Harry Potter y las Reliquias de la Muerte (38 page)

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Authors: J. K. Rowling

Tags: #fantasía, #infantil

BOOK: Harry Potter y las Reliquias de la Muerte
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—¡No lo decía en ese sentido! ¡De verdad, Harry!

La lluvia seguía martilleando la tienda. Hermione fue presa del llanto, y la emoción de unos minutos atrás se desvaneció por completo, como unos fuegos artificiales que, tras su fugaz estallido, lo hubieran dejado todo oscuro, húmedo y frío. No sabían dónde se hallaba la espada de Gryffindor, y ellos eran tres adolescentes refugiados en una tienda de campaña cuyo único objetivo era no morir todavía.

—Entonces, ¿por qué seguimos aquí? —le espetó Harry a Ron.

—A mí, que me registren.

—¡Pues vuelve a tu casa!

—¡Sí, quizá lo haga! —gritó Ron dando unos pasos hacia Harry, que no retrocedió—. ¿No oíste lo que dijeron de mi hermana? Pero eso a ti te importa un pimiento, ¿verdad? ¡Ah, el Bosque Prohibido! Al valiente Harry Potter, que se ha enfrentado a cosas mucho peores, no le preocupa lo que pueda pasarle a mi hermana allí. Pues mira, a mí sí: me preocupan las arañas gigantes y los fenómenos…

—Lo único que he dicho es que Ginny no estaba sola, y que Hagrid debió de ayudarlos…

—¡Ya, ya! ¡Te importa muy poco! ¿Y qué me dices del resto de mi familia? «Los Weasley ya han sufrido suficiente con sus otros hijos», ¿eso tampoco lo oíste?

—Sí, claro que…

—Pero no te importa lo que significa, ¿verdad?

—¡Ron! —terció Hermione interponiéndose entre los dos chicos—. No creo que signifique que haya pasado nada más, nada que nosotros no sepamos. Piénsalo, Ron: Bill está lleno de cicatrices, mucha gente ya debe de haber visto que George ha perdido una oreja, y se supone que tú estás en el lecho de muerte, enfermo de
spattergroit
. Estoy segura de que sólo se referían a que…

—Ah, ¿estás segura? Muy bien, pues no me preocuparé por ellos. A vosotros os parece muy fácil, claro, porque vuestros padres están a salvo de…

—¡Mis padres están muertos! —bramó Harry.

—¡Los míos podrían ir por el mismo camino! —replicó Ron.

—¡Pues vete! —rugió Harry—. Vuelve con ellos, haz como si te hubieras curado del
spattergroit
y tu mami podrá prepararte comiditas y…

Ron hizo un movimiento brusco y Harry reaccionó, pero antes de que cualquiera de los dos pudiera sacar su varita mágica, Hermione sacó la suya.


¡Protego!
—chilló, y un escudo invisible se extendió dejándolos a ella y a Harry de un lado y a Ron del otro; los tres se vieron obligados a retroceder por la fuerza del hechizo, y Harry y Ron se fulminaron con la mirada desde sus respectivos lados de la barrera transparente, como leyéndose con claridad sus más íntimos pensamientos por primera vez. Harry experimentó un odio corrosivo hacia Ron; se había roto el lazo que los unía.

—Deja el
Horrocrux
—ordenó Harry.

Ron se quitó la cadena y dejó el guardapelo encima de una silla. Entonces se volvió hacia Hermione y dijo:

—Y tú, ¿qué haces?

—¿Cómo que qué hago?

—¿Te quedas o qué?

—Yo… —Parecía angustiada—. Sí, me quedo. Ron, dijimos que acompañaríamos a Harry, que lo ayudaríamos a…

—Vale. Lo prefieres a él.

—¡No, Ron! ¡Vuelve, por favor! —Pero el encantamiento escudo que ella misma había hecho le impedía moverse; para cuando lo hubo retirado, Ron ya se había marchado de la tienda.

Harry se quedó quieto donde estaba, callado, escuchando los sollozos de Hermione, que repetía el nombre de Ron entre los árboles.

Pasados unos momentos, ella regresó con el cabello empapado y pegado a la cara.

—¡Se ha… ido! ¡Se ha desaparecido! —Se dejó caer en una butaca, se acurrucó y rompió a llorar.

Harry estaba aturdido. Recogió el
Horrocrux
y se lo colgó del cuello; luego quitó las sábanas de la cama de Ron y tapó a Hermione. Finalmente subió a la litera de arriba y se quedó contemplando el oscuro techo de lona, escuchando la lluvia.

16
Godric's Hollow

Cuando despertó al día siguiente, Harry tardó unos segundos en recordar qué había pasado. Entonces abrigó la infantil esperanza de que todo hubiera sido un mal sueño y que Ron no se hubiera marchado. Sin embargo, sólo tuvo que volver la cabeza sobre la almohada para comprobar que la cama de su amigo estaba vacía. Esa cama atraía su mirada como si fuera un cadáver, de manera que saltó de la litera y se esforzó por no mirarla. Hermione, que ya estaba atareada en la cocina, no le dio los buenos días, y cuando pasó por su lado, ella miró en otra dirección.

«Se ha ido —se dijo Harry—. Se ha ido.» Y siguió diciéndoselo mientras se lavaba y se vestía, como si repitiendo esas palabras pudiera paliar la conmoción que le producían. «Se ha ido y no volverá.» Ésa era la cruda verdad, y lo sabía porque, por obra de sus sortilegios protectores, una vez que abandonaran aquel emplazamiento, a Ron le sería imposible encontrarlos.

Desayunaron en silencio. Hermione tenía los ojos hinchados y enrojecidos, como si no hubiera dormido. Después recogieron sus cosas, ella con gran parsimonia, como queriendo retrasar al máximo la partida. Harry adivinó por qué, pues en varias ocasiones la vio levantar la cabeza con ansia, creyendo oír pasos bajo la intensa lluvia, pero ninguna figura pelirroja apareció entre los árboles. Cada vez que él la imitaba echando un vistazo alrededor (aún conservaba una pizca de esperanza) y no veía nada más que árboles azotados por la lluvia, la rabia que hervía en su interior se incrementaba. No podía quitarse de la cabeza las palabras de Ron: «¡Creíamos que sabías lo que hacías!», y, con un nudo en la garganta, continuaba recogiendo sus cosas.

El nivel de aquel río de aguas turbias subía rápidamente y en breve inundaría la orilla donde tenían montada la tienda. Tardaron una hora más de lo habitual en levantar el campamento, pero, por fin, tras llenar por completo el bolsito de cuentas por tercera vez, Hermione ya no encontró más pretextos para retrasar la partida. Así pues, se cogieron de la mano y se desaparecieron, trasladándose a una colina cubierta de brezo y azotada por el viento.

Nada más llegar allí, Hermione se alejó y acabó sentándose en una gran roca, cabizbaja; Harry se dio cuenta de que estaba llorando por las convulsiones que la agitaban. Mientras la observaba, supuso que debía ir a consolarla, pero algo lo mantenía clavado en el suelo. Se sentía insensible y tenso, y continuamente recordaba la expresión de desprecio de Ron. Echó a andar por el brezal a grandes zancadas, describiendo un círculo alrededor de la consternada Hermione y realizando los hechizos de protección que normalmente hacía ella.

Pasaron varios días sin hablar de Ron. Harry estaba decidido a no volver a mencionar su nombre jamás, y Hermione parecía saber que era inútil sacar el tema a colación, aunque a veces, por la noche, cuando ella creía que él dormía, Harry la oía llorar. Entretanto, él examinaba de vez en cuando el mapa del merodeador a la luz de la varita, esperando el momento en que el puntito «Ron» apareciera en los pasillos de Hogwarts, lo cual demostraría que había vuelto al acogedor castillo, protegido por su estatus de sangre limpia. Sin embargo, Ron no salía en el mapa. Pasado un tiempo, Harry sólo lo observaba para ver el nombre de Ginny en el dormitorio de las chicas, preguntándose si la intensidad con que lo contemplaba podría infiltrarse en el sueño de la joven y hacerle saber que él la recordaba; confiaba en que no le hubiera pasado nada malo.

Durante el día se dedicaban a determinar las posibles ubicaciones de la espada de Gryffindor, pero, cuanto más hablaban de los sitios donde Dumbledore podría haberla escondido, más desesperadas y rocambolescas eran sus especulaciones. Por mucho que se estrujara el cerebro, Harry no conseguía recordar que Dumbledore hubiera mencionado algún lugar que considerara ideal para esconder algo. Había momentos en que no sabía si estaba más enfadado con Ron o con Dumbledore. «¡Creíamos que sabías lo que hacías…! ¡Creíamos que Dumbledore te había explicado qué debías hacer…! ¡Creíamos que tenías un plan…!»

Harry no podía engañarse; Ron tenía razón: Dumbledore no le había dejado ninguna pista. Era cierto que habían descubierto un
Horrocrux
, pero no disponían de medios para destruirlo, y tenía la sensación de que los otros
Horrocruxes
eran más inalcanzables que nunca. El pesimismo amenazaba con vencerlo, y se asombraba de lo presuntuoso que había sido al aceptar el ofrecimiento de sus amigos de acompañarlo en su inútil y enrevesado viaje. No sabía nada, ni tenía ideas, y además ahora estaba constante y dolorosamente atento a cualquier indicio de que también Hermione fuera a anunciar que se había cansado y se marchaba.

Pasaban muchas veladas casi en silencio, y a veces Hermione sacaba el retrato de Phineas Nigellus y lo ponía encima de una silla, como si ese personaje pudiera llenar parte del hueco que había dejado Ron con su partida. Pese a haberles asegurado que nunca volvería a visitarlos, Nigellus no fue capaz de resistir la tentación de saber más cosas sobre lo que Harry se traía entre manos, y aceptó reaparecer de vez en cuando con los ojos vendados. Harry incluso se alegraba de verlo, porque le hacía compañía, a pesar de que su actitud era un tanto insidiosa y burlona. Los chicos saboreaban cada nueva noticia de lo que ocurría en Hogwarts, aunque Nigellus no era el informador ideal, pues reverenciaba a Snape, el primer director de Slytherin desde que él mandara en el colegio; así que los dos jóvenes debían tener cuidado y no criticarlo, ni formular preguntas impertinentes sobre Snape, porque, si lo hacían, Nigellus se marchaba de inmediato del cuadro.

Aun así, se le escaparon algunos datos aislados: por lo visto, Snape se enfrentaba a una pertinaz rebelión soterrada por parte de un núcleo de alumnos; habían prohibido a Ginny ir a Hogsmeade, y Snape había reinstaurado el viejo decreto de Umbridge que prohibía las reuniones de más de tres alumnos y cualquier tipo de asociación extraoficial.

Por todas esas cosas, Harry dedujo que Ginny, y seguramente también Neville y Luna, habían hecho todo lo posible para mantener unido el Ejército de Dumbledore. Esas escasas noticias le provocaban tantas ganas de ver a Ginny que le dolía el estómago, pero también lo impulsaban a pensar en Ron, en Dumbledore y en el propio Hogwarts, al que echaba de menos casi tanto como a su ex novia. Es más, cuando en una ocasión Phineas Nigellus explicó las enérgicas medidas impuestas por Snape, Harry experimentó una fugaz locura al imaginar que regresaba al colegio para unirse a la campaña de desestabilización del régimen del director, y en ese momento la posibilidad de alimentarse bien, tener una cama blanda y que otros tomaran las decisiones parecía la perspectiva más maravillosa del mundo. Pero entonces recordó un par de cosas: era el Indeseable n.° 1 y habían ofrecido una recompensa de diez mil galeones por él; por tanto, ir a Hogwarts habría sido tan peligroso como entrar en el Ministerio de Magia. Por su parte, Phineas Nigellus subrayó sin darse cuenta ese hecho haciendo preguntas sobre el paradero de Harry y Hermione, pero, cada vez que tocaba el tema, Hermione lo metía bruscamente en el bolsito de cuentas; tras esas poco ceremoniosas despedidas, el profesor Black siempre se negaba a reaparecer hasta pasados varios días.

Como cada vez hacía más frío, no se atrevían a quedarse demasiado tiempo en ninguna región. Así que, en lugar de permanecer en el sur de Inglaterra, donde lo que más les preocupaba era que hubiera una helada negra, siguieron viajando sin rumbo fijo por todo el país, afrontando sucesivamente diversos accidentes climatológicos, como el aguanieve que los sorprendió en la ladera de una montaña, el agua helada que les inundó la tienda mientras se hallaban en una amplia marisma, o la nevada que enterró la tienda casi por completo durante su estancia en una diminuta isla de un lago escocés.

Ya habían visto árboles de Navidad adornados con luces por las ventanas de algunos salones, y una noche Harry decidió sugerir, una vez más, lo que para él era el único camino inexplorado que les quedaba. Acababan de disfrutar de una cena fuera de lo corriente, porque Hermione había entrado en un supermercado bajo la capa invisible (por supuesto, antes de marcharse dejó escrupulosamente el dinero en una caja registradora que estaba abierta), y Harry pensó que le costaría menos persuadirla después de un atracón de espaguetis a la boloñesa y peras en almíbar. Además, fue previsor y le propuso que durante unas horas no se pusieran el
Horrocrux
, que ahora colgaba del extremo de la litera, a su lado.

—Hermione…

—¿Hum?

Hecha un ovillo en una de las hundidas butacas, leía
Los Cuentos de Beedle el Bardo
. Harry no sabía si averiguaría algo más con ese libro, que al fin y al cabo no era muy largo, pero era evidente que todavía intentaba descifrar algo, porque el
Silabario del hechicero
estaba abierto sobre el brazo de la butaca.

Harry carraspeó; tenía la misma sensación que experimentó el día en que, varios años atrás, le preguntó a la profesora McGonagall si podía ir a Hogsmeade, pese a no haber conseguido que los Dursley le firmaran el permiso.

—Hermione, he estado pensando y…

—¿Me ayudas un momento?

Al parecer no lo escuchaba, pues le mostró
Los Cuentos de Beedle el Bardo
.

—Mira ese símbolo —dijo señalando la parte superior de una página. Encima de lo que Harry supuso era el título del cuento (como no sabía leer runas, no estaba seguro) había un dibujo de una especie de ojo triangular, con una línea vertical que atravesaba la pupila.

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