Read Imago Online

Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Imago (9 page)

BOOK: Imago
13.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Me alcanzaron tres veces. Los dos primeros disparos llegaron de direcciones ligeramente distintas, casi al mismo tiempo. Para mí fueron casi como un único golpe, y golpearon mi cuerpo con tremenda fuerza, haciéndome girar sobre mí mismo. Los dos primeros disparos me alcanzaron en el hombro izquierdo y en la parte baja del lado izquierdo de la espalda. El tercero me dio en el pecho, cuando giraba, y me derribó al suelo.

Rodé y volví a ponerme en pie, justo a tiempo para ver a mis padres oankali ir tras los resistentes. Estos dejaron de disparar al momento y se desperdigaron. Los pude escuchar: nueve machos huyendo en nueve direcciones distintas, sabiendo que tres oankali no podían agarrarlos a todos.

Nikanj y Dichaan atraparon cada uno a uno. Ahajas, que era más grande y, aparentemente, no estaba herida, cazó a dos. Todos los atrapados habían disparado con su rifle. Olían a la pólvora que usaban para dispararlos. Y también olían a aterrorizados. Estaban siendo retenidos por la gente a la que más temían. Y se debatían con desesperación. Uno de ellos lloraba y maldecía, y hedía mucho más que los otros. Era uno de los agarrados por Ahajas.

En silencio, Nikanj tomó a ése de manos de Ahajas y le pasó a ella el que había capturado él. El hombre que había sido entregado a Nikanj comenzó a aullar. Le brotaba sangre de la nariz, pese a que nadie le había golpeado el rostro.

Nikanj le tocó el cuello con un tentáculo sensorial y le inyectó calma.

El macho gritaba:

—No, no, no, no —pero el último «no» fue un débil gemido. Inspiró profundamente, se ahogó con su propia voz, tosió varias veces. Al cabo de poco estuvo tranquilo y quieto. El ooloi le dejó limpiarse la sangre de la nariz con la tela del hombro de su camisa. Le volvió a tocar el cuello, y el hombre sonrió. Nikanj lo llevó entonces hasta un gran árbol y le hizo sentarse, con la espalda apoyada contra el tronco.

—Quédate aquí —le dijo el oankali.

El macho le miró, sonrió y asintió con la cabeza. Incluso entre las saltarinas sombras del fuego se le veía pacífico y relajado.

—¡Corre! —le gritó uno de sus compañeros.

El hombre recostó la cabeza contra el tronco y cerró los ojos. No estaba inconsciente. Sólo era que se encontraba demasiado cómodo, demasiado relajado para preocuparse por nada.

Nikanj fue a cada prisionero y le administró calma y descanso. Cuando ya no hubo necesidad de que nadie siguiera reteniéndolos, vino a verme a mí.

También yo me había sentado, apoyado contra un árbol, feliz del respaldo que me ofrecía. Estaba sintiendo mucho dolor, pero ya había expulsado las dos balas que no me habían atravesado por completo y había detenido la hemorragia. Para cuando Nikanj vino a verme, yo estaba animando a mi cuerpo, lenta y cuidadosamente, a que se repararse a sí mismo. Nunca antes había sido herido tan gravemente, pero mi cuerpo parecía estar pudiendo copar con la situación. Ahora tenía la posibilidad de hacer crecer tejidos con rapidez, pero para cubrir una necesidad, en vez de para causar problemas.

—Bien —me dijo Nikanj—. Ahora no me necesitas.

Se apartó de mí.

—¿Alguien más está herido?

Nadie lo estaba, excepto la mujer humana que mis padres oankali habían rescatado. A mí me habría venido bien algo de ayuda con el dolor, pero Nikanj lo había percibido y lo había ignorado. Deseaba saber qué era lo que yo podía hacer por mí mismo.

Nikanj fue hasta la ensangrentada e inconsciente mujer humana y se tumbó a su lado.

A la mujer la habían golpeado en el rostro y, por su olor, dos machos habían tenido recientemente relaciones sexuales con ella. Yo estaba demasiado metido en mi propia curación como para captar nada más.

Aaor vino a sentarse a mi lado. No me tocó, pero me alegró que estuviera allí. Mis otros compañeros de camada y Dichaan hacían guardia, por si volvían los resistentes.

Ahajas habló con uno de los cautivos…, el que había estado tan aterrado.

—¿Por qué nos habéis atacado? —le preguntó, sentándose frente a él.

El macho la miró, pareció examinarla muy cuidadosamente con sus ojos. Finalmente tendió una mano y tocó uno de los tentáculos sensoriales de su brazo. Ahajas le dejó hacerlo. No había sido capaz de hacerla daño cuando lo había capturado, y ahora que estaba drogado incluso era improbable que lo intentase.

Al cabo de un rato soltó el tentáculo, como si le disgustase. Los humanos comparaban los brazos de los ooloi a los apéndices de unos animales extintos: las trompas de los elefantes. Y comparaban los tentáculos sensoriales a grandes gusanos o serpientes…, como las delgadas y venenosas serpientes-liana de la selva tal vez; a pesar de que los tentáculos sensoriales podían ser mucho más peligrosos, más sensibles y más flexibles que los serpientes-liana, sin contar que no eran, en absoluto, independientes del cuerpo.

—Veníais a hacer una incursión de castigo contra nuestro pueblo —dijo el macho—. Uno de nuestros cazadores os vio y nos avisó.

—No os hubiésemos atacado —protestó Ahajas—. Jamás hemos hecho una cosa así.

—Sí. Nos avisaron. Una partida de oankali y semioankali venían a vengarse por lo del huerto.

—¿Destruisteis vosotros el huerto?

—Algunos de los nuestros fueron. Yo no. —Eso era cierto. La gente drogada del modo que lo estaba él no se molestaba en mentir. Ni se les ocurría—. Pensamos que vuestros animales no debían de tener verdadera comida humana.

—¿Animales…?

—¡Ésos! —Señaló con un gesto de la mano a Lilith y Tino.

Ahajas sabía a lo que se refería; pero, simplemente, había querido ver si lo decía. Miró con interés a Oni y Ayodele. Desde mi metamorfosis, eran los miembros con aspecto más humano de la familia. Niños nacidos de Lilith, la animal.

Aaor y yo nos alzamos al unísono y pasamos al otro lado del árbol contra el que habíamos estado recostados. A mí aún me dolían las heridas y tenía que vigilar muy de cerca mi carne mientras se iba curando, para asegurarme de que nada iba mal. Y podía ir mal, si seguía prestando atención al cautivo y a sus ofensivas estupideces.

8

Algún tiempo después, la mujer rescatada emitió un débil sonido sin palabras. Dejé a Aaor y fui al lugar donde yacía en el suelo, al lado de Nikanj. Permanecí en pie, mirándolos a ambos. La mujer estaba ahora totalmente inconsciente, y Nikanj se hallaba muy atareado curándola. Casi me tendí al otro lado, pero Lilith pronunció mi nombre y me contuve. Me quedé donde estaba, confuso, no sabiendo por qué estaba allí pero no deseando marcharme.

Algunos de los tentáculos corporales de Nikanj se alzaron hacia mí. Gradualmente, se fue separando de la mujer y enfocó en mí. Se sentó y extendió en mi dirección sus tentáculos sensoriales.

—Déjame ver lo que has hecho por ti mismo —me dijo.

Rodeé a la mujer, que aún estaba inconsciente, y dejé que Nikanj me examinase.

—Bien —dijo al cabo de un momento—. Sin fallos.

Estaba claramente sorprendido.

—Déjame tocarla —le pedí.

—Aún no he acabado con ella. —Nikanj aplastó los tentáculos contra su cuerpo—. Si quieres, hay trabajo para ti.

Quería. Era exactamente lo que quería. Y, sin embargo, sabía que no debería permitirme tocarla. Dudé, enfocando agudamente en Nikanj.

—Tendré que comprobar luego lo que hayas hecho —me dijo—. Descubrirás que eso es algo que no te gusta; pero, en bien de su salud, tendré que hacerlo. Ahora ve: ayúdala.

Me acosté junto a la mujer. No creo que pudiese haber rechazado la proposición de Nikanj. La atracción que ejercía sobre mí la mujer herida, sola y en ningún modo relacionada conmigo, me resultaba irresistible.

Yo era demasiado joven para darle placer. Eso me preocupaba, pero no había nada que pudiese hacer al respecto. Cuando tuviese algo con lo que trabajar, además de los tentáculos, podría dar placer. Claro que ahora, al menos, podía dar alivio al dolor.

La cara, cabeza, pechos y abdomen de la mujer estaban amoratados por los golpes, y le dolerían si la despertaba. No podía hallar otros daños. Nikanj no me había dejado nada grave. Comencé a trabajar en los moretones.

Mantuve a la hembra cerca de mí y le hundí tantos tentáculos de la cabeza y el cuerpo como me fue posible, pero no podía quitarme la idea de que, de algún modo, no estaba suficientemente cerca de ella, de que no estaba unido lo bastante profundamente a su sistema nervioso, de que algo fallaba.

Naturalmente, así era…, y seguiría siéndolo hasta mi segunda metamorfosis. Comprendía la sensación, pero no podía deshacerme de ella. Tenía que mostrarme especialmente cuidadoso en no abrazarla demasiado fuerte, para no interferir con su respiración.

La belleza de su carne era mi recompensa. Un humano desconocido, tan complejo como cualquier otro humano, tan lleno de su Conflicto Humano…, peligroso, aterrador e intrigante…, como cualquier otro humano. Aquella mujer era como el fuego: deseable y peligrosa, bella y letal. Los humanos nunca comprendían por qué los oankali los hallaban tan interesantes.

No fui con prisas para terminar con la mujer. Nadie me urgía. Y fue todo un esfuerzo el apartarme para dejarle el sitio a Nikanj, que tenía que examinarla. No quería que la tocase, no quería compartirla con él. Nunca antes había sentido aquellas cosas.

Me quedé en pie, con los brazos cruzados, muy apretados, y con toda mi atención en los ahora silenciosos prisioneros machos. Creo que Nikanj trabajó deprisa para hacerme un favor. Al cabo de muy poco tiempo, se levantó y dijo:

—Creo que ella te ha inspirado a que te hicieras con el control de tus habilidades. Quédate con ella hasta que despierte. No me llames a menos que parezca probable que se vaya a hacer daño o a escapar.

—¿Colaboraba con ellos? —le pregunté, haciendo un gesto en dirección a los prisioneros.

—Los amigos de ésos la tenían cautiva. No creo que supiese lo que le iba a pasar. —Dudó—. Ellos ya saben que los gritos falsos no nos hacen acudir. Sus primeros alaridos sonaron a falsos, porque aún no estaba asustada; probablemente le dijeron que gritase. Luego, empezaron a pegarle.

La hembra gimió. Nikanj se dio la vuelta y fue a ayudar a Lilith y Tino, que habían empezado a sacar de entre las cenizas las no dañadas hamacas de Lo y otras piezas de vestimenta. El fuego aún no se había apagado, pero estaba en franca recesión, y no se extendía. No parecíamos estar en ningún peligro. Fui hasta donde estaban ellos y tomé una de las rescatadas camisas de Tino. Él las usaba más bien poco pero, ahora, ésta me serviría para ocultar por un tiempo mis nuevos tentáculos. Cuanto más familiar le resultase a la hembra, menos probable era que se dejase llevar por el pánico. Yo, ahora, tenía una tonalidad de piel grisácea amarronada, así que ella sabría que era un construido…, pero, al menos, no sería un construido tan sobresaltante.

Se despertó, se sentó bruscamente y miró a su alrededor, casi dominada por el pánico.

—Estás a salvo —le dije—. No estás herida, y nadie de aquí te hará daño.

Se echó hacia atrás, apartándose de mí; iba a echar a correr, alejándose, pero se quedó helada cuando vio a mis padres y a mis compañeros de camada.

—Estás a salvo —le repetí—. La gente que te hizo daño no está aquí.

Esto pareció atraer su atención. Después de todo, eran humanos los que la habían golpeado, no oankali. Miró a su alrededor con más detenimiento, y dio un respingo cuando vio a los machos humanos sentados cerca.

—No pueden hacerte daño —le dije—. Aunque antes te lo hayan hecho, ya no pueden hacértelo ahora.

Me miró, estudiando mi boca mientras yo hablaba.

—¿Cómo te llamas? —le pregunté.

No me contestó.

Suspiré y la contemplé un rato, sin decir nada. Me entendía, pero era como si, de repente, se le hubiese ocurrido el hacer ver que no me comprendía. Yo le había hablado en inglés, y sus reacciones me habían mostrado que sí me entendía.

Tenía el cabello muy negro, me recordaba el de Tino. Pero ella lo llevaba suelto y sin peinar, colgándole en greñas a ambos lados de su rostro estrecho, angular y moreno. Hacía muchos días que no tenía suficiente que comer, eso era algo que su cuerpo me decía con claridad. Pero, durante la mayor parte de su vida, la mujer había tenido una nutrición confortablemente adecuada. Su cuerpo era pequeño, rápido, más musculado que la mayoría de los cuerpos de hembra humana. No sólo había hecho trabajos duros, sino que probablemente se sentía a gusto haciéndolos. Le gustaba moverse con rapidez y comer con frecuencia. Ahora tenía hambre.

Fui hasta el árbol contra el que me había recostado mientras me estaba curando: había dejado allí mi mochila. La hallé y la traje hasta donde estaba la mujer, sentada sobre sus rodillas, contemplándome. Saqué de dentro y le di dos plátanos y un puñado de nueces sin cascara. Ella ni siquiera hizo ver que no los quería.

La contemplé comer, y me pregunté cómo sería estar en contacto con ella mientras comía. ¿Cómo notaba la comida, cómo le sabía?

—¿Por qué me estás mirando? —preguntó. Con un inglés rápido y entrecortado, como los disparos de armas de fuego.

—Me llamo Khodahs —le ofrecí—. ¿Y tú?

—Marina Rivas. Y quiero ir a Marte.

Aparté la vista de ella, sintiéndome repentinamente cansado. Una mujer pequeña y de huesos finos más a ser sacrificada a la testarudez humana. Habiéndola examinado, yo había comprobado que nunca había tenido hijos. Eso era bueno, porque sus estrechas caderas no eran adecuadas para la maternidad. Si se le devolvía la fertilidad y no se le cambiaba nada más, posiblemente muriese tratando de dar a luz a su primer hijo. Claro que podía ser rediseñada, cambiada. Yo no confiaría en mí mismo para hacer un trabajo tan importante, pero era algo que habría que hacerle.

—¿Ibas camino de Lo? —le pregunté.

—Sí. Las naves salen de allí, ¿no?

—Sí.

—¿Sois de allí?

—Sí.

—¿Puedo volver allí con vosotros?

—Nos ocuparemos de que llegues allí. ¿Te dio esa paliza tu gente porque querías ir a Marte? —Cosas así habían pasado antes: algunos resistentes mataban a sus «desertores», que era como llamaban a aquellos que deseaban emigrar.

—¿Es que ésos parecen ser mi gente? —exigió saber, indignada, la mujer—. Yo iba de camino a Lo, y cuando pasé por su poblado me robaron la canoa, me violaron, me llamaron estupideces y me hicieron quedarme en esa pocilga de poblado suyo. Los hombres me tenían encerrada en un corral, donde entraban para violarme, y las mujeres me escupían y me ponían tierra y mierda en la comida, irritadas porque sus hombres me jodían.

BOOK: Imago
13.24Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Secrets of Peaches by Jodi Lynn Anderson
Coming into the End Zone by Doris Grumbach
Prairie Widow by Harold Bakst
Alligator by Shelley Katz
Pompeii: City on Fire by T. L. Higley
A Loving Man by Cait London