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Authors: Max Brooks

Tags: #Terror, #Zombis

Guerra Mundial Z (6 page)

BOOK: Guerra Mundial Z
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[Pone los ojos en blanco.]

Al parecer, el tiburón le dio un cariñito justo en el trasero, y por eso estaba recuperándose en el Groote Schuur cuando llegaron las primeras víctimas del barrio de Khayelitsha. No había visto ninguno de aquellos casos en persona, pero el personal le había contado tantas historias que llené con ellas mi viejo Dictaphone. Después presenté a mis superiores los relatos, junto con los correos electrónicos chinos descifrados.

Y fue entonces cuando me beneficié directamente de las circunstancias únicas de nuestra precaria seguridad. En octubre de 1973, cuando ocurrió el ataque árabe por sorpresa que casi nos expulsó al Mediterráneo, teníamos todos los datos de inteligencia delante de nuestras narices, todas las señales de advertencia, pero lo habíamos dejado correr. Nunca consideramos la posibilidad de un asalto completo, coordinado y convencional de varias naciones, y menos en nuestras fiestas más sagradas. Puede llamarlo estancamiento, rigidez o una imperdonable borreguez mental. Imagínese un grupo de gente mirando una pintada en una pared, todos felicitándose por poder leer las palabras correctamente; mientras, detrás de ese grupo de gente, hay un espejo en cuya imagen se muestra el verdadero mensaje. Nadie mira al espejo, nadie lo considera necesario. Bueno, después de estar a punto de permitir que los árabes terminasen el trabajo iniciado por Hitler, nos dimos cuenta de que no sólo era necesaria la imagen del espejo, sino que, además, debía convertirse en nuestra política nacional. A partir de 1973, si nueve analistas de inteligencia llegaban a la misma conclusión, el décimo tenía la obligación de no estar de acuerdo. Daba igual lo poco probable o inverosímil que resultara la posibilidad, siempre había que hurgar más a fondo. Si la central nuclear de un vecino podía utilizarse para hacer plutonio para armas, hurgabas; si se rumoreaba que un dictador estaba construyendo un cañón tan grande que podía disparar bombas de carbunco a distintos países, hurgabas; y si existía la más remota posibilidad de que los cadáveres se reanimasen convertidos en máquinas de matar hambrientas, hurgabas y hurgabas hasta que desenterrabas toda la verdad.

Así que eso hice, hurgar. Al principio no me resultó fácil, porque, con China fuera de la película… La crisis de Taiwán puso fin a cualquier recogida de datos, y me quedé con muy pocas fuentes de información. Casi todo eran tonterías, especialmente en Internet; zombis del espacio y el Área 51… ¿Qué pasa en los Estados Unidos con el fetiche del Área 51? Al cabo de un tiempo empecé a recuperar datos más útiles: casos de «rabia» similares a los de Ciudad del Cabo… No lo llamaron rabia africana hasta después. Descubrí las evaluaciones psicológicas de unas tropas de montaña canadienses que acababan de regresar de Kirguistán. Encontré las entradas en el
blog
de una enfermera brasileña que le había contado a sus amigos todo lo referente al asesinato de un cardiocirujano.

Casi toda la información provenía de la Organización Mundial de la Salud. La ONU es una obra maestra de la burocracia, así que había muchas perlas valiosas enterradas en montañas de informes sin leer. Encontré incidentes por todo el mundo, todos ellos descartados con explicaciones plausibles. Estos casos me permitieron reunir un mosaico coherente de aquella nueva amenaza. Las víctimas en cuestión estaban, de hecho, muertas, eran hostiles y se propagaban, sin lugar a dudas. Dada su naturaleza global, creí que lo más prudente sería buscar la confirmación en los círculos de inteligencia extranjeros.

Paul Knight y yo éramos amigos desde hacía mucho tiempo, allá por lo de la operación Entebbe. La idea de utilizar una réplica del Mercedes negro de Amin fue suya. Paul se había retirado del servicio al gobierno justo antes de las «reformas» de su agencia y, en aquel momento, trabajaba para una empresa de asesoría privada en Bethesda, en el estado de Maryland. Cuando lo visité en su casa, me sorprendió comprobar que no sólo estaba trabajando en el mismo proyecto que yo, en su tiempo libre, claro, sino que, además, su archivo era casi tan grueso y pesado como el mío. Nos pasamos toda la noche leyendo lo que había descubierto el otro, sin decir nada. No creo que fuésemos conscientes de que no estábamos solos, lo único que veíamos eran las palabras de los papeles. Terminamos prácticamente a la vez, justo cuando el cielo empezaba a iluminarse por el este.

Paul volvió la última hoja, me miró y dijo, en tono práctico: «Esto es muy malo, ¿verdad?». Yo asentí, él también, y después añadió: «Bueno, ¿qué hacemos al respecto?».

Y así fue como se escribió el informe Warmbrunn-Knight…

Me gustaría que la gente dejase de llamarlo así. Había otros quince nombres en el informe: virólogos, espías, analistas militares, periodistas e incluso un observador de la ONU que había estado supervisando las elecciones en Yakarta cuando surgió el primer brote en Indonesia. Todos eran expertos en sus campos, todos habían llegado a conclusiones similares antes incluso de que nos pusiéramos en contacto con ellos. Nuestro informe comprendía menos de cien páginas, era conciso, muy completo, todo lo que considerábamos necesario para aseguramos de que aquel brote nunca adquiriese proporciones epidémicas. Sé que se le ha dado mucha importancia al plan sudafricano, y se lo merece, pero, si más personas hubiesen leído nuestro informe y trabajado para convertir en realidad sus recomendaciones, el plan sudafricano no habría sido necesario.

Pero alguna gente lo leyó y lo siguió. Su propio gobierno…

Apenas, y mire a qué coste.

Belén (Palestina)

[Saladin Kader, de aspecto robusto y educación cuidada, podría pasar por estrella de cine. Resulta amistoso, pero no servil; seguro, pero no arrogante. Es profesor de planificación urbana en la Universidad Khalil Gibran, y, naturalmente, todas sus alumnas lo adoran. Nos sentamos debajo de la estatua del personaje que da nombre a la universidad. Como todo lo demás en una de las ciudades más pobladas de Oriente Medio, su pulida superficie de bronce lanza destellos al sol.]

Nací y crecí en la ciudad de Kuwait. Mi familia era una de las pocas «afortunadas» que no habían sido expulsadas después de 1991, cuando Arafat se unió a Saddam contra el mundo. No éramos ricos, pero tampoco teníamos problemas económicos. Yo vivía con comodidad, incluso podría decirse que era un niño mimado, y, bueno, mis acciones lo demostraron con creces.

Estaba viendo Al Jazeera desde detrás de la barra del Starbucks donde trabajaba todos los días después de clase. Era la hora más concurrida de la tarde y el lugar estaba atestado de gente. Imagínese el escándalo, los abucheos y los silbidos; seguro que el nivel de ruido resultaba equiparable al de la Asamblea General.

Por supuesto que creíamos que se trataba de una mentira sionista, ¿quién no? Cuando el embajador israelí anunció en la Asamblea General de la ONU que su país promulgaba una ley de «cuarentena voluntaria», ¿qué iba a pensar yo? ¿De verdad tenía que creerme la locura de que la rabia africana era una plaga nueva que transformaba a los muertos en caníbales sedientos de sangre? ¿Cómo podíamos tragarnos aquella estupidez, sobre todo teniendo en cuenta que provenía de nuestro enemigo más odiado?

Ni siquiera escuché la segunda parte del discurso de aquel cabrón, la parte en la que ofrecía asilo, sin hacer preguntas, a todos los judíos nacidos en el extranjero, a todos los extranjeros con padres israelíes, a todos los palestinos de los territorios antes ocupados y a todos los palestinos cuyas familias hubiesen vivido en algún momento dentro de las fronteras de Israel. La última parte afectaba a mi familia, que eran refugiados de la guerra sionista de agresión del 67. Siguiendo las instrucciones de los líderes de la Organización para la Liberación de Palestina, huimos de nuestro pueblo, convencidos de que podríamos regresar en cuanto nuestros hermanos egipcios y sirios hubiesen expulsado a los judíos hasta el mar. Yo no había estado nunca en Israel, ni en lo que acabó convertido en el nuevo estado de la Palestina Unificada.

¿
Qué creía usted que había detrás del ardid israelí
?

Esto es lo que pensaba: acababan de echar a los sionistas de los territorios ocupados, aunque, en teoría, se habían ido de forma voluntaria, como en el Líbano o, más recientemente, la Franja de Gaza; pero, en realidad, como había ocurrido antes, sabíamos que los habíamos echado nosotros. Eran conscientes de que el siguiente golpe destruiría por fin aquella ilegalidad a la que llamaban país, y, para prepararse ante ello, intentaban reclutar carne de cañón judía y… y (me creía muy listo por haberlo averiguado) ¡pretendían secuestrar a todos los palestinos que pudieran para utilizarlos de escudos humanos! Tenía todas las respuestas, como todo el mundo a los diecisiete años.

Mi padre no estaba tan convencido de mis ingeniosos conocimientos geopolíticos. Era conserje en el hospital Amiri y había estado de guardia la noche del primer brote importante de rabia africana. No había visto personalmente cómo los cadáveres se levantaban de las mesas, ni la carnicería de pacientes aterrados y guardias de seguridad, pero los resultados que se encontró después lo convencieron de que quedarse en Kuwait era suicida. Estaba decidido a irse el mismo día que Israel hizo su declaración.

A usted tuvo que resultarle difícil oírlo
.

¡Era una blasfemia! Intenté que razonase, convencerlo con mi lógica de adolescente. Le enseñé imágenes de Al Jazeera, las imágenes que habían grabado en el estado de Cisjordania, en Palestina: las celebraciones, las manifestaciones. Cualquiera con ojos podía ver que la liberación total estaba a punto de producirse. Los israelíes se retiraban de todos los territorios ocupados, ¡e incluso se preparaban para evacuar Al Quds, lo que ellos llamaban Jerusalén! Estaba seguro de que todas las luchas entre facciones, la violencia entre nuestras diferentes organizaciones de resistencia, cesarían cuando nos uniésemos para dar el golpe de gracia a los judíos. ¿Es que mi padre no lo veía? ¿No entendía que, en unos años, unos meses, volveríamos a nuestra tierra como liberadores, no como refugiados?

¿
Cómo se resolvió la discusión
?

Decir que se resolvió es un eufemismo. Se resolvió después del segundo brote, el grande de Al Jahrah. Mi padre acababa de dejar su trabajo, había vaciado la cuenta bancaria, así que estábamos… con las maletas hechas y los billetes electrónicos confirmados. La tele rugía de fondo, los antidisturbios entrando por la puerta principal de una casa. No se veía a qué disparaban, pero el informe oficial culpó a los «extremistas pro-occidentales». Mi padre y yo discutíamos, como siempre; él intentaba convencerme de lo que había visto en el hospital, de que, para cuando nuestros líderes reconociesen el peligro, sería tarde para nosotros.

Yo, por supuesto, me reía de su temerosa ignorancia, de que estuviese dispuesto a abandonar «la lucha». ¿Qué se podía esperar de un hombre que se había pasado la vida limpiando retretes en un país que trataba a nuestra gente poco mejor que a los trabajadores temporales filipinos? Había perdido la perspectiva, el respeto. Los sionistas nos ofrecían la promesa hueca de una vida mejor, y él saltaba a recogerla como si fuese un perro al que le tiran las sobras.

Mi padre, con toda la paciencia que pudo reunir, intentó hacerme ver que le tenía tanto aprecio a Israel como cualquier militante mártir de Al Aqsa, pero que parecía ser el único país que se preparaba activamente para la tormenta que se avecinaba, y, sin duda, el único que se ofrecía generosamente a dar refugio y protección a nuestra familia.

Me reí en su cara, y entonces solté la bomba: le dije que ya había encontrado una página web de los Hijos de Yassin
[10]
y que esperaba el correo electrónico de un reclutador que, se suponía, trabajaba en la misma ciudad de Kuwait. Le dije a mi padre que corriese a convertirse en la puta de los judíos si quería, pero que la próxima vez que nos viéramos sería cuando lo rescatase de un campo de internamiento. Estaba muy orgulloso de mis palabras y creía que sonaban muy heroicas; lo miré con rabia, me levanté de la mesa e hice mi declaración final: «¡Los seres peores, para Alá, son los que se obstinan en su incredulidad!»
[11]
.

De repente, la mesa del comedor se quedó en silencio. Mi madre bajó la vista, mis hermanas se miraron entre sí. Sólo se oía el televisor, las palabras frenéticas del enviado especial que le pedía a todo el mundo que mantuviese la calma. Mi padre no era un hombre grande; en aquellos momentos, creo que yo era más grande que él. Tampoco era un hombre malhumorado, no recuerdo haberlo oído levantar la voz antes. Pero vi algo en sus ojos, algo que no reconocía, y, de repente, se lanzó sobre mí como un torbellino, me tiró contra la pared y me dio una bofetada tan fuerte que noté un zumbido en el oído izquierdo. «¡Vendrás con nosotros! —me gritó, mientras me cogía por los hombros y me golpeaba contra el barato panel de yeso—. ¡Soy tu padre! ¡Me tienes que obedecer! —La siguiente bofetada hizo que lo viese todo blanco—. ¡Te vendrás con esta familia o no saldrás vivo de la habitación!»

Después vinieron más zarandeos, empujones, gritos y bofetadas. Yo no entendía de dónde había salido aquel hombre, aquel león que había remplazado a mi dócil y frágil intento de padre. Era un león protegiendo a sus cachorros; él sabía que el miedo era la única arma que le quedaba para salvarme la vida, y, si a mí no me daba miedo la plaga, ¡estaba dispuesto a que lo temiese a él!

¿
Funcionó
?

[Se ríe.] Vaya mártir que resulté ser, porque creo que lloré todo el camino hasta El Cairo.

¿
El Cairo
?

No había vuelos directos entre Israel y Kuwait, ni siquiera desde Egipto una vez que la Liga Árabe impuso sus restricciones de viaje. Tuvimos que volar de Kuwait a El Cairo y después coger un autobús que cruzaba el desierto del Sinaí hasta el cruce de Taba.

Cuando nos acercábamos a la frontera, vi el Muro por primera vez. Estaba todavía sin acabar y unas vigas desnudas de acero se elevaban por encima de los cimientos de hormigón. Sabía lo del infame «muro de seguridad» (qué ciudadano del mundo árabe no lo conocía), pero siempre me habían hecho creer que sólo rodeaba Cisjordania y la Franja de Gaza. Allí fuera, en medio del inhóspito desierto, aquello no hacía más que confirmar mi teoría de que los israelíes esperaban un ataque desde cualquiera de sus fronteras. «Dios —pensé—, por fin los egipcios le han echado cojones.»

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