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Authors: Kami Garcia & Margaret Stohl

Tags: #Fantástico, Infantil y juvenil, Romántico

Hermosa oscuridad (2 page)

BOOK: Hermosa oscuridad
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Me tapé la cara con las manos.

Ethan

L, te estoy diciendo que puedes.

Me froté los ojos y estaban húmedos. Encendí la lámpara sin pantalla de la mesita de noche y miré fijamente la bombilla para que se abrasaran mis lágrimas.

Ethan, tengo miedo.

Estoy aquí, a tu lado, y no pienso separarme de ti
.

Volví, torpemente, a hacer el nudo de la corbata, pero Lena seguía allí, sentada en un rincón. Podía sentirla. Mi padre no estaba y la casa parecía vacía. Oí a Amma en el recibidor y un instante después la vi en la puerta, aferrando con fuerza su mejor bolso. Me miró a los ojos. No me llegaba al hombro, pero en aquel momento me pareció una mujer alta. Era la abuela que nunca tuve y la única madre que me quedaba.

Me fijé en la silla que estaba al lado de la ventana. En ella había dejado Amma mi traje de los domingos hacía menos de un año. Luego volví a mirar la bombilla.

Amma extendió el brazo y le di la corbata. A veces tenía la impresión de que Lena no era la única que podía leerme el pensamiento.

Le ofrecí el brazo a Amma mientras subíamos la embarrada pendiente hasta el Jardín de la Paz Perpetua. El cielo estaba encapotado y se puso a llover antes de que llegáramos arriba. Amma llevaba su vestido de luto más respetable y un sombrero de ala ancha que la protegía de la lluvia pero no tapaba el cuello blanco y de encaje del vestido que iba abrochado con un camafeo como muestra de respeto. Ya se lo había visto en abril, como sus mejores guantes, en los que me había fijado cuando, al subir la cima, me cogió del brazo para sostenerme. En esta ocasión, sin embargo, no estaba seguro de quién sostenía a quién.

Yo aún no sabía por qué Macon quería que lo enterrasen en el cementerio de Gatlin, sobre todo teniendo en cuenta la opinión que tenían de él en el pueblo. Pero la abuela de Lena aseguraba que había dejado órdenes estrictas. Había comprado la sepultura en persona hacía años. La familia de Lena parecía disgustada, pero la abuela era tajante. Como cualquier familia sureña digna, la de Macon se sentía obligada a respetar los deseos del difunto.

Estoy aquí, Lena
.

Lo sé
.

Sentí que mi voz la calmaba como si la hubiera cogido entre mis brazos. Levanté la vista y me fijé en la cima de la loma, donde estaría el toldo para la ceremonia. El funeral sería como cualquier otro de Gatlin, lo cual, considerando que se trataba de Macon, no rebaja de resultar irónico.

Todavía no había amanecido y apenas pude distinguir unas formas en la distancia. Eran extrañas y todas diferentes: las lápidas pequeñas y en hileras irregulares de los niños, las recargadas criptas familiares, los desmoronados obeliscos en honor de los caídos del bando confederado adornados con pequeñas cruces de latón. Hasta el general Jubal A. Early, cuya estatua adornaba la plaza mayor del pueblo, estaba allí enterrado. Rodeamos la sepultura de los Moultrie, donde los miembros menos conocidos de la familia llevaban tanto tiempo enterrados que el tronco del magnolio plantado en el borde tapaba las inscripciones de la piedra e impedía su lectura.

Pero eran sagrados. Todos eran sagrados, lo cual significaba que habíamos alcanzado la parte más vieja del camposanto. Por mi madre, yo sabía que las lápidas más antiguas de Gatlin lucían la palabra «sagrado». Seguimos acercándonos y en cuanto mis ojos se acostumbraron a la oscuridad supe a donde se dirigía el sendero de graba y barro. Me acordé del trecho en que, al atravesar la pendiente de hierba moteada de magnolios, llegaba a un banco de piedra. Me acordé de mi padre, que se había sentado en ese banco sin poder hablar ni moverse.

Supuse que el Jardín de la Paz Perpetua de Macon sólo estaba separado por un magnolio del de mi madre y tampoco yo pude moverme. Mis pies se negaron a avanzar.

Los caminos más retorcidos se vuelven rectos entre nosotros
decía un verso ñoño de un poema aún más ñoño que le escribí a Lena el día de San Valentín. Pero en el cementerio se había hecho auténtico. ¿Cómo imaginar que mi madre y su padre, o lo más parecido que Lena tenía a un padre, acabarían en tumbas vecinas?

Amma me cogió la mano y tiró de mí hacia la enorme sepultura de Macon.

—Y ahora, tranquilo.

Atravesamos la verja negra de un metro de alto que en Gatlin adornaba las sepulturas más lujosas y recordaba a la valla de madera blanca que decora el típico hogar de clase media americano —en algunas partes del cementerio una cerca blanca sustituiría a la verja negra—. La recargada puerta de hierro forjado se abrió y entramos en la sepultura, que estaba cubierta de maleza y tenía, como el propio Macon, una atmósfera singular.

En ella, bajo el toldo negro y a un lado del ataúd tallado, también negro, se encontraba ya la familia de Lena: su abuela, tía Del, tío Barclay, Reece, Ryan y Arelia, su madre. Al otro lado del féretro se congregaba un grupo de hombres y una mujer con un manto negro. A pesar de la lluvia, estaban totalmente secos. Era como en las bodas: un pasillo central separaba a los parientes del novio y de la novia, que en esta ocasión, sin embargo, parecían dos clanes en pie de guerra. En la cabeza del ataúd, al lado de Lena, había un anciano. A los pies nos colocamos Amma y yo, bajo el toldo.

Amma me apretó el brazo y sacó de los pliegues del vestido el amuleto de oro que siempre llevaba colgado del cuello. Quería frotarlo. Era más que supersticiosa, era Vidente, descendiente de varias generaciones de mujeres que echaban las cartas del tarot y se comunicaban con los espíritus, y tenía un amuleto o un muñeco para todo. Aquél servía para protegerla. Yo me fijé en los Íncubos que teníamos delante. La lluvia resbalaba por sus hombros sin dejar huella. Ojalá, me dije, sean de los que sólo se nutren de sueños.

Traté de apartar la mirada, pero no me fue fácil. Los Íncubos tenían algo que te envolvía y atrapaba como una telaraña, como un predador. Era tanta la oscuridad que no se les veían los ojos, y casi parecían gente normal. Algunos vestían igual que Macon: traje oscuro y abrigos caros. Uno o dos llevaban vaqueros y botas y las manos metidas en los bolsillos de la cazadora. Parecían trabajadores de la construcción a punto de tomar una cerveza tras culminar su jornada. La mujer, probablemente, fuera un Súcubo. Había leído acerca de ellos, sobre todo en los cómics, y siempre pensé que eran como los hombres lobo, cuentos de viejas. Pero no tardé en salir de mi error: estaba bajo la lluvia y tan seca como todos los demás.

Los Íncubos no se parecían en nada a la familia de Lena: vestían un tejido negro iridiscente que retenía la poca luz que allí había y la refractaba dando la impresión de que eran ellos quienes la emitían. Nunca los había visto así. Era una visión especialmente extraña, teniendo en cuenta el estricto código de vestimenta femenino de los entierros del Sur.

En el centro de la escena estaba Lena, cuyo aspecto era justo lo opuesto de lo mágico. Sus manos reposaban tranquilamente en el ataúd, como si estuviera cogiendo las de Macon, y lucía el mismo tejido brillante que sus parientes, aunque de ella colgaba como una sombra. El pelo lo llevaba sujeto en un moño desigual, sin sus bucles habituales. Parecía destrozada y fuera de lugar, como si se hubiera colocado en el lado equivocado del pasillo, como si perteneciera a la otra familia de Macon, a la que estaba bajo la lluvia.

Lena.

Levantó la vista y me miró. Desde el día de su cumpleaños, cuando en uno de sus ojos apareció un matiz de oro mientras el otro seguía verde oscuro, los colores combinaban para crear tonos que no se parecían en nada a los que yo conocía. Unas veces casi avellana, otras artificialmente dorados. En ese momento estaban más cerca del avellana, es decir, tristes y apagados. Casi no pude resistir las ganas de cogerla y llevarla lejos de allí.

Puedo ir a buscar el Volvo. Nos lo llevamos y bajamos por la costa hasta Savannah. Podemos escondernos en casa de mi tía Caroline.

Di un paso hacia ella. Su familia se apiñaba en torno al ataúd y no podía acercarme sin cruzar la línea que formaban los Íncubos, pero me daba igual.

Ethan, ¡detente! Es peligroso
.

Un Íncubo alto con una cicatriz que le atravesaba la cara y que parecía hecha por un animal salvaje volvió la cabeza para mirarme. Entre nosotros el aire se onduló como el agua de un estanque al tirar una piedra. Fue como un puñetazo. Se me cortó la respiración y no pude reaccionar. Me quedé paralizado, aturdido, inerme.

¡Ethan!

Amma frunció el ceño, pero antes de que se adelantara, el Súcubo cogió a Cara Cortada por el hombro y apretó casi imperceptiblemente. Al instante, quedé libre de la parálisis que me atenazaba y mi sangre volvió a fluir. Amma miró al Súcubo y asintió con agradecimiento. El Súcubo, sin embargo, no le prestó atención y volvió a integrarse en el grupo.

El Íncubo de la cicatriz brutal me guiñó un ojo. Aun sin haber mediado palabra, capté el mensaje:
Hasta pronto, nos vemos en tus sueños
.

Aún contenía la respiración cuando un caballero canoso con un traje pasado de moda y un cordón anudado al cuello al estilo del Sur se aproximó al féretro. Tenía los ojos oscuros y el contraste con el blanco del cabello era muy acusado, tanto que parecía un personaje espeluznante de una película en blanco y negro.

—El Caster funerario —me aclaró Amma entre susurros. A mí me parecía un sepulturero.

El caballero tocó la reluciente madera del ataúd y la filigrana grabada en la tapa se iluminó con un brillo dorado. Era como un antiguo escudo de armas de esos que pueden verse en los museos y en los castillos. Observé un árbol de grandes ramas, un pájaro y, debajo, el sol y la media luna.

—Macon Ravenwood de la Casa de Ravenwood, de Cuervo y Roble, Aire y Tierra, Luz y Tinieblas.

Apartó la mano del ataúd y la luz se apagó. El ataúd quedó como antes.

—¿Es Macon? —le pregunté a Amma entre susurros.

—La luz es simbólica. En la caja no hay nada porque no ha quedado nada que se pueda enterrar. Así son los de la especie de Macon: las cenizas a las cenizas y el polvo al polvo. Igual que nosotros, sólo que mucho más deprisa.

El Caster funerario volvió a hablar.

—¿Quién va a consagrar la travesía de esta alma al Otro Mundo?

La familia de Lena dio un paso al frente.

—Nosotros —dijeron al unísono todos, excepto Lena, que no levantó la vista.

—Y nosotros también —intervinieron los Íncubos acercándose al ataúd.

—Pues dejemos que pase al Otro Mundo.
Redi in pace, ad Ignem Atrum ex quo venisti
—respondió el Caster funerario, que mantuvo la luz sobre su cabeza, donde brilló con mayor intensidad—. Puedes ir en paz; regresa al Fuego Oscuro del que procedes.

El caballero proyectó la luz al aire y sobre el ataúd cayó una lluvia de chispas que se consumieron al tocar la madera. De inmediato, como si respondieran a una indicación, la familia de Lena y los Íncubos alzaron los brazos y soltaron minúsculos objetos de plata muy parecidos a monedas que cayeron al féretro entre llamas doradas. El cielo ya empezaba a cambiar de color, a pasar del negro de la noche al azul que precede al amanecer. Me esforcé por distinguir aquellos objetos, pero estaba demasiado oscuro.


His dictis, solutus est
. Con estas palabras queda libre.

Una cegadora luz blanca se elevó del ataúd. Me resultaba difícil ver al Caster funerario, como si su voz nos hubiera transportado y ya no estuviéramos en el cementerio de Gatlin.

¡Tío Macon! ¡No!

La luz se transformó en relámpago y se apagó. Seguíamos en círculo, con la vista fija en el montículo de polvo y flores que había quedado. El ritual había terminado. Del ataúd no había rastro. Tía Del apoyó las manos en los hombros de Reece y Ryan con gesto protector.

Macon nos había dejado.

Lena se hincó de rodillas en la hierba mojada.

A su espalda, la puerta de la verja se cerró de un golpazo sin que nadie la hubiese tocado. Para Lena, al parecer, el funeral no había concluido. Nadie podía marcharse todavía.

Lena
.

Empezó a arreciar la lluvia. Lena todavía tenía poderes para manejarla. Era una Natural, el más elevado de los seres entre los Caster. Se levantó.

¡Lena! ¡Esto no va a cambiar nada!

Claveles blancos baratos, flores de plástico, hojas de palma y bandas y cintas que quedaban en otras tumbas de las visitas del mes anterior inundaron el aire salieron volando y se desperdigaron por todo el cementerio. Pasarían cincuenta años y en Gatlin aún hablarían del día en que el viento estuvo a punto de arrancar de cuajo los magnolios del Jardín de la Paz Perpetua. El vendaval fue repentino y feroz, una bofetada en la cara de los presentes, un golpe tan violento que todos nos tambaleamos. Sólo Lena, aferrándose a una estela que tenía al lado, permaneció impávida. Se le había soltado el moño y el cabello se agitaba al viento. Ya no era oscuridad y sombras, sino todo lo contrario: el vórtice de luz de la tormenta. Era como si el rayo dorado que rasgaba el cielo emanase de ella. A sus pies, Boo Radley, el perro de Macon, gemía con las orejas gachas.

Él no habría querido esto, L.

Lena se tapó el rostro con las manos y otra ráfaga levantó el toldo, que estaba clavado en la tierra mojada, y lo mandó pendiente abajo dando tumbos.

La abuela de Lena se colocó delante de ella, cerró los ojos y tocó con un sólo dedo las mejillas de su nieta. El vendaval de detuvo. Supe al instante que la anciana había recurrido a sus habilidades de Empath y absorbido los poderes de Lena temporalmente. Lo que no podía asimilar era la ira de Lena. Ninguno de los presentes tenía bastante energía para hacerlo.

El viento se calmó y la lluvia torrencial dejó paso a una ligera llovizna. La abuela bajó la mano y abrió los ojos.

El Súcubo, cuyo aspecto era inusualmente desaliñado, miró al cielo.

—Está a punto de amanecer.

Sobre el horizonte, el sol empezaba a abrirse paso entre las nubes derramando extrañas esquirlas de luz y de vida sobre las desiguales hileras de lápidas. No fue necesario decir más. Los Íncubos empezaron a desmaterializarse y un ruido de succión inundó el aire. El desgarro fue como yo lo había imaginado: se abrió una grieta en el cielo y desaparecieron.

Quise acercarme a Lena, pero Amma me lo impidió.

—¿Ya está? ¿Se han marchado?

—No todos. Mira…

Tenía razón. Quedaba un Íncubo encorvado sobre una lápida erosionada y adornada con un ángel doliente. Parecía mayor que yo, diecinueve años quizás, tenía el pelo negro y corto y la piel pálida propia de los de su clase, sin embargo, no había desaparecido a la salida del sol. Cuando lo miré, salió de debajo de un frondoso roble y se dejó acariciar por la radiante luz de la mañana con los ojos cerrados y el rostro vuelto al sol como si sólo brillase para él.

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