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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (2 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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Había siete personas tumbadas en camas plegables, apenas conscientes. Los aldeanos las habían trasladado a su nuevo salón comunitario de reuniones, donde las paredes y el suelo eran de cemento desnudo, y el aire estaba frío y húmedo. «No me extraña que estén enfermos», pensé. Les pregunté a los aldeanos quién había cuidado de aquella gente, pero me dijeron que nadie, que no era seguro. Me di cuenta de que habían cerrado la puerta desde fuera; no cabía duda de que los aldeanos estaban aterrados: se encogían y susurraban, algunos se mantenían a distancia y rezaban. Su comportamiento hizo que me enfadase, no con ellos, entiéndame, no como individuos, sino por lo que representaban para nuestro país. Después de siglos de opresión, explotación y humillación desde el extranjero, por fin reclamábamos el lugar que nos correspondía por derecho como Reino Medio de la humanidad, éramos la superpotencia más rica y dinámica del mundo, controlábamos todo, desde el espacio exterior hasta el ciberespacio. Estábamos en el inicio de lo que el mundo empezaba a reconocer como «el siglo chino», y, a pesar de ello, muchos de nosotros seguíamos viviendo como aquellos campesinos ignorantes, tan estancados y supersticiosos como los primeros salvajes
yangshao
.

Cuando me arrodillé para examinar al primer paciente, seguía perdido en mi grandiosa crítica cultural. La mujer tenía mucha fiebre, cuarenta grados centígrados, y sufría violentos temblores. Apenas coherente, gimió un poco cuando intenté moverle las extremidades, y descubrí que tenía una herida en el antebrazo derecho, un mordisco; al examinarlo con más atención, comprobé que no era de animal. El radio de la mordedura y las marcas de los dientes tenían que pertenecer a un ser humano pequeño o, posiblemente, joven. Aunque, según mi hipótesis, aquél era el origen de la infección, la herida en sí estaba sorprendentemente limpia. Les pregunté de nuevo a los aldeanos por las personas que habían atendido a aquella gente, pero ellos insistieron en que no lo había hecho nadie. Yo sabía que no podía ser cierto, porque la boca humana está plagada de bacterias, incluso más que el más antihigiénico de los perros. Si nadie había limpiado la herida de la mujer, ¿por qué no estaba infectada?

Examiné a los otros seis pacientes, y todos mostraban síntomas parecidos, todos tenían heridas similares en distintas partes del cuerpo. Le pregunté a un hombre, el más lúcido del grupo, quién o qué había infligido las heridas, y él me respondió que había sucedido al intentar dominarlo.

—¿Dominar a quién? —quise saber.

Encontré al «paciente cero» encerrado en una casa abandonada al otro lado del pueblo. Tenía doce años, y le habían atado las muñecas y los pies con una cuerda de plástico para embalar. Aunque la piel que estaba en contacto con las ataduras presentaba roces, no había sangre, como tampoco la había en sus otras heridas: ni en las rajas de piernas y brazos, ni en el gran hueco seco donde debería haber estado el dedo gordo del pie derecho. Se retorcía como un animal, y una mordaza amortiguaba sus gruñidos.

Al principio, los aldeanos intentaron impedir que me acercase, advirtiéndome que no lo tocara, que estaba maldito. Me los quité de encima, y me puse la máscara y los guantes. La piel del niño estaba fría y gris como el cemento en el que estaba tumbado; ni le encontraba el pulso, ni notaba que le latiese el corazón. Tenía ojos de loco, muy abiertos y hundidos en las cuencas; no me quitaba la vista de encima, como un depredador. Durante todo el examen, el chico mantuvo una actitud inexplicablemente hostil, intentando cogerme con las manos atadas y morderme, a pesar de la mordaza.

Sus movimientos eran tan violentos que tuve que llamar a dos de los aldeanos más corpulentos para que me ayudasen a sujetarlo. Al principio no quisieron acercarse, encogidos de miedo junto al umbral, como si fueran conejos, pero les expliqué que no había riesgo de infección si se ponían los guantes y las máscaras. Cuando vi que sacudían la cabeza, les ordené que se acercaran, a pesar de no tener ninguna autoridad legal para hacerlo.

No hizo falta más: los dos toros se arrodillaron a mi lado, uno sujetando los pies del niño, mientras el otro le cogía las manos. Intenté tomar una muestra de sangre, pero me encontré con una sustancia marrón y viscosa, y, al retirar la aguja, el chico se revolvió de nuevo con violencia.

Uno de mis «auxiliares», el que estaba a cargo de los brazos, decidió que resultaba inútil seguir intentando sujetarlos con las manos y que sería más seguro hacerlo con las rodillas; el niño se sacudió, y oí cómo se le rompía el brazo izquierdo. Los extremos dentados del radio y el cúbito le atravesaban la carne gris; aunque el pequeño no gritó y ni siquiera pareció darse cuenta, bastó para que los dos ayudantes retrocediesen de un salto y saliesen corriendo de la habitación.

El instinto hizo que yo también me alejase varios pasos. Es algo que me avergüenza reconocer, porque he sido médico durante casi toda mi vida adulta. El Ejército Popular de Liberación me había formado… y podría decirse que también «criado»; había tratado muchas heridas de guerra, me había enfrentado a la muerte en más de una ocasión y, sin embargo, en aquel momento, estaba aterrado, realmente aterrado, ante un frágil crío.

El niño empezó a retorcerse hacia mí, con el brazo completamente suelto. La carne y el músculo se desgarraron hasta que sólo quedó el muñón; el brazo derecho, libre, todavía atado a la mano izquierda cortada, arrastraba su cuerpo por el suelo.

Me apresuré a salir y cerré la puerta. Intenté recuperar la compostura, controlar el miedo y la vergüenza, pero no pude evitar que se me quebrase la voz cuando le pregunté a los aldeanos cómo se había infectado el niño. Nadie me respondió. Empecé a oír golpes en la puerta, los puños del crío golpeando débilmente la fina madera, y a duras penas logré no sobresaltarme con el ruido. Recé por que no se diesen cuenta de que me quedaba pálido, y grité, tanto de miedo como de frustración, que tenía que saber qué le había pasado a aquel niño.

Una joven dio un paso adelante, puede que se tratase de su madre. Resultaba evidente que llevaba varios días llorando, porque tenía los ojos secos y muy rojos. La mujer reconoció que todo había sucedido cuando el niño y su padre salieron a «pescar de noche», término que se utiliza para hablar de los buceadores que buscan tesoros entre las ruinas hundidas de la presa de las Tres Gargantas. Como hay más de mil cien aldeas, pueblos e incluso ciudades abandonados, siempre existe la posibilidad de encontrar algo valioso. Era una práctica muy común en aquellos días, además de muy ilegal. Ella me explicó que no estaban saqueando, que era su propio pueblo, la Vieja Dachang, y que sólo intentaban recuperar algunas reliquias familiares de las casas que no se habían trasladado. La mujer hizo hincapié en aquel detalle, y yo tuve que interrumpirla para prometerle que no informaría a la policía. Por fin me contó que el niño salió llorando del agua con una marca de mordisco en el pie y sin saber lo que había pasado, porque el agua estaba muy oscura y fangosa. A su padre no lo habían vuelto a ver.

Cogí mi móvil y marqué el número del doctor Gu Wen Kuei, un antiguo camarada de mis días en el ejército, que en aquel momento trabajaba en el Instituto de Enfermedades Infecciosas de la Universidad de Chongqing
[3]
. Intercambiamos saludos, hablamos sobre nuestra salud y sobre los nietos, porque eso era lo que solía hacerse. Después le hablé del brote y lo oí hacer alguna broma sobre la higiene de los pueblerinos. Intenté reírme con él, pero añadí que me parecía que el incidente podía ser importante. Casi a regañadientes, me preguntó por los síntomas, y yo se lo conté todo: los mordiscos, la fiebre, el niño, el brazo… De repente, se puso tenso y perdió la sonrisa.

Me pidió que le enseñara a los infectados, así que regresé al salón Comunitario y puse la cámara del teléfono delante de cada uno de los pacientes. Después me pidió que acercase la cámara a algunas de las heridas, cosa que hice, y, cuando me puse de nuevo la cámara frente a la cara, vi que ya no había imagen de vídeo.

—Quédate donde estás —me dijo, reducido a una voz lejana y distante—. Apunta los nombres de todos los que han tenido contacto con los infectados, y ata a los que ya lo estén. Si alguno entra en coma, vacía la habitación y cierra bien la entrada. —Tenía una voz monótona, de robot, como si hubiese ensayado aquel discurso o leyese algo—. ¿Estás armado?

—¿Por qué iba a estarlo? —pregunté, y él me dijo que volvería a llamarme, muy profesional. Me explicó que tenía que hacer algunas llamadas y que yo recibiría «refuerzos» en pocas horas.

En realidad, llegaron en menos de una, cincuenta hombres en unos enormes helicópteros Z-8A del ejército, todos con trajes de protección contra materiales peligrosos. Me dijeron que eran del ministerio de Sanidad, aunque no sé a quién pretenderían engañar, porque, con aquellos andares de matones y su arrogancia intimidatoria, incluso aquellos paletos de charca podían reconocer a los
Guoanbu
.
[4]

Su prioridad era el salón Comunitario. Llevaron allí a los pacientes en camillas, con las extremidades esposadas y amordazados. Después fueron a por el niño, que salió en una bolsa. Su madre gemía, mientras los soldados reunían a todos los habitantes del pueblo para «examinarlos». Apuntaron sus nombres, les sacaron sangre, y los desnudaron y fotografiaron uno a uno. La última en pasar fue una anciana arrugada con un cuerpo delgado y torcido, una cara surcada por mil arrugas, y unos pies diminutos, vendados a tal efecto desde pequeña. Agitaba su huesudo puño en dirección a los «médicos».

—¡Éste es vuestro castigo! —gritaba—. ¡Es la venganza por
Fengdu
!

Se refería a la Ciudad de los Fantasmas, cuyos templos y altares estaban dedicados al inframundo. Como ocurrió con la Vieja Dachang, aquella ciudad también había tenido la desgracia de convertirse en un obstáculo para el siguiente «Gran Paso Adelante» de China; la habían evacuado, demolido y anegado casi por completo. Nunca he sido una persona supersticiosa y no me he permitido engancharme al opio del pueblo; soy un médico, un científico, y sólo creo en lo que puedo tocar. Nunca he considerado a Fengdu más que una trampa barata y hortera para turistas. Por supuesto, las palabras de aquella vieja bruja no tuvieron ningún efecto en mí, pero su tono, su rabia… La anciana había sido testigo de muchas calamidades en los años que había pasado sobre la faz de la Tierra: los señores de la guerra, los japoneses, la demencial pesadilla de la Revolución Cultural…, y sabía que se acercaba otra tormenta, aunque no contase con la educación suficiente para comprenderla.

Mi colega, el doctor Kuei, lo había comprendido demasiado bien. Incluso había arriesgado el pellejo para advertirme, para darme el tiempo suficiente de llamar y puede que alertar a algunos más antes de que llegase el «Ministerio de Sanidad». Yo lo sabía por algo que me había dicho, una frase que aquel hombre no había usado desde hacía mucho tiempo, desde los «insignificantes» enfrentamientos fronterizos con la Unión Soviética, en 1969. Por aquel entonces estábamos en un búnker de barro en nuestro lado del Ussuri, a menos de un kilómetro río abajo de Chen Bao. Los rusos se preparaban para recuperar la isla, y su impresionante artillería machacaba a nuestras fuerzas.

Gu y yo habíamos estado intentando sacar metralla de la barriga de un soldado que no era mucho menor que nosotros. El chico tenía todo el intestino grueso abierto, y nuestras batas estaban llenas de sangre y excrementos. Cada pocos segundos, una andanada nos caía cerca y teníamos que inclinarnos sobre su cuerpo para evitar que la tierra cayese en la herida, y, cada vez que nos acercábamos lo suficiente, lo oíamos gemir débilmente llamando a su madre. También surgían otras voces de la oscuridad absoluta que había al otro lado de la puerta del búnker, voces desesperadas y enfadadas que, en teoría, no deberían haber estado en nuestro lado del río. Teníamos dos soldados de infantería apostados en la puerta del refugio, y uno de ellos gritó «¡
Spetnaz
!» y empezó a disparar a la oscuridad. Oímos también otros disparos, aunque no podíamos saber si eran suyos o nuestros.

Nos alcanzó otra andanada, y nos inclinamos sobre el chico moribundo. La cara de Gu estaba a pocos centímetros de la mía, y vi que la frente le chorreaba de sudor. Incluso a la débil luz del quinqué pude comprobar que estaba tembloroso y pálido; miró al paciente, miró hacia la entrada, me miró a mí y, de repente, dijo: «No te preocupes, todo va a salir bien». Bueno, estamos hablando de un hombre que no había dicho nada positivo en su vida. Gu era de los que se preocupan por todo, un cascarrabias neurótico; si le dolía la cabeza, era un tumor cerebral; si parecía a punto de llover, íbamos a perder la cosecha de todo el año. Era su forma de controlar la situación, su estrategia vital para ir siempre un paso por delante. Sin embargo, cuando la realidad parecía más negra que cualquiera de sus predicciones fatalistas, no tuvo más remedio que darle la vuelta e irse en dirección contraria. «No te preocupes, todo va a salir bien.» Por primera vez, todo sucedió tal y como él había predicho: los rusos nunca cruzaron el río, y además, conseguimos salvar a nuestro paciente.

Después de aquello, me pasé muchos años riéndome de lo que había costado arrancarle un rayito de esperanza, y él siempre respondía que haría falta algo muchísimo peor para que volviera a hacerlo. Ya éramos ancianos, y algo peor estaba a punto de suceder. Fue justo después de que me preguntase si estaba armado.

—No —respondí—, ¿por qué iba a estarlo? —Se produjo un breve silencio, y estoy seguro de que alguien más escuchaba nuestra conversación.

—No te preocupes —respondió—, todo va a salir bien.

Entonces me di cuenta de que no era un brote aislado, así que colgué y llamé rápidamente a mi hija en Guanghou.

Su marido trabajaba para China Telecom y pasaba al menos una semana al mes en el extranjero. Le dije que sería buena idea que lo acompañase la próxima vez que saliese de viaje, y que lo mejor era que se llevase a mi nieta y se quedasen allí todo lo que pudiesen. No tuve tiempo para darle explicaciones, porque me quedé sin señal justo cuando apareció el primer helicóptero. Lo último que conseguí decirle fue: «No te preocupes, todo va a salir bien».

[El Ministerio de Seguridad del Estado detuvo y encarceló a Kwang Jingshu sin cargos formales. Cuando logró escapar, el brote ya se había extendido más allá de las fronteras de China.]

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