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Authors: Adolfo Bioy Casares

Tags: #Fantástico, #Relato

Historias de amor (2 page)

BOOK: Historias de amor
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—Tengo hambre —dijo—. Vamos a almorzar. Hasta las dos no abren y yo no me presento, sin raquetas, ante Clarence y Clark.

Confieso que el tema de las raquetas me halló menos dispuesto a la credulidad que en ocasiones anteriores. Pensé en Amalia; me dije que yo no debía esperar que las mujeres velaran por su dicha; eso me tocaba a mí. También pensé que el impedir que se completaran y llegaran a su natural perfección los momentos felices de la vida era un error, de modo que apreté el timbre y ordené a Denise el almuerzo, que un rato después, en un jardín pequeño y muy florido, comimos alegremente.

A las dos y media pasadas recogimos las raquetas. En el trayecto de vuelta, Bárbara me dijo:

—A ver, mírame.

Sacó el pañuelo de mi bolsillo y me limpió los labios.

—Ahora ¿qué hago? —preguntó, mostrando las manchas rojas del pañuelo.

—Lo tiras —contesté.

Con expresión tensa, Bárbara lo olió, hundiendo la cara en él; al cruzar un puente, lo arrojó. Me excuso por relatar pormenores como éstos; indudablemente, son un poco ridículos, pero quedan en la memoria de un hombre y cuando reconoce que a pesar de todo en la vida hubo dulzuras y que vivirla valió la pena, ténganlo por seguro, está pensando en ellos. Dejé a Bárbara en la casa de Mme. Verniaz, en la misma playa de Beauvallon; vale decir que antes de llegar a mi hotel tuve que rodear el golfo. En el trayecto desperté a las responsabilidades. El primer amor, me dije, es cosa grave para una muchacha; mañana mismo la llevaré aparte y, con palabra atinada, pero firme, le anunciaré que no la quiero. Me invadió entonces una auténtica melancolía, atenuada por la satisfacción de prever mi conducta abnegada y varonil. Suspirando, llegué a la conclusión de que debemos tratar consideradamente a las mujeres, porque son tan frágiles como respetables.

El recibimiento de Amalia me sorprendió de manera ingrata. Hasta entonces mi día había sido casi perfecto y, no lo niego, me dolió que la persona más allegada mostrara esa falta absoluta de simpatía. Aquello fue un balde de agua.

—Qué desconsideración —exclamó Amalia—. Te esperé hasta no sé qué horas. Pensé que habrías tenido un accidente. Menos mal que Vittorini me acompañó; si no, tengo que dejar las cosas. Cargados como dos mulas nos arrastramos hasta el camino. Ahí hubo que esperar el ómnibus. No te digo lo que esperamos al rayo del sol. Cuando llegamos al hotel, no querían servirnos. ¿Cómo iban a servir el almuerzo a la hora del té? Qué desconsideración la tuya.

Etcétera.

Ustedes lo saben: yo estaba dispuesto a sacrificar a Bárbara, a cerrar los ojos al resplandor de su generosa juventud, a volver a Amalia con naturalidad, como quien retoma el destino, a exprimir la imaginación hasta inventar una sarta de contratiempos que justificaran, bien o mal, la demora. Traía la firme resolución de mentir, pero mis intenciones, por inmejorables que fueran, se estrellaron contra aquel recibimiento —¿cómo diré?— refractario. El sacudón debió de cambiar algo dentro de mi cerebro, porque vi el problema bajo una nueva luz. ¿Por qué nunca hacer lo que uno siente?, me pregunté. ¿Por qué vivir en la mentira? Abrí la boca y la hallé tan seca que volví a cerrarla, como si me faltara el coraje. Amalia lanzó otras andanadas de reproches. Recordé a Bárbara. El detalle físico, me dije, carece tal vez de importancia, pero la manera ¡qué elegante y qué espléndida! ¡Bárbara no tuvo una duda, no se hizo valer, no puso condiciones! Me quiere la mejor muchacha del mundo y le vuelvo la espalda. ¿Por qué? Por la pereza de provocar un momento desagradable.

Amalia no compartía esa pereza. Para no ser menos, me erguí noblemente y, en tono tranquilo, articulando las palabras con nitidez, repliqué a su lluvia de ex abruptos:

—Te aseguro que no me demoré un minuto más de lo que tardamos Bárbara y yo en descubrir que nos queremos.

Ya estaba dicho.

—No entiendo —declaró Amalia, con ingenuidad.

Repetí la frase.

—¿Hablas en serio? —preguntó.

—Sí —contesté.

Entré en el baño, para lavarme los dientes. Cuando volví al dormitorio, Amalia estaba echada en el suelo, boca abajo. A su lado vi el tubo del somnífero. Lo levanté. No quedaba una sola pastilla. Inmediatamente perdí la cabeza. Tomé a Amalia por los hombros, la sacudí, le grité que no me hiciera eso. La llamé por un nombre que sólo empleo cuando nadie nos oye. Le pregunté cómo pudo creer que una chiquilla, como Bárbara, iba a reemplazarla en mi afecto, si ella era toda mi vida, estaba en todos mis recuerdos. Corrí al baño, llené el vaso, le eché agua en la cara. Abrí la puerta, para gritar por los corredores, pero esa repulsión nacional contra el escándalo, que tenemos los argentinos, me detuvo. Recordé que nuestro amigo Vittorini era médico. Fui a golpear a su puerta. Cuando abrió, murmuré:

—¡Amalia!

Debió de comprender en seguida, porque echó a correr y llegó al cuarto antes que yo. Desde un principio me trató descomedidamente. Cuando ya no fue indispensable mi ayuda, me expulsó del cuarto. No le pedí explicaciones, porque entendí que las circunstancias exigían la postergación de toda cuestión personal. Quedé en el corredor, sentado en un banco, del otro lado de la puerta cerrada, dialogando, en mi mente, con la providencia y con Amalia, rogándoles que me castigaran como quisieran, con tal de que no ocurriese nada malo, nada malo.

A las cinco o seis Vittorini salió del dormitorio para correr hasta el suyo, a buscar una medicina. Le intercepté el paso.

—¿Cómo vamos, doctor? —pregunté—. ¿Puedo verla?

—No me parece conveniente —contestó—. Hay que dejarla tranquila. Usted provocó todo y su reaparición (¡las mujeres son tan raras!) podría conmoverla.

—Pero ¿cómo vamos, doctor? —repetí.

—Ella va relativamente bien —contestó, como si me dijera: no me soborna incluyéndose o incluyéndome en el plural de ese verbo
vamos
—. Entienda que todo diagnóstico es aún prematuro. Dése una vuelta, tome aire. Su presencia aquí no sirve para nada.

No hablaba Vittorini, hablaba el médico y, en ese momento, yo estaba en su poder. Salí del hotel, sin rumbo fijo. Recuerdo que pensé: «Tiene razón. Mi presencia aquí no sirve para nada. Tanto hubiera valido que bajara hasta la playa a tomar el baño que esta mañana perdí. Ya es tarde». Fue un día rarísimo. Vagabundeando, llegué hasta el puerto, miré los barcos y desarrollé la peregrina teoría, que entonces me impresionó vivamente, de que los barcos eran símbolos de nuestras esperanzas y de nuestros terrores. Luego me entró sed, no sed de alcohol, como correspondía a un individuo un poco desesperado, como yo, sino sed de agua. En uno de los cafés que hay frente a la plaza, acodado a una mesa, afuera, bebí una Badois y, como si en ello me fuera la vida, estuve siguiendo el partido de unos viejos que jugaban a las bochas con bochas de metal. Por detalles como éste uno descubre que está soñando, reflexioné, cuando regresaba. En verdad, todo el día parecía un sueño. De pronto me dije: «Con tal de que pensar estas tonterías no me traiga mala suerte. Con tal de que tardar tanto no me traiga mala suerte. Con tal de que no haya pasado nada malo». El miedo lo vuelve a uno supersticioso. Desde lejos miré el hotel, como si esperara discernir en las ventanas o en las paredes un signo revelador y, cuando entré, corrí hasta la escalera, temeroso de que al verme, algún señor de la recepción exclamara: «Estoy desolado. Ha ocurrido una gran desgracia»… Por fin llegué a mi banco; suspiré con alivio, como quien se ha expuesto a un riesgo y se ha salvado. Del otro lado de la puerta, el silencio del dormitorio parecía total.

Al rato llamaron a comer. Yo no me moví de mi puesto, porque pensé: «Con esta hambre, voy a comer como un cerdo y eso, inevitablemente, traerá mala suerte». En alguna parte había un reloj que daba las horas, las medias y los cuartos. Hasta anoche yo nunca lo había oído. A las dos apareció el sereno, con una bandeja con café,
sandwiches
, bizcochos y tostadas. Lo que son las cosas: me paso la vida diciendo que el café es agua sucia y que las tostadas huelen a repasador húmedo, pero debo reconocer que anoche el café y las tostadas despedían un aroma exquisito. El sereno llamó a la puerta. Cuando Vittorini recibió la bandeja, le pregunté:

—¿Cómo vamos?

—Mejor. Pero ¿qué hace usted aquí? ¿No le dije que saliera?

—Salí y volví.

—Y ahora ¿por qué no se va a la cama? Disponga de mi dormitorio.

—Bueno, pero déjeme entrar, aunque sea para sacar la ropa. Estoy con lo puesto desde que me levanté.

—No está muy elegante, que digamos, pero no necesita el
smoking
para dormir.

Cerró la puerta. Yo me fui al dormitorio indicado. Si conseguía echar un sueño, el tiempo pasaría… En cuanto me tiré en la cama, advertí el error. En el trayecto me desvelé. Más me hubiera valido no dejar el banco, pues la cama de Vittorini me resultaba francamente maléfica. Por de pronto, calculé que el reloj tardaba una hora en dar los cuartos. Además me había invadido una tristeza pesada y concreta, como una piedra. Tan pesada, que la luz del alba, después de esa enorme noche, me encontró inmóvil en la cama. Inmóvil y con los ojos abiertos quedé hasta que apareció Vittorini, con la noticia de que Amalia ya estaba bien. No había concluido de expresarle mi júbilo, cuando tuve una ocurrencia desafortunada: para no darle el gusto de postergar otra vez mi entrada en el cuarto, la postergaría yo mismo.

—¿Qué le parece —pregunté— si ahora corro a la playa, me doy un remojón, vuelvo a mediodía, descansado y sin penas, un hombre nuevo, para presentarme ante Amalia?

—Haga lo que tenga ganas —respondió secamente.

En cuanto llegué a la playa, me zambullí. Fuerza es declararlo: el baño de mar obra en mi organismo como una panacea, aunque si lo prolongo por demás trae la secuela infalible de dolores reumáticos. Al salir del agua era otra persona. Afirmaba mis pies en la arena, me había liberado de la ansiedad supersticiosa y no veía razón —puesto que Amalia estaba sana— para descartar a Bárbara. Confieso que miré a la muchacha con alguna curiosidad, porque temí que no fuera tan linda como yo creía. Ahora doy fe de su hermosura. Me costó bastante apartarla del grupo.

—¿Hoy almorzamos de nuevo en Grimaud? —le pregunté, ni bien caminamos unos metros.

Bárbara agarró mi brazo.

—Procura ser indulgente —pidió—, porque debo decir algo que me cuesta mucho: no te quiero.

Logré balbucear:

—¿Entonces, lo de ayer?

—Lo de ayer es un buen recuerdo. Clarence, tú lo conoces, con ese horror por ciertas cosas, me dijo: Hasta que no seas mujer, no te casas conmigo. Ahora está conforme. Te lo debo a ti. Promete —porque todo fue maravilloso— que no estarás triste, que guardarás un buen recuerdo.

Insistió con el buen recuerdo, varias veces. El resto requiere pocas palabras. Un tanto alelado emprendí el regreso, pero antes de entrar en el hotel me convencí de que la mujer que yo siempre había querido era Amalia. En el Aïoli, uno de los señores de la recepción me alargó un sobre. Subí la escalera. Mi cuarto me pareció extrañamente vacío. Abrí el sobre y leí estas líneas, que Amalia ha escrito de su puño y letra: «Disculpa la locura de ayer. Te juro que la encuentro injustificada. ¿Por qué pretender que tu vida se detenga en mí? Hoy entiendo que no sólo tu vida, sino la mía, debe continuar. Por eso me voy con Cesare». ¿No es increíble? Desde no sé cuándo estoy releyendo el papel. ¿Cómo Amalia pudo irse con Vittorini? ¿No sabe que es un extraño? Sin embargo, salta a la vista… Yo, en un minuto, la convencería; pero no hay que soñar en alcanzarla; ahora vuela, quien sabe por dónde, en el Alfa Romeo de ese demonio. Si por lo menos yo encontrara la manera de esfumarme en el acto… Antes debo pagar las cuentas y dar las propinas. Habrá, pues, que aguantar que estos extranjeros, con aire de no saber nada, me miren y se miren. La verdad es que hasta al hombre más cobarde le llega la hora de hacer frente. Yo no soy cobarde. Cuando sea menester, me cuadraré, si no queda otro remedio.

TODOS LOS HOMBRES SON IGUALES

Todavía hoy lamento que mi madre no me diera una hermana. Si yo pudiera convertir en hermana a cualquiera de las mujeres que trato, elegiría a Verónica. Admiro en ella la aptitud para tomar decisiones (qué tranquilidad vivir al lado de alguien así), la condición de buena perdedora, la muy rara de mantener, en las mayores tristezas, la urbanidad, el ánimo para descubrir detalles absurdos, aun para reír, y una ternura tan diligente como delicada. Creo que siempre la he conocido —yo diría que los inviernos de mi infancia pasaron en casa de Verónica, en el barrio de Cinco Esquinas, y los veranos en la quinta de Verónica, en Mar del Plata— pero la belleza de mi amiga guarda intacto el poder de conmoverme. En sus ojos verdes brilla por momentos una honda luz de pena, que infunde en su rostro insólita gravedad; un instante después la luz que reflejan esos mismos ojos es de alegre burla. Con Verónica uno se habitúa a estos cambios y, con otras, los extraña. Como ocurre con las mujeres que nos gustan, todo me gusta en ella, desde el color oscuro del pelo hasta el perfume que sus manos dejan en las mías. En la época de este relato, con veintiocho años y cuatro hijos, Verónica parecía una adolescente.

Durante mucho tiempo, todos los domingos, comí en su casa, pero la vida, que nos aparta de nuestros hermanos de sangre y de elección, rompió ese rito. No sé cuántas veces determiné reanudarlo el próximo domingo; otras tantas olvidé o diferí el propósito. Luego Verónica se casó; se rodeó de hijos y de hijas; fue feliz. Alguna tarde vi la familia, de paseo, en Palermo, en un largo automóvil, un Minerva, que ya entonces tenía algo de anticuado. Aunque no la olvidé, debí de pensar que mi amiga me necesitaba menos que antes. Su marido, un tal Navarro, era lo que se llama un caballero culto; en círculos refinados y prominentes de la sociedad lo reputaban escritor, en mérito, sin duda, a que poseía una notable biblioteca, cuyo catálogo, impreso por Colombo, él había redactado personalmente. En dos o tres oportunidades los visité en la casa de la calle Arcos, frente a la plaza Alberti; nunca dejó el hombre de poner en mis manos, por unos instantes, como quien ofrece una caja de bombones, alguna edición de lujo de
Las flores del mal
, de
Afrodita
o de
Las canciones de Bilitis
, envuelta en papel de seda y con ilustraciones en color. Me he preguntado con frecuencia si el arbitrario encono que yo sentía contra Navarro, no provenía de que él descontaba mi admiración por esos volúmenes. La verdad era otra: yo lo hallaba (como, por lo demás, al resto del mundo) indigno de su mujer.

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