—No, Jane no me lo ha dicho. Es que conozco a Ender —dijo Miro—. Se toma su matrimonio muy en serio.
—Sí, bueno, ha dejado algo así como un vacío de poder por aquí —contestó Olhado—. Y no es que todo el mundo haga mal su trabajo. Quiero decir que el sistema funciona y todo eso. Pero era a Ender a quien todos acudíamos para que nos dijera qué hacer cuando el sistema dejaba de funcionar. ¿Sabes a qué me refiero?
—Lo sé —dijo Miro—. Y puedes hablar de eso delante de Jane. Sabe que va a ser desconectada en cuanto el Congreso Estelar culmine su plan.
—Es más complicado que eso —respondió Grego—. La mayoría de la gente no conoce el peligro que corre Jane… de hecho, la mayoría ni siquiera sabe que existe. Pero saben sumar dos y dos y se dan cuenta de que, incluso a plena carga, no hay manera de sacar a todos los humanos de Lusitania antes de que llegue la flota. Mucho menos a los pequeninos. Por lo tanto, saben que, a menos que se detenga a la flota, alguien tendrá que quedarse aquí a morir. Ya hay quienes dicen que hemos malgastado suficiente espacio en las naves para árboles e insectos.
Al decir «árboles» se refería, naturalmente, a los pequeninos, quienes de hecho no estaban transportando a padres y madres-árbol; al decir «insectos» se refería a la Reina Colmena, que tampoco estaba desperdiciando espacio enviando muchas obreras. Pero en cada mundo que estaban colonizando había un buen número de pequeninos y al menos una reina colmena y un puñado de obreras para ayudarla a empezar. No importaba que fuera la Reina Colmena de cada mundo la que produjera rápidamente obreras que hacían el grueso del trabajo para iniciar la agricultura; no importaba que, por no llevar árboles consigo, al menos un macho y una hembra de cada grupo de pequeninos tuvieran que ser «plantados»: morir lenta y dolorosamente para que un padre-árbol y una madre-árbol echaran raíces y mantuvieran el ciclo de vida pequenina. Todos sabían (Grego mejor que nadie, pues recientemente había estado metido en el meollo del asunto) que bajo la tranquila superficie subyacía una corriente de competencia entre las especies.
Y no era sólo cosa de los humanos. Mientras que en Lusitania los pequeninos seguían superando a los hombres en gran número, en las nuevas colonias los humanos predominaban. «Es vuestra flota la que viene a destruir Lusitania —decía Humano, el actual líder de los padres-árbol—. Y aunque todos los humanos de Lusitania murieran, la raza humana continuaría, mientras que para la Reina Colmena y nosotros está en juego nada menos que la supervivencia de nuestras especies. Y, sin embargo, comprendemos que debemos dejar a los humanos dominar durante un tiempo estos nuevos mundos, dado vuestro conocimiento de habilidades y tecnologías que nosotros aún no dominamos, dada vuestra práctica en someter nuevos mundos, y porque seguís teniendo el poder de prender fuego a nuestros bosques.» Humano lo decía de un modo muy razonable, su resentimiento oculto por un lenguaje amable, pero muchos otros pequeninos y padres-árbol lo decían más apasionadamente: «¿Por qué deberíamos dejar a los invasores humanos, que nos trajeron todo este mal, salvar a casi toda su población mientras que la mayoría de nosotros muere?»
—El resentimiento entre las especies no es nada nuevo —dijo Miro.
—Pero hasta ahora teníamos a Ender para contenerlo —repuso Grego—. Los pequeninos, la Reina Colmena y la mayoría de la población humana veían a Ender como un interlocutor justo, alguien en quien confiar. Sabían que mientras estuviera a cargo de las cosas, mientras su voz se dejara oír, sus intereses estarían protegidos.
—Ender no es la única buena persona que dirige este éxodo —dijo Miro.
—Es una cuestión de confianza, no de virtud —intervino Valentine—. Los no-humanos saben que Ender es el Portavoz de los Muertos. Ningún otro humano ha hablado jamás en favor de otra especie de esa forma. Y sin embargo los humanos saben que Ender es el Xenocida, que cuando la raza humana recibió la amenaza de un enemigo hace incontables generaciones, fue él quien actuó para detenerlo y salvar a la humanidad de la aniquilación. No hay exactamente un candidato con cualificaciones similares dispuesto a ocupar el puesto de Ender.
—¿Y qué tiene eso que ver conmigo? —preguntó Miro bruscamente—. Nadie me hace caso. No tengo contactos. Desde luego, no puedo ocupar el lugar de Ender, y ahora mismo estoy cansado y necesito dormir. Mirad a la joven Val, está medio muerta de cansancio también.
Era cierto; apenas podía tenerse en pie. Miro extendió de inmediato la mano para sujetarla; agradecida, ella se apoyó en su hombro.
—No queremos que ocupes el lugar de Ender —dijo Olhado—. No queremos que nadie ocupe su puesto. Queremos que él lo haga.
Miro se echó a reír.
—¿Piensas que puedo persuadirlo? ¡Tenéis a su hermana aquí mismo! ¡Enviadla a ella!
La Vieja Valentine hizo una mueca.
—Miro, no quiere verme.
—¿Y qué te hace pensar que querrá verme a mí?
—A ti no, Miro. A Jane. La joya de tu oreja. Miro los miró, desconcertado.
—¿Quieres decir que Ender se ha quitado la suya?
Pudo oír a Jane decirle al oído:
—He estado ocupada. No me pareció importante mencionártelo.
Pero Miro sabía cómo había devastado aquello a Jane antes, cuando Ender la desconectó. Ahora ella tenía otros amigos, sí, pero eso no significaba que no le resultara doloroso.
La Vieja Valentine continuó:
—Si puedes verle y convencerle de que hable con Jane…
Miro sacudió la cabeza.
—Se quitó la joya… ¿no os dais cuenta de que eso es definitivo? Se ha comprometido a seguir a Madre en el exilio. Ender nunca renuncia a sus compromisos.
Todos sabían que era verdad. Sabían, de hecho, que no habían acudido a Miro con la esperanza real de que consiguiera lo que necesitaban, sino como un último acto de desesperación.
—Así que dejamos que las cosas sigan su curso —dijo Grego—. Nos dejamos hundir en el caos. Y luego, acosados por la guerra entre especies, moriremos en el oprobio cuando llegue la flota. Jane tiene suerte; ya habrá muerto cuando eso suceda.
—Dile que gracias —comunicó Jane a Miro.
—Jane dice que gracias —informó Miro—. Tienes mucho tacto, Grego.
Grego se ruborizó, pero no retiró lo dicho.
—Ender no es Dios —dijo Miro—. Lo haremos lo mejor que sepamos sin él. Pero ahora mismo lo mejor que podemos hacer es…
—Dormir, lo sabemos —intervino la Vieja Valentine—. Pero no en la nave esta vez. Por favor. Nos duele el corazón de ver lo cansados que estáis los dos. Jakt ha traído el taxi. Venid a casa y dormid en una cama.
Miro se volvió hacia la Joven Val, que seguía apoyada en su hombro, adormilada.
—Los dos, por supuesto —dijo la Vieja Valentine—. No me perturba tanto su existencia como todos parecéis pensar.
—Por supuesto que no —dijo la joven Val. Extendió un brazo agotado, y las dos mujeres que llevaban el mismo nombre se cogieron de la mano. Miro vio cómo la Joven Val se separaba de él para apoyarse en el brazo de la Vieja Valentine. Sus propios sentimientos le sorprendieron. En vez de sentir alivio porque hubiera menos tensión entre ellas de lo que pensaba, estaba furioso. Furioso de celos, eso era. «Ella se estaba apoyando en mí», quiso decirle. ¿Qué clase de respuesta infantil era ésa?
Y entonces, mientras las miraba marcharse, vio lo que no debería haber visto: Valentine se estremeció. ¿Fue un escalofrío súbito? La noche era fría, en efecto. Pero no, Miro estaba seguro de que era el contacto con su joven gemela, y no el aire nocturno, lo que hizo temblar a la Vieja Valentine.
—Vamos, Miro —dijo Olhado—. Te llevaremos en el hovercar a casa de Valentine.
—¿Nos detendremos a comer por el camino?
—También es la casa de Jakt —dijo Elanora—. Siempre hay comida.
Mientras el hovercar los llevaba a través de Milagro, el poblado humano, pasaron cerca de algunas de las docenas de naves que estaban en servicio. El trabajo de emigración no cesaba de noche. Los estibadores (muchos de ellos pequeninos) cargaban suministros y equipo para su transporte. Las familias hacían cola para llenar el espacio que pudiera haber en las cabinas. Jane no descansaría esa noche mientras llevaba caja tras caja al Exterior y de nuevo al Interior. En otros mundos se alzaban nuevas casas, se araban nuevos campos. ¿Era de día o de noche en aquellos otros lugares? No importaba. En cierto modo ya habían tenido éxito: se estaban colonizando nuevos mundos y, gustara o no, cada mundo tenía su colmena, su nuevo bosque pequenino y su aldea humana.
Si Jane muriera hoy, pensó Miro, si la flota llegara mañana y nos redujera a todos a cenizas, ¿qué importaría en el gran esquema de las cosas? Las semillas han sido esparcidas al viento; algunas, al menos, echarán raíces. Y si el viaje más rápido que la luz muere con Jane, incluso eso podría ser para bien, pues obligará a cada uno de esos mundos a luchar por sí mismo. Algunas colonias fracasarán y morirán, sin duda. En algunas de ellas estallará la guerra, y tal vez una especie u otra sea aniquilada. Pero no será la misma especie la que muera en cada mundo, o la misma especie la que viva; y en algunos mundos, al menos, encontraremos un modo de vivir en paz. Y lo que nos queda son los detalles. El que este o aquel individuo viva o muera importa, por supuesto, pero no tanto como la supervivencia de las especies.
Debía de haber estado subvócalizando algunos de sus pensamientos, porque Jane le contestó.
—¿No tiene un programa de ordenador ojos y oídos? ¿No tengo corazón o cerebro? ¿Cuando me haces cosquillas, no me río?
—Francamente, no —dijo Miro en silencio, moviendo los labios y la lengua y los dientes para dar forma a palabras que sólo ella podía oír.
—Pero cuando yo muera, todos los seres de mi especie morirán también —dijo ella—. Perdóname si considero que esto tiene significado cósmico. No soy tan abnegada como tú, Miro. No considero estar viviendo un tiempo prestado. Era mi firme intención vivir eternamente, así que cualquier cosa menor es una decepción.
—Dime qué puedo hacer y lo haré. Moriría por salvarte, si eso es lo que hace falta.
—Afortunadamente, morirás tarde o temprano, no importa lo que suceda —dijo Jane—. Ése es mi único consuelo, que al morir no hago más que enfrentarme al mismo destino que el resto de las criaturas vivas. Incluso esos árboles que viven tanto. Incluso esas reinas de colmena que transmiten sus recuerdos de generación en generación. Pero yo, ay, no tendré hijos. ¿Cómo podría tenerlos? Sólo soy una criatura de mente. Nadie ha pensado en apareamientos mentales.
—Es una lástima, porque apuesto a que serías magnífica en el catre virtual.
—La mejor.
Guardaron silencio un rato.
Sólo cuando se acercaban a casa de Jakt, un edificio nuevo de las afueras de Milagro, Jane volvió a hablar.
—Recuerda, Miro, que haga lo que haga Ender con su propio yo, cuando la joven Valentine habla sigue siendo el aiúa de Ender quien habla.
—Lo mismo sucede con Peter —dijo Miro—. Ahí hay una pega. Digamos que la Joven Val, por dulce que sea, no representa exactamente una visión equilibrada de nada. Ender puede controlarla, pero ella no es Ender.
—Hay demasiados Ender, ¿verdad? Y, al parecer, yo también sobro, al menos en opinión del Congreso Estelar.
—Somos demasiados —dijo Miro—. Pero nunca suficientes.
Llegaron. Miro y la joven Val entraron. Comieron rápidamente; se quedaron dormidos nada más acostarse. Miro fue consciente de oír voces en la lejanía esa noche, pues no durmió bien, sino que despertó varias veces, incómodo en aquel colchón tan blando, y tal vez incómodo por hallarse apartado de su deber, como un soldado que se siente culpable por haber abandonado su puesto.
A pesar de su cansancio, Miro no durmió hasta tarde. De hecho, el cielo estaba todavía oscuro cuando se despertó poco antes del amanecer y, como era su costumbre, se levantó inmediatamente de la cama, temblando adormilado mientras los últimos restos del sueño huían de su cuerpo. Se vistió y salió al salón para buscar el cuarto de baño y orinar. Al hacerlo, oyó voces en la cocina. O bien la conversación de la noche anterior continuaba, o algún otro madrugador neurótico había rechazado la soledad matutina y charlaba como si el amanecer no fuera la oscura hora de la desesperación.
Se detuvo ante su puerta abierta, dispuesto a entrar y dejar fuera aquellas voces. Entonces advirtió que una de ellas pertenecía a la Joven Val. Comprendió que la otra era la de la Vieja Valentine. De inmediato se dio la vuelta y se acercó a la cocina, y de nuevo vaciló en el umbral.
Cierto, las dos Valentines estaban sentadas a la mesa, una frente a la otra, pero sin mirarse. Miraban por la ventana mientras se tomaban uno de los zumos de fruta y verduras de la Vieja Valentine.
—¿Te apetece uno, Miro? —preguntó la Vieja Valentine, sin alzar la cabeza.
—Ni en mi lecho de muerte —dijo Miro—. No pretendía interrumpiros.
—Bien —dijo la Vieja Valentine.
La joven Valentine continuó sin decir nada.
Miro entró en la cocina, se acercó al fregadero, y se sirvió un vaso de agua, que bebió de un largo trago.
—Te dije que era Miro quien estaba en el cuarto de baño —dijo la Vieja Valentine—. Nadie procesa tanta agua al día como este querido muchacho.
Miro se echó a reír, pero no oyó reírse a la Joven Val.
—Estoy interrumpiendo vuestra conversación —dijo—. Me voy.
—Quédate —pidió la Vieja Valentine.
—Por favor —dijo la joven Val.
—¿Para complacer a cuál? —preguntó Miro. Se volvió hacia ella y sonrió.
Val le acercó una silla con el pie.
—Siéntate. La señora y yo estábamos hablando sobre nuestra condición de gemelas.
—Decidimos que tengo la responsabilidad de morir primero —dijo la Vieja Valentine.
—Al contrario —repuso la joven Val—, decidimos que Gepetto no creó a Pinocho porque quisiera un niño de verdad. Siempre quiso una marioneta. Toda la historia del niño de verdad fue sólo a causa de la pereza de Gepetto. Quería que la marioneta bailara… pero no quería tomarse la molestia de tirar de los hilos.
—Tú eres Pinocho —dijo Miro—. Y Ender…
—Mi hermano no intentó hacerte —dijo la Vieja Valentine—. Y tampoco quiere controlarte.
—Lo sé —susurró la Joven Val. Y de repente hubo lágrimas en sus ojos.
Miro extendió una mano para colocarla sobre la suya en la mesa, pero de inmediato ella la retiró. No, no estaba evitando su contacto, simplemente alzó la mano para secarse las molestas lágrimas de los ojos.