Gusanos de arena de Dune (59 page)

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Authors: Kevin J. Anderson Brian Herbert

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Gusanos de arena de Dune
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86

Oigo la corneta de la eternidad que me llama.

L
ETO
A
TREIDES
II, registros de Dar-es-Balat

Con los graves daños causados en la ciudad mecánica y la desaparición de la supermente Omnius, los componentes principales de Sincronía dejaron de moverse. Los edificios ya no se movían y cambiaban como piezas interconectadas de un rompecabezas, ya no se morfoseaban en extrañas figuras. Como un inmenso motor roto, la ciudad se había detenido por completo, dejando muchas calles bloqueadas, estructuras medio enterradas o parcialmente formadas, tranvías suspendidos en el aire, colgando de cables electrónicos invisibles. Los cuerpos grotescos de Danzarines Rostro y robots de combate aplastados salpicaban las calles. Columnas de fuego y humo se elevaban al cielo.

Agotada a pesar de la victoria, Sheeana miró a su alrededor, con expresión reverente y complacida. Mientras caminaba sola por una calle arrasada, vio a un muchacho solo entre los edificios altos y exóticos. Leto II, con aspecto cansado, pero mucho más poderoso de lo que jamás le había visto, transformado. Después de dirigir a los gusanos por la ciudad, los había dejado, pero aunque estaba allí, ante ella, seguía siendo parte de los gusanos.

Leto estiró el cuello para mirar a uno de los tranvías colgantes, y Sheeana notó algo extraño en él, una presencia que antes no estaba. Y comprendió.

—Has recuperado tus recuerdos.

—Con todo detalle. He estado repasándolos. —Los ojos de Leto estaban llenos de siglos, y eran totalmente de azul sobre azul debido a la increíble saturación de especia por los cuerpos de los gusanos—. Soy el Tirano. Soy el Dios Emperador. —Su voz sonaba más fuerte, pero llevaba en sí un cansancio profundo y abrumador.

—También eres Leto Atreides, hermano de Ghanima, hijo de Muad’Dib y Chani.

En respuesta, él sonrió, como si le hubiera quitado una parte de su carga.

—Sí, eso también. Soy todo lo que fue mi predecesor… y todo lo que son los gusanos. La perla de sueño que llevaban en su interior se ha abierto. Ya no duerme.

Sheeana pensó en el niño callado de la no-nave. Él había tenido un pasado mucho más dramático que los demás, y ahora aquel niño inocente se había ido para siempre.

—Recuerdo cada muerte que causé. Todas y cada una de ellas. Recuerdo a todos mis Duncans, y la razón por la que murió cada uno. —Alzó la vista, y entonces la cogió del brazo y la empujó hacia un edificio retorcido que estaba medio salido del suelo.

Segundos más tarde, la línea suspensora invisible se partió y el tranvía se estrelló sobre el suelo, justo en el lugar donde ellos habían estado. Entre la chatarra había cuerpos de Danzarines Rostro.

—Sabía que se iba a caer —dijo Leto.

Ella sonrió amablemente.

—Cada uno de nosotros tiene un talento especial.

Los dos treparon por las ruinas de uno de los edificios para tener una mejor vista de la ciudad. Robots confusos y desorientados deambulaban entre los montones humeantes de chatarra y las estructuras rotas, como si esperaran instrucciones.

—Soy un kwisatz haderach —dijo Leto II con voz distante—. Al igual que mi padre. Pero ahora es diferente. ¿Planifiqué yo todo esto hace tiempo, como parte de mi Senda de Oro?

Como si los hubiera llamado, cuatro gusanos de arena salieron ruidosamente del suelo revuelto y destrozado y se elevaron sobre las ruinas. Sheeana oyó un fuerte estruendo y los otros tres gusanos llegaron de otras direcciones, derribando edificios, perforando los escombros. Eran algo más grandes que antes, y los rodearon.

El gusano más grande, al que Sheeana llamaba Monarca, volvió su cabeza hacia ellos. Leto trepó entre los cascotes para acercarse, sin ningún temor.

—Mis recuerdos han vuelto —le dijo a Sheeana, adelantándose—, pero no la existencia que tuve como Dios Emperador, cuando hombre y gusano eran uno. —Monarca apoyó la cabeza al pie del montón de escombros, igual que sus compañeros, como suplicantes ante un rey. El olor a canela generado por la respiración de las bestias impregnaba el ambiente.

Leto estiró el brazo y acarició el borde redondeado de la boca de Monarca.

—¿Soñaremos juntos otra vez? ¿O debería dejar que volvierais a un sueño pacífico?

Sheeana también tocó al gusano, sin miedo, la piel dura de los segmentos.

—Añoro a la gente que conocía —añadió el muchacho con un suspiro—, sobre todo a Ghanima. Vuestro programa ghola no la recuperó conmigo.

—No pensamos en los costes personales ni en las consecuencias —dijo Sheeana—. Lo siento.

Las lágrimas inundaron los ojos azules de Leto.

—Hay tantos recuerdos dolorosos de antes de que tomara a la trucha de arena como parte de mí… mi padre se negó a tomar la misma decisión que yo… se negó a pagar el precio en sangre por la Senda de Oro, pero yo pensaba que era más listo. ¡Oh, cuán arrogantes podemos ser en nuestra juventud!

El gusano más grande se incorporó delante de Leto. Su boca abierta parecía una cueva llena de costosa especia.

—Por suerte, sé cómo regresar a la esencia en sueños del Tirano, el Dios Emperador. Al verdadero hijo de Muad’Dib. —Tras dedicarle una mirada, dijo—: Doy ahora mis últimos sorbos de humanidad. —Y entonces, entró en la inmensa boca y trepó por la verja de dientes cristalinos.

Sheeana sabía lo que estaba haciendo. Ella había intentado hacer lo mismo, pero sin éxito. El gusano engulló a Leto II, cerró la boca y retrocedió. El muchacho se había ido.

Sheeana tuvo que hacer un esfuerzo para que las rodillas no le cedieran. Sabía que jamás volvería a ver a Leto, aunque estaría con los gusanos por toda la eternidad, fundido con Monarca, de nuevo como una perla de conciencia.

—Adiós, amigo mío.

Pero el espectáculo aún no había acabado. Los otros gusanos se elevaron junto a Monarca, con sus inmensas moles. Y ella se quedó inmóvil, fascinada y aterrorizada a un tiempo. ¿La devorarían también a ella? Sheeana se preparó para afrontar su destino, no tenía miedo. De pequeña, cuando un gusano de arena destrozó su poblado en Rakis, Sheeana había corrido al desierto enloquecida, llamando a gritos a la criatura, insultándola, insistiendo en que la comiera también a ella.

—Bien, Shaitán… ¿te apetece comerme ahora?

Pero los gusanos no la querían. En vez de eso, los siete gusanos se juntaron, rodando unos sobre los otros, enroscándose como un montón de serpientes. Ahora que tenían a Leto con ellos, los gusanos se transformaban. Los otros gusanos se enroscaron alrededor del gusano más grande, que se había tragado a Leto. Sus cuerpos envolvieron al gusano como una enredadera envuelve el tronco de un árbol, y luego se movieron todos juntos.

Sheeana retrocedió a tientas para protegerse de los escombros que caían. Los segmentos carnosos de los gusanos empezaron a fundirse y metamorfosearse en un único gusano mucho mayor. Los límites entre las diferentes criaturas cada vez eran menos claros; los segmentos se unieron, dando forma a un único ser: un behemoth más grande incluso que el monstruo más grande del legendario Dune.

Sheeana trastabilló, y cayó hacia atrás, pero no podía apartar la mirada del inmenso gusano de arena que se elevaba ante ella, ondeando, con un cuerpo de cientos de metros.

—Shai-Hulud —murmuró, evitando deliberadamente el término Shaitán, como siempre había hecho. Ciertamente aquel era el divino Viejo Hombre del Desierto. El olor abrumador de la melange era más fuerte que nunca.

Al principio Sheeana pensó que el leviatán acabaría devorándola, pero el gusano gigante se dio la vuelta, penetró en el suelo con un ruido ensordecedor y desapareció perforando el suelo bajo la ciudad mecánica.

Su nuevo hogar.

Un estremecimiento de placer supremo la recorrió. Sabía que bajo la superficie el gran gusano se dividiría. La unión entre Leto II y las criaturas tendría una mayor resistencia a la humedad, y les permitiría sobrevivir hasta que hubieran logrado convertir parte del antiguo planeta de las máquinas en un dominio propio. Algún día, los nuevos gusanos de arena crecerían y se multiplicarían en aquel mundo, acechando siempre bajo la superficie, siempre vigilando.

87

Para derrotar a los humanos, una opción es volverse como ellos, no darles cuartel, perseguir y destruir hasta el último hombre, mujer y niño. Igual que intentaron hacer ellos con nosotros.

E
RASMO
, banco de datos sobre violencia humana

Con mi curiosidad, años de existencia y mi comprensión de los humanos y las máquinas —meditó Erasmo mientras él y Duncan permanecían unidos, fusionados mental y físicamente—, ¿acaso no soy el equivalente mecánico de un kwisatz haderach? ¿El camino más corto para las máquinas pensantes? Puedo estar en muchos lugares a la vez y ver un millar de cosas que Omnius ni siquiera podría imaginar.

—No eres un kwisatz haderach —dijo Duncan. De pronto fue consciente de que sus compañeros corrían hacia él. Pero ahora el metal líquido fluía sobre sus hombros y su rostro, y no sentía ningún deseo de apartarse.

Duncan dejó que la reacción física entre él y el robot continuara. No quería escapar. Como nuevo portaestandarte de la humanidad su obligación era avanzar. Así que abrió su mente y dejó que los datos entraran.

Una voz resonaba en su cabeza, más fuerte que el torbellino de recuerdos y el flujo de datos.
Puedo imprimir todos los códigos claves que buscas, kwisatz haderach. Tus neuronas, incluso tu ADN, forman la estructura de una nueva base de datos interconectada.

Duncan sabía que ya no habría vuelta atrás.
Hazlo.

Las compuertas mentales se abrieron y su mente se llenó con las experiencias del robot y la información fría y organizada. Y empezó a ver las cosas desde este punto de vista que tan ajeno le resultaba.

Durante miles y miles de años de experimentación, Erasmo había tratado de comprender a los humanos. ¿Cómo podían seguir siendo tan misteriosos? El increíble abanico de experiencias del robot hacía que incluso las numerosas vidas de Duncan Idaho parecieran algo insignificante. Visiones y recuerdos pasaban furiosos por la mente del kwisatz haderach, y supo que necesitaría mucho más que una vida para cribar toda aquella información.

Vio a Serena Butler en carne y hueso, con su bebé, y la sorprendente reacción de la multitud a lo que Erasmo pensó que no era más que una muerte insignificante. Humanos enfervorecidos que se levantaron en una lucha que no tenían ninguna posibilidad de ganar. Humanos irracionales, desesperados y, al final, victoriosos. Incomprensible. Ilógico. Y sin embargo, habían conseguido lo imposible.

Durante quince mil años, Erasmo había ansiado comprender, pero le faltaba la revelación más importante. Duncan podía sentir al robot hurgando en su interior, buscando el secreto, no por ninguna necesidad de dominación o conquista, sino porque necesitaba saber.

A Duncan le resultaba difícil concentrarse en medio de tanta información. Finalmente, se retiró, y sintió que el metal líquido se movía en la dirección contraria, separándose de él… aunque no del todo, porque su estructura celular interna había quedado transformada para siempre.

En una epifanía, se dio cuenta de que era una nueva supermente, pero de una clase muy distinta a la original. Erasmo no le había engañado. Con ojos que se extendían por centillones de sensores, Duncan podía ver todas las naves enemigas, los robots de combate y operarios robóticos, cada pequeño eslabón en el imponente imperio renacido.

Y él podía detenerlo todo. Si quería.

Cuando Duncan volvió a su ser, a su cuerpo relativamente humano, miró a través de sus ojos a la gran sala. Erasmo estaba ante él, separado, sonriendo con lo que parecía una satisfacción auténtica.

—¿Qué ha pasado, Duncan? —preguntó Paul.

Duncan dejó escapar un largo suspiro.

—Nada que no haya empezado yo, Paul, pero estoy aquí, he vuelto.

Yueh se acercó apresuradamente.

—¿Estás herido? Pensábamos que habrías quedado atrapado en un coma igual… igual que él. —Y señaló con el gesto a Paolo, que seguía inmóvil.

—Estoy bien… aunque he cambiado. —Duncan miró a su alrededor, a la sala abovedada, y miró afuera, a la inmensa ciudad con una desconocida sensación de asombro—. Erasmo lo ha compartido todo conmigo… incluso lo mejor de sí mismo.

—Un resumen adecuado —dijo el robot, innegablemente complacido—. Al fusionarte conmigo y ahondar en mi interior, te has colocado en una posición de vulnerabilidad. De haber querido ganar este juego, habría tratado de hacerme con tu mente y programarte para que hicieras lo más ventajoso para mí y las máquinas pensantes. Igual que hice con los Danzarines Rostro.

—Pero yo sabía que no lo harías —dijo Duncan.

—¿Por presciencia o por fe? —Una sonrisa astuta apareció en el rostro del robot—. Ahora tienes el control de las máquinas pensantes. Son tuyas, kwisatz haderach… todas, incluido yo. Ahora tienes todo lo que necesitas. Con ese poder en tus manos, cambiarás el universo. Es el Kralizec. ¿Lo ves? Después de todo, hemos hecho que la profecía se convierta en realidad.

En apariencia solo en lo que quedaba de un vasto imperio, Erasmo dio una vuelta por la sala.

—Puedes desconectarlas a todas permanentemente, si es lo que deseas, eliminar a las máquinas pensantes para siempre. O, si tienes valor, puedes hacer algo más útil con ellas.

—Desconéctalas, Duncan —dijo Jessica—. ¡Acaba con esto ahora! Piensa en los trillones de personas que han matado, en los planetas que han destruido.

Duncan se miró las manos con asombro.

—¿Es eso lo más honorable?

Erasmo mantuvo un tono de voz cuidadosamente neutro, no suplicante.

—Durante milenios he estudiado a los humanos y he tratado de entenderles… incluso los he emulado. Pero ¿cuándo fue la última vez que los humanos se molestaron en considerar lo que las máquinas pensantes podían hacer? Os limitáis a despreciarnos. Vuestra Gran Convención con su terrible mandamiento. «No crearás una máquina a semejanza de la mente humana». ¿Es eso lo que quieres realmente, Duncan Idaho? ¿Ganar esta última guerra exterminando hasta el último vestigio de las máquinas… igual que quería hacer Omnius con vosotros? ¿No detestabais a la supermente por esa actitud obcecada? ¿Tienes tú la misma actitud?

—Preguntas mucho —comentó Duncan.

—Y de ti depende elegir una sola respuesta. Te he dado lo que necesitas. —Erasmo se detuvo y esperó.

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