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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (7 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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En Taba nos sacaron del autobús y nos dijeron que caminásemos en fila de a uno, pasando junto a unas jaulas en las que había unos perros grandes y de aspecto feroz. Fuimos pasando uno a uno. Un guardia de la frontera, un africano negro delgaducho (entonces no sabía que hubiera judíos negros
[12]
) levantaba la mano. «¡Espera aquí!», decía, en un árabe apenas reconocible. Después anunciaba: «¡Tú, ya pasas!». El hombre que iba delante de mí era viejo, tenía una larga barba blanca y se apoyaba en un bastón. Cuando pasó junto a los perros, los animales se volvieron locos, aullando y lanzando dentelladas, mordiendo y cargando contra los barrotes de las jaulas. Al instante, dos tipos grandes con ropa de calle se acercaron al anciano, le dijeron algo al oído y se lo llevaron. Me di cuenta de que el hombre estaba herido; tenía la
dishdasha
desgarrada a la altura de la cadera y manchada de sangre marrón. Sin embargo, aquellos hombres no eran médicos, y la furgoneta negra y sin distintivos en la que se lo llevaron no era precisamente un ambulancia. «Cabrones —pensé, mientras la familia del anciano se lamentaba—, descartan a los que están demasiado enfermos o parecen demasiado viejos para utilizarlos.»

Entonces nos tocó a nosotros caminar entre los perros. A mí no me ladraron, ni al resto de mi familia. Creo que uno de ellos llegó a menear el rabo cuando mi hermana intentó tocarlo. Sin embargo, el hombre que teníamos detrás…, de nuevo empezaron los ladridos y los gruñidos, y de nuevo aparecieron los civiles sin identificar. Me volví para mirarlo y me sorprendió ver que era blanco, quizá estadounidense o canadiense… No, tenía que ser estadounidense, porque su inglés era demasiado vulgar. «¡Venga ya, si estoy bien! —gritaba, forcejeando—. ¡Venga, tío, qué coño te pasa!» Estaba bien vestido, con traje y corbata, y unas maletas a juego que tiró a un lado cuando empezó a luchar contra los israelíes. «¡Venga, vamos, soltadme de una puta vez! ¡Soy uno de vosotros! ¡Venga!» Entonces se le soltaron los botones de la camisa, y vimos una venda manchada de sangre rodeándole el estómago. Todavía pataleaba y gritaba cuando lo arrastraron hasta la parte de atrás de la furgoneta. Yo no lo entendía: ¿por qué aquellas personas? Estaba claro que no se trataba de ser árabe, ni siquiera de estar herido. Vi a varios refugiados con heridas graves que entraban sin que los guardias los molestasen. Los llevaban a unas ambulancias que esperaban al otro lado, ambulancias de verdad, no las furgonetas negras. Sabía que tenía que ver con los perros; ¿estarían descartando a los que tenían la rabia? Aquello tenía más sentido, y siguió siendo mi teoría durante nuestro internamiento a las afueras de Yeroham.

¿
El campamento de reasentamiento
?

Reasentamiento y cuarentena. En aquel momento, yo sólo lo veía como una prisión. Era justo lo que esperaba que sucediese: tiendas de campaña, masificación, guardias, alambres de espinos y el hirviente sol del Desierto del Néguev. Nos sentíamos como prisioneros, éramos prisioneros, y, aunque nunca habría tenido el valor de acercarme a mi padre con un «ya te lo dije», él lo veía claramente en mi expresión de amargura.

Lo que no me esperaba eran los exámenes físicos; todos los días nos los hacía un ejército de personal médico: sangre, piel, pelo, saliva, y hasta orina y heces…
[13]
Era agotador y humillante. Lo único que lo hacía soportable y, probablemente, evitaba un motín en toda regla entre los musulmanes recluidos, era que la mayoría de los médicos y enfermeras que hacían las pruebas también eran palestinos. A mi madre y mis hermanas las examinaba una doctora, una mujer americana de una ciudad llamada Jersey. El hombre que nos examinaba a nosotros era de Jabaliya, en Gaza, y había sido uno de los recluidos hasta hacía pocos meses. Nos decía una y otra vez que habíamos tomado la decisión correcta al ir allí, que era duro, pero que era la única forma. Nos dijo que todo era cierto, todo lo que habían contado los israelíes. Yo todavía no lograba creerlo, aunque una parte de mí cada vez más insistente deseaba hacerlo.

Estuvimos en Yeroham tres semanas, hasta que procesaron nuestros papeles y terminaron las pruebas médicas. ¿Sabe qué? En todo aquel tiempo apenas le echaron un vistazo a nuestros pasaportes. Mi padre se había tomado muchas molestias para asegurarse de que los documentos oficiales estuviesen en orden, aunque no creo que les importase. A no ser que los militares israelíes o la policía te buscasen por alguna actividad previa poco
kosher
, sólo importaba que tuvieses una tarjeta sanitaria limpia.

El Ministerio de Asuntos Sociales nos proporcionó talones para canjear por alojamiento subvencionado y escolarización gratuita, y le dio un trabajo a mi padre con un salario que mantuviese a toda la familia. «Esto es demasiado bueno para ser cierto —pensé cuando subimos al autobús que nos llevaba a Tel Aviv—. El martillo caerá de un momento a otro.»

Lo hizo en cuanto entramos en la ciudad de Beer Sheva. Yo estaba dormido y creo que no oí los disparos ni vi cómo se rompía el parabrisas. Me desperté de golpe cuando noté que el autobús se movía sin control. Nos estrellamos contra el lateral de un edificio; la gente gritaba, y había cristales y sangre por todas partes. Mi familia estaba cerca de la salida de emergencia, así que mi padre abrió la puerta de una patada y nos empujó hacia la calle.

Había disparos, desde las ventanas, desde las puertas; pude ver que eran soldados contra civiles, civiles con pistolas y bombas caseras. «¡Por fin! —pensé, con el corazón a punto de estallar—. ¡Ya ha comenzado la liberación!» Antes de poder hacer nada, antes de poder unirme a mis camaradas en la batalla, alguien me cogió de la camisa y me metió por la puerta de un Starbucks.

Estaba tirado en el suelo junto a mi familia, mis hermanas lloraban, y mi madre intentaba cubrirlas con su cuerpo. Mi padre tenía una herida de bala en el hombro; un soldado israelí me empujó contra el suelo para apartarme la cara de la ventana, pero a mí me hervía la sangre y empecé a buscar algo que pudiera utilizar de arma, quizá un fragmento grande de cristal con el que cortarle el cuello al judío.

De repente se abrió una puerta trasera del Starbucks, el soldado se volvió en aquella dirección y disparó. Un cadáver ensangrentado cayó al suelo a nuestro lado, y una granada salió rodando de su mano. El soldado la cogió e intentó lanzarla a la calle, pero estalló en el aire, y el cuerpo del hombre nos protegió de la explosión. Cayó de espaldas sobre el cuerpo asesinado de mi hermano árabe…, aunque no era árabe. Cuando se me secaron las lágrimas, me di cuenta de que vestía
payess, yarmulke
y un
tzitzit
empapado en sangre que se le había salido de los pantalones húmedos y destrozados. Aquel hombre era judío, ¡los rebeldes armados de la calle eran judíos! La batalla que se desarrollaba a nuestro alrededor no era una sublevación de los palestinos insurgentes, sino el inicio de la Guerra Civil Israelí.

En su opinión, ¿cuál cree que fue la causa de la guerra
?

Creo que hubo muchas causas. Sé que la repatriación de los palestinos fue poco popular, igual que la retirada general de Cisjordania. Estoy seguro de que el programa de reasentamiento estratégico de aldeas tuvo que exaltar a más de uno. Muchos israelíes vieron cómo tiraban sus casas para hacer sitio a aquellos recintos residenciales, fortificados y autosuficientes. Al Quds…, creo que fue la gota que colmó el vaso. El gobierno de coalición decidió que era el único punto débil importante, demasiado grande para controlarlo y un agujero que conducía directamente al corazón de Israel. No sólo evacuaron la ciudad, sino también todo el corredor entre Nablus y Hebrón. Creían que reconstruir un muro más corto a lo largo de la demarcación de 1967 era la única forma de garantizar la seguridad física, al margen de la posible reacción de su propia derecha religiosa. Me enteré de todo esto mucho después, ya sabe, igual que me enteré de que, al final, los militares israelíes sólo triunfaron porque la mayoría de los rebeldes pertenecían a las filas ultraortodoxas, de modo que nunca habían servido en las fuerzas armadas. ¿Lo sabía usted? Porque yo no. Me di cuenta de que no sabía prácticamente nada de la gente a la que había odiado toda la vida; todo lo que creía cierto se hizo añicos aquel día, y lo reemplazó el rostro de nuestro verdadero enemigo.

Corría con mi familia hacia la parte de atrás de un tanque israelí
[14]
, cuando una de las furgonetas sin distintivos apareció doblando una esquina. El proyectil de un lanzacohetes portátil se estrelló justo en el motor, así que el vehículo saltó por los aires, aterrizo bocabajo y estalló, convertido en una brillante bola de fuego naranja. Todavía me quedaban unos pasos para llegar a las puertas del tanque, lo suficiente para ver cómo se desarrollaron los acontecimientos. Unas figuras salían de la furgoneta en llamas, antorchas que avanzaban lentamente, con la ropa y la piel cubiertas de gasolina ardiendo. Los soldados que nos rodeaban empezaron a disparar a las figuras, y pude ver los agujeritos que las balas les abrían en la piel al pasar a través de ellos sin hacerles daño. El jefe del escuadrón, que estaba a mi lado, gritó: «¡
B'rosh! ¡Yoreh B'rosh
!», y los soldados ajustaron sus blancos. Las cabezas de las figuras… de las criaturas, empezaron a estallar, y la gasolina que las cubría ya se gastaba cuando cayeron al suelo, convertidas en cadáveres achicharrados y sin cabeza. De repente entendí lo que mi padre había intentado advertirme, ¡lo que los israelíes habían intentado decirle al resto del mundo! Lo que no entendía era por qué el resto del mundo no escuchaba.

Culpa
Langley (EE.UU.)

[El despacho del director de la CIA es como el despacho de un ejecutivo o un médico ordinario, o como el de un director de instituto de un pueblo cualquiera. Se puede ver la típica colección de libros de referencia en las estanterías, diplomas y fotos en las paredes y, sobre la mesa, un bate de béisbol firmado por el
catcher
de los Cincinnati Reds, Johnny Bench. Bob Archer, mi anfitrión, me ve en la cara que esperaba algo distinto, y sospecho que por eso ha decidido realizar aquí la entrevista.]

Cuando se piensa en la CIA, lo primero que seguramente se imagina son dos de nuestros mitos más populares y perdurables. El primero es que nuestra misión es analizar el mundo entero en busca de cualquier posible amenaza a los Estados Unidos, y el segundo es que tenemos el poder suficiente para hacer lo primero. Este mito es el resultado de una organización que, por su propia naturaleza, debe existir y funcionar en secreto. El secreto es un vacío, y nada llena un vacío tan bien como la especulación paranoica. «Oye, ¿sabías quién mató a tal y cual? Me han dicho que fue la CIA. Oye, ¿qué me dices del golpe en la República Bananera? Seguro que ha sido la CIA. Oye, ten cuidado con esa página web, ¡que la CIA tiene un registro de todas las páginas que visita todo el mundo!» Ésa es la imagen que tenía casi todo el mundo de nosotros antes de la guerra, y es una imagen que no nos importaba alentar, porque queríamos que los chicos malos sospechasen de nosotros, nos temiesen y, a ser posible, se lo pensasen dos veces antes de intentar hacerles daño a nuestros ciudadanos. Era la ventaja de que la gente nos viera como un pulpo omnisciente. La única desventaja era que nuestro pueblo también creía en esa imagen, así que, siempre que algo, lo que fuera, ocurría sin previo aviso, ¿a quién apuntaban todos?: «Oye, ¿cómo consiguió ese país de locos los misiles? ¿Dónde estaba la CIA? ¿Cómo es posible que ese fanático asesinase a tanta gente? ¿Dónde estaba la CIA? ¿Por qué no supimos que los muertos volvían a la vida hasta que ya los teníamos entrando por la ventana del salón? ¿¡Dónde demonios estaba la CIA!?».

Sin embargo, ni la CIA ni ninguna de las otras organizaciones de inteligencia, tanto oficiales como oficiosas, de los EE.UU. eramos una especie de iluminados omnipotentes. Para empezar, nunca habíamos tenido los fondos suficientes. Ni siquiera en los días de la guerra fría, con sus cheques en blanco; no es físicamente posible tener ojos y oídos en todos los trasteros, cuevas, callejones, burdeles, refugios, despachos, hogares, coches y arrozales del planeta. No me malinterprete, no digo que no pudiésemos hacer cosas, y quizá nos merezcamos el crédito por algunas de las acciones que nuestros fans y nuestros críticos nos han echado en cara a lo largo de los años. Pero, si suma todas las conspiraciones demenciales, desde Pearl Harbor
[15]
al día antes del Gran Pánico, se encontrará con una organización que no sólo es más poderosa que los Estados Unidos, sino que todos los esfuerzos conjuntos de la raza humana.

No somos ninguna superpotencia en la sombra con secretos ancestrales y tecnología alienígena. Tenemos limitaciones muy reales y bienes extremadamente finitos, así que, ¿por qué íbamos a malgastarlos investigando todas y cada una de las posibles amenazas? Esto nos lleva al segundo mito de lo que realmente hace una organización de inteligencia. No podemos repartirnos por el mundo buscando y esperando encontrar nuevos peligros en potencia; siempre hemos tenido que identificar y centrarnos en aquéllos que ya son claros y concretos. Si tu vecino soviético intenta prenderle fuego a tu casa, no puedes estar preocupándote por el árabe del bloque de al lado. Si, de repente, es el árabe el que está en tu patio, no puedes preocuparte por la República Popular China, y si, un día, los comunistas chinos aparecen en tu puerta con una orden de desahucio en una mano y un cóctel Molotov en la otra, lo último que haces es mirar hacia atrás para ver si aparece un muerto viviente.

Pero ¿no se originó la plaga en China
?

Así es, igual que se originó una de las mayores
maskirovkas
de la historia del espionaje moderno.

¿
Cómo dice
?

Era un engaño, una farsa. La RPC sabía que ya eran nuestro objetivo de vigilancia número uno; sabían que no podrían ocultar la existencia de sus redadas nacionales de «salud y seguridad». Se dieron cuenta de que la mejor forma de esconder lo que pasaba era hacerlo a plena vista. En vez de mentir sobre las redadas, mintieron sobre lo que buscaban en ellas.

¿
La campaña contra los disidentes
?

Peor, todo el incidente del estrecho de Taiwán: la victoria del Partido Nacional para la Independencia de Taiwán, el asesinato del ministro de defensa chino, la concentración militar, las amenazas de guerra, las manifestaciones y las campañas posteriores…, todo lo organizó el Ministerio de Seguridad del Estado, sólo para desviar la atención del mundo del peligro real que crecía dentro de China. ¡Y funcionó! Toda la información que teníamos sobre China, las desapariciones repentinas, las ejecuciones en masa, los toques de queda, la llamada a los reservistas.., todo podía explicarse fácilmente como un procedimiento estándar de los comunistas chinos. De hecho, funcionó tan bien, estábamos tan convencidos de que la Tercera Guerra Mundial estaba a punto de estallar en el estrecho de Taiwán, que desviamos otros recursos de inteligencia de países en los que empezaban a surgir brotes de la epidemia.

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