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Authors: Octavia Butler

Tags: #Ciencia Ficción

Imago (6 page)

BOOK: Imago
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Si, algún día, Nikanj veía que yo necesitaba cónyuges más de lo que necesitaba a mi familia, me enviaría a la nave, por mucho que yo me opusiese a ello.

5

A medida que pasaban los días fui haciéndome más fuerte. Esperaba, confiaba, deseaba, incluso me suplicaba a mí mismo, que Nikanj no tuviera jamás razón alguna para buscar un consenso dentro de mí. ¡Si al menos el pueblo confiase en mí, percibiese que yo no estaba más interesado en usar mis nuevas habilidades para hacer daño a otros seres vivos de lo que pudiera estarlo en hacérmelo a mí mismo!

Desgraciadamente, a menudo hacía ambas cosas. Al menos una vez al día, Nikanj tenía que corregir algún daño que yo le había causado a Lo…, a la plataforma viva en la que me movía. El color natural de Lo era gris-marrón. Por debajo de mí se volvía amarillo. Le salían ampollas. Aparecían pedazos ásperos, enfermizos. Su olor cambiaba, se hacía hediondo. Partes de Lo se desprendieron. A veces le surgían profundas y supurantes heridas.

Y todo lo que le hacía a Lo me lo hacía también a mí mismo. Pero era por Lo por quien me sentía culpable: Lo era progenitor, compañero de camada, hogar. Era el mundo en el que yo había nacido. Como ooloi, tendría que abandonarlo cuando me atriase. Pero, entretejida, tanto en su estructura genética como en la mía, estaba la inconfundible firma del grupo familiar Lo. Yo hubiera hecho cualquier cosa con tal de no causarle dolor a Lo.

Así que, tan pronto como pude, me levanté de mi plataforma y fui a buscar madera muerta sobre la que dormir.

Lo se comió la madera: aún no era lo bastante inteligente como para poder razonar con él… no lo sería hasta, posiblemente, dentro de unos cien años. Pero tenía conciencia de sí mismo: sabía lo que era parte de él y lo que no. Yo era parte de él…, una de sus muchas partes. No aceptaba tenerme en él y que sin embargo estuviera tan distante, separado por tanta materia muerta. Prefería el daño que yo le pudiera causar, fuera el que fuese, a la nada natural comezón del aparente rechazo.

De modo que seguí causándole daño hasta que estuve totalmente recuperado. Por aquel entonces yo ya sabía, tan bien como cualquier otro, que tenía que irme. El pueblo aún quería que yo fuese a Chkahichdahk, porque la nave era un organismo de mayor edad, más resistente. Como sucedía con casi todos los ooloi, la nave era capaz de protegerse y curarse. Algún día, Lo sería igualmente resistente, pero no antes de otro medio siglo. Y, en la nave, yo podría ser vigilado por muchos más ooloi maduros.

O podía irme al exilio, aquí mismo en la Tierra…, antes de que le hiciera más daño a Lo, o a alguien de Lo. Ésas eran mis únicas posibilidades de elección. A través de Lo, Nikanj había mantenido un control del aire de mi habitación. Se había ocupado de que yo no transformase los microorganismos con los que entrase en contacto. Y, fuera, los insectos me evitaban, del mismo modo que evitaban a todo oankali o construido. De modo que el pueblo me permitiría el exilio en la Tierra.

Sin llegar realmente a hablar de ello en serio, nos preparamos para partir. Mis progenitores humanos hicieron su equipaje, tomando libros de antes de la guerra, herramientas, mudas de ropa y alimentos del huerto de Lilith (alimentos criados en el suelo de la Tierra, no surgidos de la sustancia de Lo), y envolviéndolo todo en hamacas de tela de Lo. Tanto Tino como Lilith sabían que sus cónyuges oankali les podían suministrar todo lo preciso para cubrir sus necesidades físicas, pero no podían aceptar tan fácilmente esa dependencia. Ésta era una característica de los humanos adultos que los oankali jamás lograban entender. Así que, simplemente, la aceptaban lo mejor que les era posible, y se sentían complacidos al ver que los construidos sí que lo entendíamos.

Fui donde estaba mi madre humana y la contemplé hacer su equipaje. No la toqué…, no había tocado a ningún humano desde que había terminado mi metamorfosis. Como recuerdo permanente de mi condición inestable se me había desarrollado un burdo crecimiento rugoso en mi mano derecha. Ya lo había reabsorbido dos veces, pero cada noche me volvía a crecer. Vi que Lilith me lo estaba mirando.

—Se curará —le dije—. Nikanj me ayudará.

—¿Te duele? —preguntó ella.

—No. Sólo lo noto… fuera de lugar. Como un peso muerto que cuelga de un sitio en que no debiera.

—¿Por qué está fuera de lugar?

Miré el crecimiento. Era rojizo y estaba agrietado en algunos puntos, rugoso con piel distorsionada y sangre seca. Siempre parecía estar supurando algo de sangre.

—Yo lo causé —le dije—, pero no entiendo cómo lo hice. Arreglé un par de problemas obvios, pero el crecimiento siempre vuelve.

—Por lo demás, ¿cómo te encuentras?

—Bien, creo. Y, una vez que Ooan me muestre cómo ocuparme de este crecimiento, ya no lo olvidaré.

Pienso que mi olor estaba empezando a molestarla. Dio un paso atrás, pero me miró como si sintiese deseos de tocarme.

—¿Qué quieres que haga por ti?

—Prepárame el equipaje.

Ella pareció sorprendida.

—¿Y qué quieres que te meta en él?

Dudé, temeroso de que mi respuesta fuera a hacerle daño. Pero yo quería llevarme equipaje, y sólo ella podía prepararlo como yo deseaba.

—Quizá ya no vuelva a vivir aquí —le dije.

Parpadeó, y me miró con el dolor que yo había confiado evitarle.

—Quiero cosas humanas —le dije—. Pequeñas cosas humanas que tú y Tino dejaríais atrás. Y quiero batatas de tu huerto…, y mandioca, y frutos y semillas. Muestras de todas las semillas que se necesitan para hacer crecer tus plantas.

—Nikanj te puede dar muestras de células.

—Lo sé…, pero, ¿lo harás tú?

—Sí.

Dudé de nuevo.

—¿Sabes?, de todos modos tendría que abandonar Lo. Incluso sin este exilio. No podría buscar cónyuges aquí, porque estoy emparentado con casi todo el mundo.

—Lo sé. Pero aún pasará un tiempo hasta que te atríes. Y, si te fueras por ese motivo, te volveríamos a ver de nuevo. Pero, si tienes que ir a la nave…, quizá ya no te volvamos a ver.

—Pertenezco a este mundo —le dije—. Y pretendo quedarme en él. Pero, aun así, quiero tener algo vuestro: tuyo y de Tino.

—De acuerdo.

Nos miramos el uno al otro, como si ya nos estuviésemos diciendo adiós…, como si yo fuese el único que se marchase. Entonces la dejé para ir a dar el último paseo por Lo, para despedirme de la gente con la que siempre había vivido. Lo era algo más que un pueblo grande: era un grupo familiar. Todos los machos y hembras oankali estaban relacionados de un modo u otro. Todos los construidos estábamos relacionados también, a excepción de los pocos machos que habían llegado, en su errar por los caminos, de otras poblaciones. Y todos los ooloi se habían convertido en parte de Lo cuando habían tomado cónyuges aquí. Y cualquier humano que se quedaba una larga temporada, unido a una familia oankali, estaba más relacionado con Lo de lo que se imaginaban la mayoría de los humanos.

Era duro tener que decirle adiós a aquella gente, saber que probablemente no iba a volver a verla nunca más.

Era duro no atreverse a tocarlos, ni permitirles a ellos que me tocaran a mí. Pero, de consentirlo, posiblemente le hiciera a alguno de ellos lo que le estaba haciendo constantemente a Lo: cambiarlo, dañarlo… al fin y al cabo era también lo que me estaba haciendo a mí mismo de continuo: cambiarme y dañarme. Claro que, siendo yo un ooloi, teóricamente podía sobrevivir a mayores daños que ellos. Así las cosas, si tocaba a alguien tenía que hacérselo saber a Nikanj.

Por todas partes que ándase, los ooloi me miraban con una terrible mezcla de sospecha y esperanza, miedo y necesidad. Si yo no aprendía a controlarme, ¿cuánto tiempo pasaría antes de que ellos pudieran tener hijos de su mismo sexo? Yo podía hacerles más daño que cualquier otro al que conociesen. Los aguzados y atentos conos de sus tentáculos craneales me seguían a donde quiera que yo fuese, y pesaban sobre mis espaldas como si fueran tremendas cargas. Si había algo de lo que me gustaría alejarme, era de su intensa y sostenida atención.

Fui a visitar a nuestro vecino Tehkorahs, un ooloi cuyos cónyuges humanos eran amigos íntimos de mis padres humanos.

—¿Crees que debería ir al exilio en la nave? —le pregunté.

—Sí. —Su voz era más suave que la mayoría de las voces de ooloi. Y prefería no utilizarla nunca para hablar. Pero los signos de nada valían sin los toques que los acompañaran, e incluso el mismo Tehkorahs no se atrevía a tocarme. Esto me dolía, pues él era un ooloi y, por consiguiente, estaba a salvo de cualquier cosa que yo pudiera hacerle. Repitió su afirmación, cosa rara en él—: Sí.

—¿Y por qué? ¡Me conoces…, no tocaré a la gente! ¡Y aprenderé a controlarme!

—Si puedes.

—…Sí.

—En el bosque hay resistentes. Si estás allí el tiempo suficiente, te encontrarán.

—La mayoría de ellos han emigrado.

—Muchos. No la mayoría.

—No los tocaré.

—Naturalmente que lo harás.

Abrí la boca, luego la cerré, vista la certidumbre mostrada por Tehkorahs. En su afirmación no había reservas ni ocultaciones. Estaba diciendo lo que él creía que era la verdad.

Tras un tiempo, me preguntó:

—¿Tienes mucha hambre…?

No le contesté. No me estaba preguntando si deseaba alimentos, sino si notaba mucha necesidad de ser tocado. Y, justo en el instante antes de que yo me marchase, me abrió sus cuatro brazos. Dudé, luego me adelanté y me abracé con él.

No me tenía miedo. Era como un fuego en el bosque: inflamado de curiosidad, ansias y miedo, y yo me encontré reconfortado y tranquilizado, mientras él me examinaba con cada uno de sus tentáculos con los que podía tocarme, así como con sus dos brazos sensoriales.

Nos alimentamos el uno al otro: mi hambre era de ser tocado, y la suya de saberlo todo, de primera mano, y entenderlo. Observándole, entendí que, sobre todo, estaba buscando el tranquilizarse a sí mismo. Comprendiendo mi cuerpo, quería asegurarse de que yo lograría controlarme. Quería que yo fuese un éxito tan evidente, que a él se le permitiese tener su hijo de su propio sexo. Y pronto.

Cuando me dejó ir, aún no comprendía…

—Tenías mucha hambre —me dijo—. Y eso sólo después de uno o dos días de ser evitado.

Anudó apretadamente sus tentáculos, contra la piel.

—Sabes algo de lo que nosotros, los ooloi, podemos hacer —prosiguió—. Pero creo que no tenías ni idea de lo mucho que necesitamos el contacto con la otra gente. Y tú aún pareces necesitarlo más que nosotros. Pasa más tiempo con tu compañera de camada emparejada, o puedes llegar a convertirte en peligroso.

—No querría hacerle daño a Aaor.

—Nikanj puede curarla hasta que aprendas a hacerlo tú mismo. Si es que lo llegas a aprender.

—Aun así, no quiero hacerle daño.

—No creo que le puedas hacer mucho daño. Y, en cambio, si no tienes parte alguna a la que ir a reconfortarte, puedes acabar siendo como el rayo cuando cae…, que lo hace al azar y casi siempre es mortífero.

Le miré, con mis propios tentáculos de la cabeza tendidos hacia delante, enfocados en él.

—¿De qué te enteraste cuando me examinaste? No quedaste satisfecho. ¿Quiere eso decir que piensas que no aprenderé a controlarme?

—No sé si podrás hacerlo o no. No lo puedo averiguar. Nikanj dice que sí lo podrás hacer, pero que te resultará muy duro. No sé qué es lo que él ve en ti para sacar esa conclusión. Quizá sólo ve a su primer hijo de su mismo sexo.

—¿Aún crees que debería ir a la nave?

—Sí. Por tu propio bien. Por el de todos. —Se frotó su mano derecha, y vi que le había salido en ella un duplicado de mi rugoso y supurante tumor.

—Lo siento —le dije—. ¿Sabes qué es lo que hice mal para causar eso?

—Una combinación de cosas. Aún no las comprendo todas. Deberías de ir a enseñárselo a Nikanj. Ahora mismo.

—¿No te pasará nada a ti?

—No.

Lo miré, echándole ya a faltar…, un ooloi gris pálido, más pequeño de lo normal, del grupo familiar Jah. Desenrolló uno de sus brazos sensoriales y tocó un punto sensorial en mi rostro. Podía ver esos puntos…, igual que podía verlos yo, ahora. Su textura era un poco más rugosa que la piel que los rodeaba. Tehkorahs hizo que el contacto fuera un agudo y dulce estremecimiento de placer, que cayó por encima de mí como una repentina lluvia fresca. Lentamente se fue disipando. Era un adiós.

6

Cuando nos fuimos estaba lloviendo. Una breve cascada de agua que caía del cielo. Lilith decía que las lluvias como ésta ocurrían sólo para recordarnos que vivíamos en una floresta tropical, y que en éstas llueve mucho. Ella había nacido en un lugar desértico llamado Los Ángeles. Y le encantaban las lluvias repentinas, de ésas que le calaban a uno hasta los huesos.

Éramos once en total. Mis cinco padres, Aor y yo, Oni y Hozh, Ayodele y Yedik. Estos cuatro últimos eran mis compañeros de camada más jóvenes. Podrían haber sido dejados atrás, con algunos de los compañeros de camada más adultos, pero ellos no quisieron quedarse. No los culpaba por esto: tampoco a mí me hubiese gustado separarme de mis progenitores, en un estado premetamórfico. Yo mismo, ahora, entre mis dos metamorfosis, los necesitaba. Y la familia no hubiera sido la misma sin los más pequeños. Mis padres ya sólo tenían una pareja de hijos por década. En una situación normal, ya habrían empezado a trabajar en los siguientes, pero, durante los meses de mi metamorfosis, habían decidido esperar hasta que pudieran regresar a Lo…, conmigo o sin mí.

Primero nos dirigimos al huerto de Lilith para recoger algunas frutas y verduras frescas más. Aunque creo que, en realidad, lo que ella y Tino querían era verlo una vez más.

—De todos modos, ya es tiempo de dejar descansar estas tierras —dijo Lilith mientras caminábamos. Cada pocos años cambiaba el asentamiento de su huerto, y dejaba que la selva recuperase el antiguo terreno. Con esos cambios, y con su costumbre de usar fertilizantes y limo del río, había estado utilizando y reutilizando las tierras de los alrededores de Lo durante más de un siglo. Sólo abandonaba sus huertos cuando Lo crecía y se acercaba demasiado a ellos.

Pero este huerto había sido destruido.

No había sido simplemente saqueado. Ocasionalmente, se producían incursiones: los resistentes tenían miedo de atacar a las poblaciones oankali…, tenían miedo de que los oankali comenzasen a considerarlos como verdaderas amenazas y los trasladasen de un modo permanente a la nave. Pero los huertos de Lilith no eran, eso estaba claro, oankali. Los resistentes lo sabían, y parecían sentirse en libertad de robar en ellos frutos o árboles enteros. A Lilith nunca parecía importarle. Sabía lo que los resistentes pensaban de ella o de cualquier humano atriado: que eran traidores a la Humanidad; pero nunca parecía tenérselo en cuenta.

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