600. Un apoyo ilusorio, pero firme.
Así como para bordear un precipicio o atravesar un río profundo sobre una viga, necesitamos una barandilla no para apoyarnos, porque se desplomaría con nuestro peso, sino para dar a la vista una sensación de seguridad, de igual modo, de jóvenes necesitamos personas que nos presten inconscientemente el servicio de esa barandilla; bien es cierto que no podrían socorrernos si, en caso de gran peligro, tratáramos de apoyamos realmente en ellas, pero nos dan la sensación tranquilizadora de una protección muy cercana (por ejemplo, los padres, los profesores, los amigos, como suelen ser de ordinario todos ellos).
601. Aprender a amar.
Hay que aprender a amar, aprender a ser bueno, y ello desde la juventud; si la educación y el azar no nos brindan la oportunidad de experimentar estos sentimientos, nuestra alma se resecará y no podrá comprender los tiernos hallazgos que han hecho las personas que aman. Del mismo modo, hay que aprender a sentir odio y a alimentarlo, si se quiere llegar a odiar como es preciso; de lo contrario, su germen perecerá también poco a poco.
602. Las ruinas como adorno.
Quienes experimentan numerosos cambios intelectuales, conservan algunas ideas y hábitos de sus estadios anteriores, que entonces se alzan al igual que un lienzo de murallas grises, como restos de una antigüedad inexplicable, en su pensamiento y su conducta nuevos: lo que a menudo sirve de adorno a todo el paisaje.
603. El amor y el respeto.
El amor desea, el miedo rehuye. A ello se debe que no podamos ser amados y respetados por la misma persona, al menos en el mismo momento. Porque quien muestra respeto reconoce el poder, es decir, le teme; lo que experimenta es un temor respetuoso. El amor no reconoce poder alguno, ni nada que separe ni oponga diferencias o jerarquías de superior e inferior; desconoce el respeto, aunque a las personas que, interna o abiertamente, ansían que las respeten, les repugna ser amadas.
604. Prejuicio en favor de los hombres fríos.
Los individuos que se enardecen pronto, se enfrían con rapidez, por lo que, en general, apenas podemos confiar en ellos. De ahí que todos aquellos que son o aparentan ser constantemente fríos generan un prejuicio que los favorece, según el cual se cree que son especialmente seguros y dignos de confianza; se los confunde con quienes se enardecen lentamente y conservan el fuego largo tiempo.
605. El peligro de las opiniones libres.
Un leve contacto con las opiniones libres produce una excitación, una especie de comezón; si nos rozamos un poco más con ellas, empezaremos a rascarnos esos puntos sensibles hasta el extremo de que se formará en ellos una llaga grande y dolorosa, es decir, hasta que llegará un momento en que la opinión libre empezará a turbar y a atormentar nuestra actitud ante la vida y ante las relaciones con los demás.
606. El deseo de sufrir profundamente.
Una vez pasada, la pasión nos deja una oscura nostalgia de sí misma y nos lanza, al desaparecer, una última mirada zalamera. Tuvimos que sentir un cierto placer cuando recibíamos sus latigazos, porque ahora los sentimientos moderados nos resultan insípidos, en comparación; por lo que parece, preferimos siempre un dolor intenso a un placer débil.
607. Enfadados con los demás y con el mundo.
Cada vez que, como es frecuente, descargamos nuestro enfado en los demás, mientras que, a decir verdad, sentimos que con quien estamos enfadados es con nosotros mismos, lo que en el fondo intentamos es oscurecer y engañar a nuestro raciocinio: buscamos
a posteriori
un motivo de nuestro enfado y lo atribuimos a errores y a defectos de otros, para así perdernos de vista nosotros. Los hombres que practican estrictamente su religión y que se juzgan sin piedad a sí mismos, son a la vez los que peores cosas han dicho de la humanidad en general; nunca ha existido un santo que se haya atribuido los pecados a sí mismo y las virtudes a otro; como tampoco se ha dado nunca un hombre que, siguiendo el precepto de Buda, haya escondido sus cosas buenas a los demás, para no dejarles ver más que las malas.
608. La confusión de la causa con el efecto.
Buscamos inconscientemente los principios y doctrinas que responden a nuestro temperamento, de forma que da la impresión de que tales principios y doctrinas acaban configurando nuestro carácter y dándole seguridad y firmeza. Pero lo que, sucede es justamente lo contrario. Al parecer, consideramos
a posteriori
que nuestros pensamientos y juicios son la causa de nuestro ser; pero de hecho,
nuestro
ser es la causa de que pensemos y juzguemos de tal o cual manera. Pero ¿qué es lo que nos hace representar casi inconscientemente esta comedia? La inercia, el gusto por la comodidad y, en buena medida, el deseo de nuestra vanidad que ansia que nos consideren consecuentes de cabo a rabo, que nuestro pensamiento y nuestro ser constituyan una única realidad; porque esto despierta la valoración de otros y, por consiguiente, nos suministra confianza y poder.
609. La edad y la verdad.
A los jóvenes les gusta lo interesante y lo extraño, sin importarles que sea verdadero o falso. A los espíritus más maduros les gustan los aspectos más interesantes y extraños de la verdad. Por último, a los cerebros plenamente maduros les gusta la verdad, incluso cuando se presenta simple y desnuda, inspirando aburrimiento al hombre vulgar, porque han observado que la verdad sólo comunica el espíritu sublime que posee con un aire de sencillez.
610. Los hombres como malos poetas.
Lo mismo que los malos poetas buscan, al llegar a la segunda parte del verso, la idea en función de la rima, los hombres, asaltados por una creciente preocupación en la segunda parte de su vida, suelen buscar los actos, las actitudes y las situaciones que encajen con los de su vida pasada, de modo que todo ofrezca externamente una armónica concordancia; pero entonces su vida ya no está determinada cada vez por una nueva idea poderosa, la cual es sustituida, en cambio, por la intención de encontrar la rima.
611. El aburrimiento y el juego.
La necesidad nos obliga a un trabajo cuyo producto sirve para satisfacer la necesidad; el constante resurgir de necesidades nos acostumbra al trabajo. Pero en los intervalos en que las necesidades se encuentran satisfechas y, por así decirlo, adormecidas, nos sorprende el aburrimiento. ¿Qué es lo que ocurre? Que el hábito mismo del trabajo se deja sentir ahora bajo la forma de una necesidad nueva y sobreañadida, que será tanto más fuerte cuanto más fuerte sea el hábito de trabajar, y quizás cuanto más fuerte sea también el dolor causado por las necesidades. Para escapar del aburrimiento, el hombre, o bien trabaja más de lo que le exigen sus necesidades normales, o bien inventa el juego, es decir, el trabajo que no está ya destinado más que a satisfacer la necesidad del trabajo mismo. Aquél a quien el juego acaba hastiándole y que no tiene razón alguna para trabajar con vistas a satisfacer nuevas necesidades, siente el deseo de un tercer estado que sería respecto al juego lo que votar es a bailar, lo que bailar es a andar: un estado de serena dicha en movimiento, como es la visión que tienen los artistas y los filósofos de la felicidad.
612. Una enseñanza extraída de los retratos.
Si observamos una serie de retratos nuestros, desde la infancia hasta la edad adulta, descubrimos agradablemente sorprendidos que el individuo maduro se parece más al niño que al adolescente; que en el intervalo y en paralelo sin duda con este fenómeno, se ha producido, entonces, un extrañamiento pasajero del carácter fundamental, pasado el cual, la fuerza acumulada, reunida del hombre ya formado ha recuperado su dominio. A esta observación corresponde otra: las poderosas influencias de las pasiones, de los maestros y de los acontecimientos políticos que nos arrastran en todos los sentidos durante la juventud, parecen haberse sometido luego a una medida fija; evidentemente continúan existiendo y actuando en nosotros, pero no obstante, se impone lo fundamental de nuestra sensibilidad y de nuestro pensamiento, que empleará dichas influencias como fuentes de energía y no ya como reguladores, que es lo que ocurría entre los veinte y los treinta años. De este modo, el pensamiento y la sensibilidad del hombre maduro parecen, asimismo, más acordes con los de su período infantil, y esta realidad interior se expresa en el hecho externo al que me he referido.
613. El tono de voz en las diferentes épocas de la vida.
El tono con el que los jóvenes charlan, alaban, critican y recitan, desagrada a las personas de más edad, porque es demasiado alto y a la vez apagado y confuso como si, al igual que en una sala abovedada, el sonido sacara del vacío esa intensidad resonante. Y es que la mayor parte de las cosas que piensan los jóvenes no brota de la abundancia de su naturaleza, sino que constituye una resonancia, un eco de lo que se piensa, se dice, se alaba y se critica en su entorno inmediato. Pero como los sentimientos (de simpatía y de aversión) resuenan en ellos con mucha más fuerza que los motivos a los que responden, cuando ceden la palabra a sus sentimientos, se produce ese tono de sordas resonancias que revela la falta o la escasez, de motivos. El tono de la edad madura es preciso, breve y lacónico, moderadamente elevado, pero, como todo lo que está claramente articulado, llega muy lejos. La vejez, en fin, suele imprimir a la voz una cierta dulzura y tolerancia, azucarándola en cierta medida; aunque es cierto que en muchos casos también la vuelve agria.
614. Hombres atrasados y hombres avanzados.
El carácter desagradable, lleno de desconfianza, que envidia todos los éxitos felices de sus competidores y allegados, que reacciona con fuerza y arrebato contra las opiniones contrarias a la suya, es una muestra de que corresponde a un estadio anterior de la cultura, que es algo que ha sobrevivido; ya que su forma de tratar a los demás es la que se ajustaba perfectamente a las condiciones de una época en la que imponía su ley el más fuerte; es un hombre
atrasado
. Otro carácter, que está lleno de simpatía, que hace amigos en todas partes, que ama todo lo que crece y cambia, al que agrada compartir los honores y los éxitos de los demás, y que no pretende el privilegio de ser el único que está en posesión de la verdad, sino que rezuma una modesta desconfianza, es un hombre
avanzado
, que tiende con todas sus fuerzas a una cultura superior de la humanidad. El carácter desagradable procede de los tiempos en que todavía no se habían establecido las bases rudimentarias de las relaciones humanas; el otro vive en los niveles superiores, lo más alejado posible del animal salvaje que se agita y aúlla rabioso desde su encierro en los sótanos excavados en los cimientos de la cultura.
615. Un consuelo para los hipocondríacos.
Cuando un gran pensador se ve temporalmente sometido al autotormento de la hipocondría, no puede menos que decirse a título de consuelo: «Ese parásito se alimenta y se desarrolla gracias a tu gran fuerza personal: si ésta fuera menor, sufrirías menos». Lo mismo puede decirse el hombre de Estado cuando se introducen en sus relaciones personales, haciéndole la vida difícil, la envidia y el resentimiento, en general esa tendencia a «la guerra de todos contra todos», para la que, como representante de una nación, ha de estar eminentemente dotado.
616. Alejado del presente.
Tiene grandes ventajas alejarse un buen día del presente en buena medida, dejándose llevar, valga la expresión, desde sus costas hasta flotar en el océano de las concepciones pasadas del mundo. Lanzando desde allí una mirada al litoral, se abarca, sin duda por primera vez, la configuración de conjunto, y a la hora de volver a acercarse a ella se tiene la ventaja de comprenderla en su totalidad mejor que quienes nunca la han abandonado.
617. Sembrar y recoger utilizando los defectos propios.
Hombres como Rousseau saben utilizar sus debilidades, carencias y vicios como estiércol para su talento. Cuando éste lamenta la corrupción y la degeneración de la sociedad como una funesta consecuencia de la civilización, se está basando, de hecho, en una experiencia personal, cuya amargura confiere esa causticidad a su condena general y envenena los dardos que dispara; es decir, descarga individualmente su cólera y luego trata de buscar un remedio que sirva directamente a la sociedad, aunque, indirectamente y por vía de ésta, también a sí mismo.
618. Tener espíritu filosófico.
De ordinario, la gente se esfuerza en adquirir
una sola
orientación anímica,
una sola
forma de ver las cosas, que sea aplicable a todas las situaciones y a todos los acontecimientos de la vida, y a eso lo llama, en especial, tener espíritu filosófico. Sin embargo, para el enriquecimiento de la conciencia, puede ser más beneficioso no uniformarse así sino escuchar más bien la voz prudente de las diversas situaciones de la vida, las cuales encierran sus propios puntos de vista. De este modo se participa mediante el conocimiento en la vida y en la naturaleza de muchos seres, dado que ya no nos consideramos como un individuo constante, fijo y único.
619. En el fuego del desprecio.
Constituye un paso más hacia la independencia atreverse al fin a expresar opiniones que se considera que deben avergonzar a quien las sustenta: entonces amigos y conocidos empiezan a mostrar cierto temor. Una naturaleza bien dotada debe someterse a esta prueba de fuego, pasada la cual será más dueña de sí.
620. El sacrificio.
Cuándo podemos elegir, preferimos un sacrificio grande a otro pequeño; y la razón es que del grande nos resarcimos mediante la autoadmiración, cosa que no es posible con el pequeño.
621. El amor como treta.
Quien quiera realmente conocer algo nuevo (ya sea un hombre, un acontecimiento, un libro) hará bien en acoger esa cosa nueva con todo el amor posible, en desviar inmediatamente la vista de todo lo que encuentre en ésta de hostil, chocante y falso, incluso olvidándose de ello, y en dar, por ejemplo, al autor de un libro toda clase de ventajas al principio, para luego, igual que en una carrera, desear realmente, con el corazón palpitante, que llegue a la meta. En efecto, mediante este procedimiento llegaremos al corazón de esa cosa nueva, a su punto móvil; a esto precisamente se llama conocer. Una vez ahí, el razonamiento hará posteriormente sus restricciones; esa estimación excesiva, esa suspensión pasajera de la balanza de la crítica no era más que una treta para lograr que la cosa nos mostrara su alma.