Hijos de la mente (2 page)

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Authors: Orson Scott Card

Tags: #Ciencia ficción

BOOK: Hijos de la mente
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En las consecuencias de ese viaje a velocidades ultralumínicas que Ender deberá emprender en ENDER EL XENOCIDA para evitar un terrible xenocidio, reside el elemento argumental que sustenta la cuarta y última novela de la serie: HIJOS DE LA MENTE. Gracias a Jane, que ha hecho posible un misterioso viaje más allá del universo, Ender ha creado dos nuevos seres, dos «aiúas», réplicas de su hermano Peter el Hegemón y su hermana Valentine. Verdaderos HIJOS DE LA MENTE de Ender, el nuevo Peter y la joven Valentine, con graves problemas de conciencia e identidad, se unen a él en la difícil lucha por salvar Lusitania y encontrar albergue para una Jane condenada a la extinción a medida que la Flota Estelar va cerrando su acceso a la red informática de la galaxia.

Una brillante especulación sobre el ser y la conciencia que no rehúye reflexionar sobre la religión, la política y, en definitiva, el poder. HIJOS DE LA MENTE es el digno colofón de la serie más popular en la ciencia ficción moderna.

Si EL JUEGO DE ENDER se centra en el tema de la formación militar de un líder, LA VOZ DE LOS MUERTOS aporta elementos biológicos y ahonda en la maestría de Card en el tratamiento de los personajes y su emotividad, puede decirse que ENDER EL XENOCIDA e HIJOS DE LA MENTE discurren sobre la posibilidad de ese viaje a velocidades superiores a las de la luz y sus consecuencias de todo tipo, incluso filosóficas.

Tal como ha comentado Faren Miller en Locus, en HIJOS DE LA MENTE se dan cita «el diálogo revelador, la aventura del espacio, y algunos temas mayores como la civilización, la religión, la guerra y la esencia de la naturaleza humana».

Lo cual no es poco.

Pero era lo que teníamos derecho a esperar de la conclusión de la saga de Ender, cuya primera parte se va a llevar pronto al cine para deleite de sus muchos admiradores.

De momento, pasen y disfruten de esa esperada conclusión y no se sorprendan si les hace pensar en lo que es la propia identidad, la inteligencia artificial, la religión, la política y, en definitiva, todo lo que configura ese complejo conglomerado que llamamos civilización. Y a veces también, la humanidad.

MIQUEL BARCELÓ

Agradecimientos

Mi más sincero agradecimiento a:

Glenn Matitka, por el título, que ahora parece tan obvio, pero que nunca se me pasó por la cabeza hasta que él lo sugirió en un debate, en Río Hatrack, de America Online;

Van Gessel, por darme a conocer a Hikari y Kenzaburo Oe, y por su maravillosa traducción al inglés de
Río Profundo
de Shusako Endo;

Stephen Boulet y Sandi Golden, valiosos lectores, entre otros, de Río Hatrack, que pillaron errores tipográficos e inconsistencias del manuscrito;

Tom Doherty y Beth Meacham de Tor, que me permitieron dividir
Ender el Xenocida
en dos para que tuviera la oportunidad de desarrollar y escribir la segunda mitad de la historia adecuadamente;

Kathryn H. Kidd, mi amiga y compañera segadora en los viñedos de la literatura, por sus ánimos capítulo a capítulo;

Kathleen Bellamy y Scott J. Allen por sus servicios de Sísifo;

Kristine y Geoff por sus cuidadosas lecturas que me ayudaron a resolver contradicciones y detalles confusos; y a

Mi esposa, Kristine, y mis hijos, Geoffrey, Emily, Charlie Ben y Zina, por su paciencia con mi extraño horario y alejamiento durante el proceso de escritura, y por enseñarme por qué merece la pena contar historias.

Empecé esta novela en mi casa de Greensboro, Carolina del Norte, y la terminé camino de Xanadu II de Myrtle Beach, en el Hotel Panamá de San Rafael, y en Los Ángeles, en casa de mis queridos primos Mark y Margaret Park, a quienes agradezco su amistad y hospitalidad. Los capítulos fueron aportados en su forma no definitiva a la Reunión de la Ciudad de Río Hatrack de America Online, donde varias docenas de conciudadanos de esa comunidad virtual los bajaron de la red, los leyeron y los comentaron para beneficio mío y del propio libro.

1. NO SOY YO MISMO

«Madre, padre, ¿he hecho bien?»

Últimas palabras de Han Qing-jao, de

Los susurros divinos de Han Qing jao

Si Wang-mu avanzó un paso. El joven llamado Peter la cogió de la mano y la condujo a la nave espacial. La puerta se cerró tras ellos.

Wang-mu se sentó en uno de los asientos reclinables del interior de la pequeña habitación de puertas metálicas. Miró en derredor, esperando ver algo extraño y nuevo. A excepción de las paredes de metal, podría haber sido cualquier despacho del mundo de Sendero. Limpia, pero no de forma demasiado fastidiosa. Amueblada, de modo utilitario. Había visto holos de naves en vuelo: los estilizados cargueros y lanzaderas que entraban y salían de la atmósfera; las vastas estructuras redondeadas de las naves que aceleraban hasta una velocidad tan cercana a la de la luz como la materia podía conseguir. Por un lado, el agudo poder de una aguja; por otro, el enorme poder de un martillo pilón. Pero aquí, en esta sala, ningún poder en absoluto. Sólo era una habitación.

¿Dónde estaba el piloto? Debía de haber uno, pues el joven que estaba sentado frente a ella, murmurando a su ordenador, difícilmente podría controlar una nave capaz de lograr la hazaña de viajar más rápido que la luz.

Y sin embargo eso debía de ser exactamente lo que hacía, pues no había otras puertas que condujeran a otras cámaras. La nave le había parecido pequeña desde fuera; resultaba obvio que esta habitación ocupaba todo el espacio interior. Allá en el rincón estaban las baterías que almacenaban energía de los recolectores solares situados en lo alto de la nave. En aquel cofre, que parecía aislado como un refrigerador, tal vez hubiera comida y bebida. No había más cosas que permitieran soporte vital. ¿Dónde estaba entonces el atractivo del vuelo espacial, si esto era todo lo que hacía falta? Una simple habitación.

Sin otra cosa que mirar, contempló al joven que atendía el terminal. Peter Wiggin, había dicho llamarse. El nombre del antiguo Hegemón, el que unió por primera vez a la raza humana bajo su control cuando la gente vivía en un solo mundo, todas las naciones y razas y religiones y filosofías apiñadas codo con codo, sin ningún sitio adonde ir sino a las tierras de los otros, pues el cielo era entonces un límite, y el espacio un vasto abismo que no podía sortearse. Peter Wiggin, el hombre que gobernó la raza humana. No era él, por supuesto, y él mismo lo admitía. Andrew Wiggin lo enviaba; Wang-mu recordó, por las cosas que el Maestro Han le había dicho, que de algún modo Andrew Wiggin lo había creado. ¿Convertía eso en padre de Peter al gran Portavoz de los Muertos? ¿O era en cierto sentido el hermano de Ender, alguien que no sólo se llamaba igual sino que encarnaba al Hegemón muerto tres mil años antes?

Peter dejó de murmurar, se arrellanó en su asiento, y suspiró. Se frotó los ojos, luego se desperezó y gruñó. Era una falta de delicadeza hacer algo así estando acompañado; la acción que cabía esperar de un burdo campesino.

Él pareció percibir su desaprobación. O tal vez se había olvidado de ella y recordó de pronto que tenía compañía. Sin enderezarse en la silla, volvió la cabeza y la miró.

—Lo siento —dijo—. Había olvidado que no estaba solo.

Wang-mu anhelaba hablarle con atrevimiento, a pesar de toda una vida de abstenerse de hablar de esa manera. Después de todo, él le había hablado con descarado atrevimiento a ella, cuando su nave espacial apareció como una seta recién brotada en el jardín junto al río y emergió con un único frasco de un remedio que podría curar la enfermedad genética de su mundo natal, Sendero. No hacía ni quince minutos que la había mirado a los ojos y le había dicho:

—Ven conmigo y formarás parte de la historia. Harás historia.

Y a pesar de su temor, ella había dicho sí.

Había dicho sí, y ahora estaba sentada en un asiento giratorio viéndole comportarse con rudeza y desperezarse como un tigre delante de ella. ¿Era ésa su bestia-del-corazón, el tigre? Wang-mu había leído al Hegemón. Podía creer que hubiera un tigre en aquel hombre grande y terrible. ¿Pero en éste? ¿En este muchacho? Mayor que Wang-mu, pero ella no era demasiado joven para no reconocer la falta de madurez cuando la veía. ¡Iba a cambiar el curso de la historia! Limpiar la corrupción del Congreso. Detener la Flota Lusitania. Hacer a todos los planetas coloniales miembros con igual derecho de los Cien Mundos. Este muchacho que se desperezaba como un gato de la jungla.

—No tengo tu aprobación —dijo él. Parecía molesto y divertido a la vez. Pero tal vez ella no comprendiera bien los matices de su carácter. Desde luego, era difícil interpretar las muecas de un hombre con los ojos redondos. Tanto su cara como su rostro contenían lenguajes ocultos que ella no podía entender.

—Debes comprender —dijo—. No soy yo mismo.

Wang-mu hablaba el lenguaje común lo bastante bien para comprenderlo.

—¿No te encuentras bien hoy?

Pero supo incluso mientras lo decía que él no había usado la expresión en sentido literal.

—No soy yo mismo —le repitió—. No soy en realidad Peter Wiggin.

—Espero que no —dijo Wang-mu—. Leí acerca de su funeral en el colegio.

—Pero me parezco, ¿verdad? —Activó un holograma en el aire, sobre el terminal de su ordenador. El holograma giró para encarar a Wang-mu; Peter se enderezó y adoptó la misma pose, frente a ella.

—Hay cierto parecido.

—Naturalmente, soy más joven —dijo Peter—. Porque Ender no volvió a verme después de dejar la Tierra cuando tenía… ¿cuántos, cinco años? Un mocoso, en cualquier caso yo era todavía un muchacho. Eso es lo que recordó, cuando me hizo aparecer del aire.

—Del aire no —corrigió ella—. De la nada.

—De la nada tampoco. Me hizo aparecer, de todos modos. —Sonrió torvamente—. Puedo llamar a los espíritus de las vastas profundidades.

Esas palabras significaban algo para él, pero no para Wang-mu. En el mundo de Sendero tendría que haber sido sirvienta y por eso recibió muy poca educación. Más tarde, en la casa de Han Fei-tzu, sus habilidades fueron reconocidas, primero por su antigua ama, Han Qing-jao, y más tarde por el propio maestro. De ambos había adquirido retazos de educación, de manera irregular. Las enseñanzas fueron principalmente técnicas, y la literatura que aprendió era del Reino Medio, o del propio Sendero. Podría citar hasta la saciedad a la gran poetisa Li Qing-jao, de quien su antigua ama llevaba el nombre, pero nada sabía de la poetisa a quien citaba.

—Puedo llamar a los espíritus de las vastas profundidades —repitió él. Y luego, cambiando un poco su voz y sus modales, se respondió a sí mismo—: Vaya, y yo también, o cualquier hombre. ¿Pero vienen cuando los llamas?

—¿Shakespeare? —trató de adivinar ella.

Él sonrió. A Wang-mu le recordó la forma en que los gatos sonríen a las criaturas con las que juegan.

—Eso es lo que se dice siempre cuando un europeo cita a alguien.

—Es divertida —dijo ella—. Un hombre alardea de poder llamar a los muertos; pero el otro dice que el mérito no es llamarlos, sino hacer que vengan.

Él se rió.

—Veo que tienes sentido del humor.

—Esa cita significa algo para ti, porque Ender te llamó de entre los muertos.

Peter pareció sorprendido.

—¿Cómo lo sabías?

Ella sintió un escalofrío de temor. ¿Era posible? —No lo sabía, estaba bromeando.

—Bueno, no es verdad. No literalmente. No resucitó a un muerto. Aunque sin duda cree que podría, si la necesidad fuera imperiosa. —Peter suspiró—. Estoy siendo desagradable. Las palabras acuden a mi mente. No las digo en serio, simplemente acuden.

—Es posible que las palabras acudan a la mente, y sin embargo abstenerse de decirlas en voz alta.

Él puso los ojos en blanco.

—No fui educado para servilismos, como tú.

De modo que ésa era la actitud de alguien que venía de un mundo de gente libre: despreciar a quien, sin culpa alguna, había sido un siervo.

—Me educaron para que guardara para mí, por cortesía, las palabras desagradables —dijo ella—. Pero quizá para ti eso sea sólo otra forma de servilismo.

—Como decía, Real Madre del Oeste, las inconveniencias acuden a mi boca sin que las invite.

—No soy la Real Madre —dijo Wang-mu—. El nombre era una broma cruel….

—Y sólo una persona muy desagradable se burlaría de ti por ello. —Peter hizo una mueca—. Pero a mí me llamaron como al Hegemón. Pensé que al llevar nombres rebuscados y ridículos podríamos tener algo en común.

Ella permaneció sentada en silencio, sopesando la posibilidad de que él hubiera intentado entablar amistad.

—Cobré vida hace muy poco —dijo él—. Cuestión de semanas. Creo que deberías saberlo.

Ella no lo comprendió.

—¿Sabes cómo funciona esta astronave?

Ahora saltaba de un tema a otro, poniéndola a prueba. Bien, ya había tenido pruebas de sobra.

—Al parecer una se sienta dentro y la examina un extranjero desagradable —dijo.

El sonrió y asintió.

—Donde las dan las toman. Ender me dijo que no eras criada de nadie.

—Fui la fiel y leal sirviente de Qing-jao. Espero que Ender no te mintiera respecto a eso.

El ignoró la puntualización.

—Una mente propia. —Otra vez sus ojos la midieron; otra vez ella se sintió completamente penetrada por su mirada, como se había sentido cuando la miró por primera vez junto al río—. Wang-mu, no hablo metafóricamente cuando te digo que acaban de crearme. Me hicieron, ¿comprendes? No nací. Y la forma en que me hicieron tiene mucho que ver con cómo funciona esta nave. No quiero aburrirte explicando cosas que ya comprendes, pero debes saber lo que soy, no quién soy, para comprender por qué te necesito conmigo. Así que vuelvo a preguntarte: ¿Sabes cómo funciona esta astronave?

Ella asintió.

—Creo que sí. Jane, el ser que habita en los ordenadores, tiene en su mente la imagen más perfecta que puede de la nave y de todos los que estamos dentro de ella. La gente también tiene una imagen de sí misma y de quién es y todo eso. Entonces ella se lo lleva todo desde el mundo real a un lugar de la nada, cosa que no requiere tiempo alguno, y lo devuelve a la realidad en el lugar que elija, cosa que tampoco lleva ningún tiempo. Las astronaves tardan años en llegar de un mundo a otro, pero de este modo todo sucede en un instante.

Peter asintió.

—Muy bien. Pero tienes que entender que durante el tiempo que la nave está en el Exterior no está rodeada por la nada, sino por incontables aiúas.

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