La primera vez que se cruzaron Novinha ni siquiera alzó la cabeza. No le hacía falta. Sabría sin necesidad de mirar que el hombre que la acompañaba justo después de haberse negado a ver su marido tenía que ser él mismo. Ender sabía que ella lo sabría, y también que era demasiado orgullosa para mirarlo y demostrar que quería volver a verlo. Estudiaría las malas hierbas hasta quedarse medio ciega, porque Novinha no era de las que se doblegan ante la voluntad de nadie.
Excepto, por supuesto, ante la voluntad de Jesús. Ése era el mensaje que le había enviado, el mensaje que le había traído aquí, decidido a hablar con ella. Una breve nota en el lenguaje de la Iglesia. Se separaba de él para servir a Cristo entre los Filhos. Se sentía llamada a esta obra. Ender tenía que considerar que ya no tenía ninguna responsabilidad hacia ella, y no debía esperar de ella sino lo que con gusto daría a cualquier hijo de Dios. Era un mensaje frío, pese a la amabilidad de su redacción.
Tampoco Ender era de los que se doblegaban fácilmente a la voluntad de nadie. En vez de obedecer el mensaje, se presentaba decidido a hacer justo lo contrario de lo que le habían pedido. ¿Y por qué no? Novinha tenía un historial terrible en cuanto a la toma de decisiones. Cada vez que decidía hacer algo por el bien de alguien, acababa destruyéndolo sin querer. Como en el caso de Libo, su amigo de la infancia y amante secreto, el padre de todos sus hijos durante su matrimonio con aquel otro hombre violento y estéril que fue su marido hasta que murió. Temiendo que muriera a manos de los pequeninos, como su padre, Novinha le ocultó los vitales descubrimientos que había hecho sobre la biología del planeta Lusitania, por miedo a que ese conocimiento lo matara. En cambio, fue la ignorancia de esa misma información la que lo llevó a la muerte. Lo hizo por su bien y sin querer lo mató.
Sería de suponer que aprendió algo de eso, pensó Ender. Pero sigue haciendo lo mismo. Tomando decisiones que deforman las vidas de los demás, sin consultar con ellos, sin concebir siquiera que tal vez no quieren que los salve de las supuestas tristezas de las que quiere salvarlos.
Si ella se hubiera casado simplemente con Libo en primer lugar y le hubiera contado todo lo que sabía, él probablemente seguiría vivo y Ender nunca se habría casado con su viuda ni la habría ayudado a educar a sus hijos más jóvenes. Era la única familia que Ender había tenido y que podía esperar tener. Por equivocadas que fueran las decisiones de Novinha, la época más feliz de su vida había sido consecuencia de uno de sus más terribles errores.
Al cruzarse por segunda vez, Ender vio que ella seguía, tozudamente, dispuesta a no hablarle, así que, como siempre, él cedió primero y rompió el silencio entre ambos.
—Los Filhos están casados, lo sabes. Es una orden de matrimonios. No puedes convertirte en miembro pleno sin mí.
Ella dejó de trabajar. La hoja de la azada reposó sobre el suelo intacto, el mango en sus dedos enguantados.
—Puedo desherbar la remolacha sin ti —dijo finalmente.
El corazón de Ender saltó de alivio: había penetrado su velo de silencio.
—No, no puedes —dijo—. Porque estoy aquí.
—Eso son patatas. No puedo impedirte que me eches una mano con las patatas.
A su pesar, los dos se echaron a reír; con un gruñido ella se enderezó, dejó que el mango de la azada cayera al suelo, y cogió las manos de Ender entre las suyas, un contacto que le provocó un escalofrío a pesar de las dos capas de guante grueso que había entre sus palmas y dedos.
—Si profano con mi contacto… —empezó a decir Ender. —Nada de Shakespeare. Nada de «dos labios sonrojando a prestos peregrinos».
—Te echo de menos —dijo él.
—Supéralo.
—No tengo por qué. Si tú te unes a los Filhos, yo también. Ella se rió.
Ender no tuvo en cuenta su desdén.
—Si un xenobiólogo puede retirarse de este mundo de sufrimiento sin sentido, ¿por qué no puede hacerlo un viejo portavoz de los muertos jubilado?
—Andrew —dijo ella—. No estoy aquí porque haya renunciado a la vida. Estoy aquí porque he vuelto realmente mi corazón al Redentor. Tú nunca podrías hacerlo. No perteneces a esto.
—Pertenezco si tú perteneces. Hicimos un voto. Un voto sagrado que la Santa Iglesia no nos permitirá ignorar. Por si se te ha olvidado.
Ella suspiró y contempló el cielo por encima del muro del monasterio. Más allá del muro, atravesando prados, una verja, subiendo una colina, tras entrar en los bosques… allí había ido el gran amor de su vida, Libo, y allí había muerto. En el lugar donde Pipo, su padre, que era también como un padre para ella, había ido antes para morir igualmente. Su hijo Esteváo había ido a otro bosque, y también había muerto, pero Ender supo, al observarla, que cuando veía el mundo más allá de aquellos muros, eran todas aquellas muertes lo que veía. Dos de ellas habían tenido lugar antes de que Ender llegara a Lusitania. Pero la muerte de Esteváo… ella le había suplicado a Ender que le impidiera ir al peligroso lugar donde los pequeninos hablaban de guerra, de matar a los humanos. Sabía tan bien como Ender que detener a Esteváo habría sido igual que destruirlo, pues no se había hecho sacerdote para estar a salvo, sino para intentar llevar el mensaje de Cristo a aquella gente. Fuera cual fuese la alegría de los primeros mártires cristianos, sin duda había acudido a Esteváo mientras moría lentamente en el abrazo de un árbol asesino. Fuera cual fuese el consuelo que Dios les enviaba en su hora de supremo sacrificio. Pero Novinha no había sentido esa alegría. Al parecer, Dios no hacía extensivo su consuelo a los parientes. Y en su pena y su furia, ella echaba la culpa a Ender. ¿Por qué se había casado con él, si no para ponerse a salvo de aquellos desastres?
Él nunca le había dicho lo más obvio: si había alguien a quien echar la culpa, era a Dios, no a él. Después de todo, era Dios quien había convertido en santos (bueno, casi santos) a sus padres, fallecidos mientras descubrían el antídoto para el virus de la descolada cuando ella era sólo una niña. Sin duda fue Dios quien condujo a Esteváo a predicar entre los más peligrosos pequeninos. Sin embargo, en su pena era a Dios a quien recurría, y se apartaba de Ender, que sólo había pretendido lo mejor para ella.
Nunca lo había dicho porque sabía que ella no le escucharía. Y también se abstuvo de decirlo porque sabía que veía las cosas de otro modo. Si Dios se llevó a sus padres, a Pipo, a Libo, y finalmente a Esteváo, era porque Dios era justo y la castigaba por sus pecados. Pero cuando Ender no consiguió que Esteváo renunciara a su misión suicida entre los pequeninos, fue porque era ciego, obstinado, testarudo y rebelde, y porque no la amaba lo suficiente.
Pero él la amaba. De todo corazón, la amaba.
¿De todo corazón?
Tanto como sabía. Y sin embargo, cuando sus más profundos secretos se revelaron en aquel primer viaje al Exterior, no fue a Novinha a quien su corazón conjuró. Así que al parecer había alguien que le importaba todavía más.
Bueno, no podía evitar lo que sucedía en su subconsciente, como tampoco podía Novinha. Lo único que controlaba era lo que hacía realmente, y lo que ahora hacía era demostrarle a Novinha que a pesar de que intentaba mantenerlo apartado, no lo conseguiría. Tanto daba si Novinha creía que prefería a Jane y su relación con los grandes asuntos de la raza humana. No era cierto, ella le importaba más que nada. Renunciaría a todo por ella. Desaparecería por ella tras los muros de un monasterio. Desbrozaría hilera tras hilera de plantas bajo el cálido sol. Por ella. Pero ni siquiera eso era suficiente. Novinha insistía en que lo hiciera no por ella, sino por Cristo. Bueno, era una lástima. No estaba casado con Cristo, ni ella tampoco. Con todo, a Dios no podía desagradarle que un marido y una esposa se lo dieran todo mutuamente. Sin duda eso era parte de lo que Dios esperaba de los seres humanos.
—Sabes que no te echo la culpa de la muerte de Quim —dijo ella, empleando el viejo apodo familiar de Esteváo.
—No lo sabía, pero me alegro.
—Lo hice al principio, aunque siempre supe que era irracional. Él fue porque quiso, y era demasiado mayor para que un padre molesto lo detuviera. Si yo no pude, ¿cómo podrías haberlo hecho tú?
—Ni siquiera quise detenerlo —dijo Ender—. Quería que fuera. Era la culminación de la ambición de su vida.
—Ahora lo sé. Es verdad. Fue bueno que fuera, incluso fue bueno que muriese, porque su muerte significó algo, ¿verdad? —Salvó a Lusitania de un holocausto.
—Y llevó a muchos a Cristo. —Se echó a reír, la vieja risa, la risa irónica que él había llegado a apreciar tanto por ser tan rara—. Árboles por Jesús. ¿Quién lo habría imaginado?
—Ya lo llaman San Esteban de los Árboles.
—Es prematuro. Hace falta tiempo. Primero debe ser beatificado. Ante su tumba tendrán que producirse milagros de curación. Créeme, conozco el proceso.
—Los mártires no abundan últimamente —dijo Ender—. Será beatificado. Será canonizado. La gente rezará para que interceda ante Jesús por ellos, y funcionará, porque si alguien se ha ganado el derecho a que Cristo le oiga es tu hijo Esteváo.
Las lágrimas corrieron por las mejillas de Novinha, aunque volvió a reírse.
—Mis padres fueron mártires y serán santos; también mi hijo. La piedad se saltó una generación.
—Oh, sí. La tuya fue la generación del hedonismo egoísta.
Finalmente se volvió, las mejillas sucias de lágrimas, con aquel rostro sonriente y esos ojos cuya mirada penetraba en su corazón. La mujer que amaba.
—No lamento mi adulterio —dijo—. ¿Cómo puede perdonarme Cristo si no me arrepiento? Si no me hubiera acostado con Libo, mis hijos no habrían existido. Sin duda Dios no desaprobará eso.
—Creo que lo que Jesús dijo fue: «Yo, el Señor, perdonaré a quien perdone. Pero a vosotros se os exige que perdonéis a todos los hombres.»
—Más o menos —dijo ella—. No soy una experta en las Escrituras. —Extendió la mano y le acarició la mejilla—. Eres tan fuerte, Ender. Pero pareces cansado. ¿Cómo puedes cansarte? El universo de los seres humanos todavía depende de ti. Si no toda la humanidad, al menos este mundo. Tienes que salvar este mundo. Pero estás cansado.
—Lo estoy, hasta la médula —dijo él—. Y tú me has quitado el último aliento que me quedaba.
—Qué extraño. Pensaba que lo que te había quitado era el cáncer de tu vida.
—No eres muy buena decidiendo lo que las demás personas quieren y necesitan oír de ti, Novinha. Nadie lo es. Es muy probable que todos hagamos daño en vez de ayudar.
—Por eso vine aquí, Ender. He renunciado a tomar decisiones. Deposité mi confianza en mi propio juicio. Luego la deposité en ti. La deposité en Libo, en Pipo, en mis padres, en Quim, y todos me decepcionaron y se marcharon o… no, sé que tú no te marchaste, y sé que no fuiste tú quien… Pero óyeme, Andrew, óyeme. El problema no estaba en la gente en quien confiaba, el problema fue que confiaba en ella cuando ningún ser humano podría darme lo que necesitaba. Necesitaba liberación. Necesitaba, necesito, redención. Y no está en tus manos dármela… tus manos abiertas, que me dan más incluso de lo que tienes, Andrew, pero sigues sin tener lo que necesito. Sólo mi Redentor, sólo el Ungido, sólo Él puede dármelo. ¿Ves? La única manera que tengo de hacer que mi vida merezca la pena es ofrecérsela a él. Por eso estoy aquí.
—Desbrozando.
—Separando el trigo de la paja, creo. La gente tendrá más patatas, y mejores, porque yo habré arrancado las malas hierbas. No tengo que ser una eminencia ni hacerme notar para sentirme bien. Pero tú, vienes aquí y me recuerdas que, aunque sea feliz, estoy haciendo daño a alguien.
—Pero no es así —dijo Ender—. Porque voy a quedarme contigo. Voy a unirme a los Filhos también. Son una orden de matrimonios, y nosotros somos una pareja casada. Sin mí, no puedes unirte a ellos, y necesitas hacerlo. Conmigo, puedes. ¿Qué podría ser más simple?
—¿Más simple? —Ella sacudió la cabeza—. No crees en Dios, ¿qué tal eso para empezar?
—Sí que creo en Dios —dijo Ender, molesto.
—Oh, estás dispuesto a aceptar la existencia de Dios, pero no me refería a eso. Me refiero a creer en él como lo entiende una madre cuando le dice a su hijo: creo en ti. No le está diciendo que cree que existe, ¿qué sentido tiene eso? Le dice que cree en su futuro, que confía en que hará todo el bien que hay en él. Pone el futuro en sus manos, así es como cree en él. Tú no crees en Cristo de esa forma, Andrew. Sigues creyendo en ti mismo. En los demás. Enviaste a tus pequeños delegados, a esos hijos que conjuraste durante tu visita al infierno… Puede que ahora mismo estés aquí, detrás de estos muros, pero tu corazón está ahí fuera, explorando planetas y tratando de detener la flota. No le dejas nada a Dios. No crees en él.
—Discúlpame, pero si Dios quería hacerlo todo por sí mismo, ¿para qué nos creó?
—Sí, bueno, creo recordar que uno de tus padres era un hereje, y sin duda de ahí proceden tus extrañas ideas. —Era un viejo chiste entre ambos, pero esta vez ninguno de los dos se rió.
—Creo en ti —dijo Ender.
—Pero consultas con Jane.
Él se metió la mano en el bolsillo, y luego la sacó para mostrarle lo que contenía: era una joya, con varios cables muy finos conectados; como un organismo brillante arrancado de su delicado lugar entre la frondosa vegetación de las profundidades marinas. Ella la contempló un momento, sin comprender; luego advirtió lo que era y le miró la oreja donde, desde que lo conocía, había llevado la joya que lo conectaba con Jane, el programa de ordenador que había cobrado vida, con Jane, su amiga más antigua, más querida, más digna de confianza.
—Andrew, no, no por mí.
—No podré decir honradamente que estos muros me aíslan, mientras Jane sea capaz de susurrarme cosas al oído —dijo—. Lo he hablado con ella. Se lo expliqué. Lo comprende. Seguimos siendo amigos. Pero no compañeros.
—Oh, Andrew —dijo Novinha. Ahora lloraba abiertamente, y se abrazó a él—. Si lo hubieras hecho hace años, o por lo menos meses…
—Tal vez no crea en Cristo como tú crees. ¿Pero no es suficiente que crea en ti, y tú creas en él?
—No perteneces a este lugar, Andrew.
—Pertenezco a este lugar más que a ningún otro, si es aquí donde tú vives. No estoy tan cansado del mundo, Novinha, como cansado de decidir. Estoy cansado de tratar de resolver las cosas.
—Aquí tratamos de resolver las cosas —dijo ella, apartándose.