamiento que da el motor.

—Voy a pegarme un golpe de vino —dice Arenas—. Tengo la boca con sabor a gasoil —dice—. Esto le quita a uno las ganas de comer —dice.

Subió la escalerilla hasta la pasadera. Descolgó la botella. Escupió y creyó escupir el sabor del gasoil. Bebió largamente. Se enjuagó con vino y bajó a las máquinas. Estaba alegre.

—Sensillo, quisiera ser marinero, caunque difisí é sensillo. Sensillo, sensillo…

Juan Ugalde acariciaba con las palmas de las manos las cabillas de la rueda del timón. En la guardia del puente se podía pensar, si había algo en qué pensar, porque si no Juan estaba al rumbo y distraído con el capuceo de la proa. Juan Ugalde tenía amplia la mar para pensar, para lanzar el pensamiento hacia el horizonte. Pensaba que su patrón Simón Orozco se había equivocado. Había estado de chiquito en los barcos yanquis. No sabía cuánto, pero sí mucho tiempo.

En los barcos yanquis le iba bien, ¿por qué se vino? El patrón Simón Orozco se había equivocado. Él no hubiera vuelto. Para andar a la mar lo mismo se anda en barcos yanquis que en los barcos de Pasajes o de donde sea. Pero en los barcos yanquis se gana buen dinero, muy buen dinero, que no se gana en otro sitio, y se come bien, muy bien, y se puede guardar para cuando se deje la mar y poner un bar o comprar un sardinero o casarse en América con una rubia de perras, fea y sin tetas, pero de perras. Así dicen los que han estado en Nueva York y los pelotaris que han jugado en el sur, en Miami… Luego se vuelve a casa de visita, acaso con un cochazo. Se puede estar seis meses en el pueblo gastando, yendo a San Sebastián, a Bilbao, a los toros de Pamplona, a Vitoria por la Blanca. Se puede ir donde se quiera, hacer lo que a uno le da la gana. Si le da a uno la gana, agarra el cochazo y tira para Bilbao a cenar y a lo que salga… El patrón Simón Orozco, metido en su cuarto, aburrido, a veces rabioso, ¿por qué no se quedó en los barcos yanquis?

Al patrón Simón Orozco, Macario le había subido la comida al cuarto de derrota. Simón Orozco comía a las doce en punto del mediodía, cenaba a las siete y media de la tarde «hora de Grimbich», decía Macario. «Hasta para hacer del cuerpo, diez de la mañana, hora de Grimbich», decía Macario. Simón Orozco nunca ponía reparos a la comida, ponía reparos a la hora. Si Macario se descuidaba y no eran las doce en punto o las siete y media en punto, cuando subía la comida, Simón Orozco le decía pocas, pero ofensivas, humillantes, agrias palabras. Macario bajaba a la cocina barbarizando. El fisgón de turno echaba sal en las llagas.

—¿El señor sultán te ha dado el puntapié que te prometió?

La imaginación escatológica de Macario Martín abría nuevas rutas al comercio carnal, prostituyendo la fauna submarina, ensuciando el nombre del patrón letra por letra. El fisgón de turno quedaba satisfecho y se iba a los ranchos a contar las creaciones de Macario Martín.

Simón Orozco escribía el borrador de una carta. Abiertas las piernas, apoyado sobre la mesa, cansaba el pulso en la dificultad de escribir cargando el peso en el brazo para no perder el equilibrio en los balances. Escribía a un amigo. La carta le costaba cuatro borradores. Los cuatro borradores le ocupaban los ocios de los días sin faena en el viaje. Dos borradores al ir a Gran Sol. Dos al volver. La carta definitiva en el bar de la lonja, ya en puerto. Cada viaje una carta: a veces al amigo de Barcelona, a veces al amigo de Bilbao, a veces a su mujer, por si los días de descanso en puerto no daban margen para visitarla. Cuando iba a ver a su mujer y a sus hijos a Pasajes o a Elanchove, iba por cuatro días, solamente por cuatro días, únicamente por cuatro días; la mar tiene su tajo.

Escribía con una caligrafía de colegial. En las mayúsculas se esmeraba en el arabesco y ponía especial atención en las volutas de los rasgos terminales. En el texto no había ni arabescos ni volutas. El texto era sobrio y enjundioso. A veces corría la pluma en un rasgueo no previsto producido por un balance del barco.

Simón Orozco lo arreglaba añadiéndole una espiral o lo tachaba con rayitas hasta su cálculo caligráfico. Dejó la pluma en el tope de una regla para que no cayera al suelo y taponó el tintero, de tinta aguada, que sostenía con la mano izquierda. Simón Orozco descansó apoyado por la cintura en la mesa del cuarto de derrota, contemplando la mar de proa por la puerta abierta. Dijo algunas palabras en vasco a Juan Ugalde, que volvió la cabeza, afirmando. Luego cogió la petaca y, sonriendo, comenzó a liar un cigarrillo.

Gato Rojo socorría la pesada conversación con Domingo Ventura ocupando las manos en encordar el mango de un cuchillo. Estaba echado en su catre. Domingo Ventura ocupaba el de Manuel Espina y le revolvía las novelas que guardaba en la taquilla de la cabecera.

—¿Qué tal ésta?

—¿Cuál?

Le mostraba Domingo la cubierta y Gato Rojo se incorporaba para verla.

—No sé, no la he leído. Me aburren esas novelas.

—¿Y ésta?

Gato Rojo se volvía a incorporar.

—No sé.

—Pues ésta debe de estar muy bien.

—Seguramente.

—Me voy a llevar estas dos.

Gato Rojo encordaba parsimoniosamente el cuchillo de limpiar pescado.

—Si sacamos mucho bacalao —dijo—, tenemos que echarles una mano a los de proa, porque ha dicho Afá que el que no trabaje no entra en el reparto de lo que se sale.

—Afá dirá lo que quiera, pero en el bacalao salado tenemos nosotros tanto derecho como los marineros. ¿Es que no es trabajar lo que nosotros hacemos?

Continuó Domingo, cambiando de conversación:

—Me voy a llevar tres. Ésta, ésta y ésta. Las leo en seguida. Le dices a Manuel que se las he cogido yo.

—Díselo tú.

—Bueno, se lo diré yo.

—Afá tiene razón. La marea pasada, el único que subió a cubierta a limpiar pescado fue Espina. Sin embargo, repartieron con nosotros.

Domingo Ventura disculpaba la falta de compañerismo. o.

—Tú tuviste que trabajar. Arenas igual. Yo tuve que dirigir el trabajo. El único que quedaba era Manuel y Manuel fue. Si a uno le queda un rato libre en el trabajo lo lógico es que lo dedique a descansar. No tiene por qué quejarse Afá, que no hace más que hablar y es el que menos taja.

—Podíamos haber subido algún rato, aunque sólo fuera para hacer la muestra.

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