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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (12 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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Cara de Rata estaba caminando por él, lentamente, como si no pasara nada. La niña estaba tan cerca que ya podíamos verle la cara; tenía los ojos muy abiertos, fijos en Cara de Rata. Tenía los brazos extendidos, y pude oír un gemido agudo y ronco. Llegó hasta ella cuando estaba en mitad del campo y todo acabó antes de que nos diésemos cuenta de qué había sucedido. De un movimiento rápido, Cara de Rata sacó una pistola del abrigo y disparó a la niña entre los ojos; después se volvió y caminó lentamente hacia nosotros. Una mujer, seguramente la madre de la niña, rompió a llorar; cayó de rodillas, escupiendo y maldiciéndonos. Cara de Rata no pareció verlo, ni tampoco que le importase, se limitó a susurrarle algo al teniente Tijonov y entrar de nuevo en el BMP, como si se subiese a un taxi de Moscú.

Aquella noche… tumbada en mi litera, intenté no pensar en lo que había sucedido. Intenté no pensar en el hecho de que la policía militar se hubiese llevado a Petrenko, ni en que habían guardado bajo llave nuestras armas en la armería. Sabía que tendría que haberme sentido mal por la niña, enfadada, incluso con ganas de vengarme de Cara de Rata, y quizá un poco culpable, porque no había levantado ni un dedo para impedirlo. Sabía que aquéllas eran las emociones normales, pero, en aquel momento, lo único que podía sentir era miedo. No dejaba de pensar en lo que había dicho Baburin, que algo malo iba a suceder. Sólo quería irme a casa y ver a mis padres. ¿Y si se había producido un horrible atentado terrorista? ¿Y si era una guerra? Mi familia vivía en Bikin, casi al lado de la frontera china. Necesitaba hablar con ellos, asegurarme de que estaban bien. Estaba tan preocupada que empecé a vomitar, tanto que me llevaron a la enfermería. Por eso me perdí la patrulla de aquel día, por eso seguía acostada cuando regresaron a la tarde siguiente.

Estaba en la cama, volviendo a leer un número antiguo de
Semnadstat
[20]
. Oí un alboroto, motores de vehículos, voces. Una multitud estaba ya reunida en el patio de desfiles, así que me abrí paso y vi a Arkady en el centro de la muchedumbre. Arkady era el que disparaba la ametralladora pesada en mi pelotón, un tío grande como un oso. Éramos amigos, porque él apartaba a los demás hombres de mí, si entiende lo que le digo. Me decía que le recordaba a su hermana. [Sonríe con tristeza.] Me gustaba.

Había alguien arrastrándose a sus pies, parecía una anciana, aunque llevaba un saco de arpillera en la cabeza y una cadena alrededor del cuello. Su vestido estaba desgarrado y le habían arrancado a tiras la piel de las piernas. No había sangre, sólo un pus negro. Arkady estaba en medio de un airado discurso a voces: «¡Basta de mentiras! ¡Basta de órdenes de matar a civiles! ¡Por eso acabé con el pequeño
zhopoliz…
—Busqué al teniente Tijonov, y no lo vi por ninguna parte. Noté una bola de hielo en el estómago— …porque quería que lo vierais todos!».

Arkady levantó la cadena, tirando del cuello de la vieja
babushka
; cogió la capucha y se la quitó. La cara de la anciana estaba gris, como el resto de su cuerpo, y tenía los ojos muy abiertos, con expresión feroz. Gruñía como un lobo e intentó agarrar a Arkady, pero él le puso una de sus enormes manos alrededor del cuello, manteniéndola a distancia.

«¡Quiero que todos veáis por qué estamos aquí!» Sacó el cuchillo de su cinturón y lo clavó en el corazón de la mujer. Yo contuve el aliento, todos lo hicimos. Estaba clavado hasta el mango, pero ella seguía retorciéndose y gruñendo. «¡Veis! —gritó, apuñalándola varias veces más—. ¡Veis! ¡Esto es lo que no nos dicen! ¡Esto es lo que nos dejamos la vida para buscar! —Se empezaban a ver cabezas asintiendo, unos cuantos gruñidos de asentimiento. Arkady siguió—. ¿Y si estas cosas están por todas partes? ¿Y si están en casa, con nuestras familias, en estos momentos?» Intentaba mirar a los ojos a toda la gente que podía, y no le prestaba atención a la anciana. Aflojó un poco, ella se soltó y le mordió en la mano. Arkady rugió y su puño le hundió la cara a la vieja, que cayó a sus pies, retorciéndose y dejando escapar aquella sustancia negra. El soldado terminó el trabajo con la bota y todos oímos cómo se rompía el cráneo de la anciana.

El puño de Arkady chorreaba sangre, así que lo agitó hacia el cielo, gritando hasta que las venas del cuello empezaron a hinchársele. «¡Queremos volver a casa! —rugió—. ¡Queremos proteger a nuestras familias!» En la multitud, otros se unieron a sus gritos. «¡Sí! ¡Queremos proteger a nuestras familias! ¡Estamos en un país libre! ¡Esto es una democracia! ¡No nos podéis encerrar en una prisión!» Yo también gritaba, como el resto. Aquella anciana, la criatura que podía recibir una puñalada en el corazón sin morirse… ¿Y si estaban en casa? ¿Y si amenazaban a nuestros seres queridos, a mis padres? Todo el miedo, toda la duda, todas las emociones confusas y negativas se convirtieron en rabia. «¡Queremos ir a casa! ¡Queremos ir a casa!» Gritos, gritos, y entonces… Una bala me pasó junto a la oreja y el ojo izquierdo de Arkady estalló hacia dentro. No recuerdo correr, ni inhalar el gas lacrimógeno; no recuerdo cuándo aparecieron los comandos de la Spetnaz, pero, de repente, estaban rodeándonos, golpeándonos, encadenándonos uno de ellos me dio un pisotón tan fuerte en el pecho que creí morirme en aquel mismo momento.

¿
Fue eso el Diezmo
?

No, tan sólo el principio. No fuimos la primera unidad del ejército que se rebeló. En realidad, todo había empezado más o menos cuando la policía militar cerró la base por primera vez. Cuando tuvo lugar nuestra pequeña «manifestación», el gobierno ya había decidido cómo restaurar el orden.

[Se alisa el uniforme y se tranquiliza antes de hablar.]

Diezmar… Antes pensaba que sólo significaba aniquilar, provocar un daño enorme, destrozar… En realidad, significa matar al diez por ciento, uno de cada diez debe morir…, y eso es justo lo que nos hicieron.

La Spetznaz nos había reunido en el patio de desfiles, todos vestidos con el uniforme de gala completo, sin concesiones. Nuestro nuevo comandante dio un discurso sobre el deber y la responsabilidad, sobre nuestro juramento de proteger a la madre patria, y sobre cómo habíamos traicionado ese juramento con nuestra traición egoísta y nuestra cobardía individual. Yo no había oído antes nada parecido. ¿Deber? ¿Responsabilidad? Rusia, mi Rusia no era más que un revoltijo político. Vivíamos en el caos y la corrupción, sólo intentábamos sobrevivir día tras día. Ni siquiera el ejército era un bastión del patriotismo, sino un lugar donde aprender un oficio, conseguir comida y cama, y, quizá, incluso un poco de dinero que enviar a casa cuando el gobierno decidió que resultaba conveniente pagar a sus soldados. ¿Nuestro juramento de proteger a la madre patria? Aquellas no eran palabras de mi generación, sino lo que se les oía a los veteranos de la Gran Guerra Patriótica, los tipos deshechos y dementes que solían plagar la Plaza Roja con sus pancartas soviéticas hechas jirones y las filas de medallas prendidas a sus uniformes desvaídos y apolillados. El deber con la madre patria era un chiste, pero yo no me reía, porque sabía que se avecinaban las ejecuciones. Los hombres armados que nos rodeaban, los hombres de las torres de vigilancia… Yo estaba preparada, con todos los músculos tensos para recibir el disparo, y, entonces, oí aquellas palabras…

«Vosotros, niños mimados, creéis que la democracia es un derecho divino. ¡La esperáis, la exigís! Bueno, pues ahora vais a tener la oportunidad de ejercerla.»

Fueron sus palabras exactas, y las tendré grabadas en mi memoria para el resto de mi vida.

¿
Qué quería decir
?

Nosotros teníamos que decidir a quién se castigaba. Nos dividieron en grupos de diez para que votásemos quién iba a morir ejecutado. Y entonces, nosotros…, los soldados, nosotros tendríamos que asesinar a nuestros amigos. Pusieron unas carretillas pequeñas junto a nosotros, todavía puedo oír cómo crujían las ruedas. Estaban llenas de piedras, más o menos del tamaño de su mano, afiladas y pesadas. Algunos gritaron, rogaron, suplicaron como niños. Otros, como Baburin, simplemente se arrodillaron en silencio y me miraron a la cara mientras yo aplastaba la suya con una roca.

[Suspira suavemente, volviendo la vista hacia el espejo espía.]

Fue brillante, una puta genialidad. Las ejecuciones convencionales podrían haber reforzado la disciplina, podrían haber restaurado el orden desde los niveles más altos a los más bajos; sin embargo, al convertirnos a todos en cómplices, nos consiguieron tener cogidos no sólo por el miedo, sino también por la culpa. Podríamos haber dicho que no, podríamos habernos negado y morir en el paredón, pero no lo hicimos, les seguimos la corriente. Todos tomamos una decisión consciente y, como esa decisión tenía un precio tan alto, no creo que nadie quisiera volver a tomar otra nunca más. Entregamos nuestra libertad aquel día y estuvimos encantados de hacerlo. Desde aquel momento hemos vivido con verdadera libertad, con la libertad de señalar a alguien y decir: «¡Ellos me dijeron que lo hiciese! ¡Es culpa suya, no mía!». La libertad, que Dios nos ayude, de decir: «Sólo seguía órdenes».

Bridgetown (Barbados, Federación de las Indias Occidentales)

[Trevor's Bar personifica lo que son las «Indias del Salvaje Oeste», o, en concreto, la «Zona Económica Especial» de cada isla. No es un lugar que la mayoría de la gente asocie con el orden y la tranquilidad de la vida caribeña anterior a la guerra, ni tampoco pretende serlo.

Apartadas del resto de la isla mediante vallas para abastecer a una cultura de violencia caótica y vicio, las Zonas Económicas Especiales están diseñadas para que los «no isleños» puedan perder su dinero. Mi incomodidad parece agradar a T. Sean Collins; el tejano gigantesco me pasa un chupito de ron asesino y coloca sus enormes botas sobre la mesa.]

Todavía no se les ha ocurrido un nombre para lo que yo solía hacer, no uno de verdad. «Contratista independiente» suena como si echara tabiques y yeso. «Seguridad privada» suena como el guardia de seguridad medio tonto de un centro comercial. Supongo que mercenario es lo más aproximado, pero, a la vez, está muy lejos de la realidad. La palabra mercenario recuerda a un veterano del Vietnam enloquecido, lleno de tatuajes y grandes bigotes, escondido en una letrina del Tercer Mundo porque no es capaz de volver al mundo real. Yo no era así. Sí, era un veterano, y sí, utilicé mi entrenamiento para ganar pasta… Lo más curioso del ejército es que siempre prometen enseñarte «habilidades con futuro»; sin embargo, nunca mencionan que, sin duda, no hay nada con más futuro que saber cómo matar gente mientras evitas que maten a otros.

Quizá fuera un mercenario, aunque nunca lo habrías adivinado a simple vista; tenía buena pinta, buen coche, buena casa, incluso una asistenta que iba a limpiar una vez a la semana. Tenía un montón de amigos, planes de matrimonio, y mi hándicap en el club de golf era casi tan bueno como el de los profesionales. Y, lo más importante, trabajaba para una compañía igual que todas las demás de antes de la guerra. No había disfraces, ni habitaciones traseras, ni sobres a medianoche. Tenía mis días de vacaciones y mis bajas por enfermedad, asistencia sanitaria completa y una buena cobertura dental. También pagaba impuestos, demasiados; pagaba para mi jubilación. Podría haber trabajado en el extranjero, bien sabe Dios que había mucha demanda, pero, después de ver lo que habían pasado mis colegas en la última guerra, me dije: «A la mierda, mejor me quedo protegiendo a algún directivo gordo o a algún famoso inútil». Y eso estaba haciendo cuando llegó el Pánico.

¿Le parece bien que no mencione nombres? Algunas de esas personas siguen vivas, o sus bienes siguen activos, y… ¿se puede creer que siguen amenazando con demandarnos? ¿Después de todo lo que ha pasado? Vale, pues no puedo dar nombres ni decir lugares; imagínese una isla… una isla muy grande… una isla larga, al lado de Manhattan. No me pueden demandar por eso, ¿verdad?

No sé bien a qué se dedicaba mi cliente, algo en entretenimiento o altas finanzas, ni idea. Creo que incluso podría haber sido uno de los accionistas de mi empresa. Da igual, tenía pelas, vivía en una chabola alucinante junto a la playa.

A nuestro cliente le gustaba conocer a la gente que todos conocían. Su plan era proporcionar seguridad a los que pudieran mejorar su imagen durante y después de la guerra, jugando a ser el Moisés de los asustados y famosos. Y, ¿sabe qué? Se lo tragaron: actores, cantantes, raperos y atletas de élite, además de los rostros profesionales, como los que ve en los programas de testimonios o en los
realities
, o incluso aquella zorrita mimada, rica y con aspecto de cansancio que era famosa sólo por ser una zorrita mimada, rica y con aspecto de cansancio.

También estaba aquel magnate de la industria discográfica, el de los grandes pendientes de diamantes. Tenía un AK trucado con un lanzagranadas. Le encantaba contar que era una réplica exacta de uno de los de
El precio del poder
.

No quise hundirlo explicándole que el señor Montana llevaba una A-1.

Estaba ese humorista, ya sabe, el del programa de la tele. Estaba esnifando coca de los airbags de una diminuta
stripper
tailandesa, diciendo sin parar que lo que pasaba no era sólo cosa de los vivos contra los muertos, sino que tendría repercusiones en todas las facetas de nuestra sociedad: la social, la económica, la política e incluso la medioambiental. Decía que todos sabían la verdad, a nivel subconsciente, durante el Gran Engaño, y que por eso perdieron tanto los nervios cuando por fin salió a la luz la historia. En realidad, todo tenía sentido, hasta que empezaba a parlotear sobre el jarabe de maíz con alto contenido en fructosa y la feminización de Estados Unidos.

Es una locura, lo sé, pero casi parecía normal que aquellos tipos estuviesen allí, al menos, a mí me lo parecía. Lo que no esperaba era toda la gente que iba con ellos. Todos, daba igual quiénes fueran o a qué se dedicaran, debían tener, al menos, no sé cuántos estilistas, publicistas y ayudantes. Creo que algunos eran bastante sensatos y sólo lo hacían por el dinero o porque suponían que allí estarían más seguros; no eran más que jóvenes intentando salir adelante, no se les puede culpar por eso. Pero algunos de los otros… eran verdaderos capullos, encantados con el olor de su propia mierda; maleducados, agresivos y lanzando órdenes a cualquiera que tuvieran delante. Un tipo me viene a la cabeza, sólo porque llevaba una gorra de béisbol que ponía: «¡Hazlo ya!». Creo que era ayudante jefe del gordo cabrón que había ganado aquel concurso de talentos. ¡El tío tenía a catorce personas alrededor! Al principio, recuerdo haber pensado que sería imposible cuidar de tanta gente, aunque, después de mi visita inicial a las instalaciones, me di cuenta de que nuestro jefe lo había previsto todo.

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