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Authors: Douglas Preston

Tags: #Aventuras, Ciencia Ficción, Intriga, Misterio

Impacto (3 page)

BOOK: Impacto
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—Huir constantemente del pasado no honra en absoluto el recuerdo de tu esposa.

A Ford le azoró aquella inesperada, dolorosa y penetrante observación de Lockwood. Suspiró y cruzó los brazos.

—No está mal pagado —dijo el asesor del presidente.

—La CIA no se entrometerá. Lo controlarás todo tú, al frente de tu propio equipo. Cuentas con el respaldo del Despacho Oval. ¿Qué más puedes pedir?

—¿Cuál es mi tapadera?

—Mayorista corrupto norteamericano de piedras preciosas en el mercado negro.

Ford sacudió la cabeza.

—No se lo creerán. A un mayorista no le interesaría saber su procedencia; se conformaría con comprar a intermediarios. Seré alguien que quiere hacerse rico muy deprisa, de una sola tacada; de esos que se creen que conseguirán mejor precio saltándose a los mayoristas y yendo directamente a la fuente.

—¿Es eso un sí?

—Dadme antecedentes con detención por contrabando de cocaína y absolución por cuestiones técnicas.

—¿Qué quieres, que te maten?

—Y dos acusaciones de homicidio brutal, con doble absolución. Así lo pensarán dos veces.

—Si quieres hacerlo así, por mí perfecto.

—Necesitaré oro para repartirlo. Águilas americanas.

—Hecho.

—Quiero traductores a mi disposición las veinticuatro horas del día, toda la semana, que dominen los idiomas más comunes del sureste asiático, especialmente el tailandés. Necesitaré un par de aparatos de última tecnología.

—No hay problema.

—Si sale mal, que me entierren en el cementerio de Arlington con veintiún salvas de cañón y toda esa parafernalia.

—No creo que haga falta —dijo Lockwood, cuyos finos labios dibujaron una sonrisa forzada.

—¿Eso quiere decir que aceptas?

—¿De cuánto es la compensación?

—Cien mil. Igual que la última vez.

—Que sean doscientos, para que pueda pagar el seguro médico de mi secretaria.

Lockwood le tendió la mano y le estrechó la suya.

—Doscientos.

Se estrecharon las manos. Al salir del despacho, Ford vio que el fósil se movía a un kilómetro por minuto en la cuidada mano del político.

5

Mark Corso entró en su modesto apartamento, cerró la puerta y se quedó un momento como si lo viera por primera vez. El llanto de un niño se filtró por las paredes. El aire estaba impregnado de un fuerte olor a beicon frito. El aparato de aire acondicionado, que ocupaba un tercio de la ventana, vibraba cavernoso al escupir una floja corriente. De la calle llegaba un apagado ruido de sirenas. El ventanal del fondo daba a un cruce de tráfico denso, con un túnel de lavado, una hamburguesería para coches y un establecimiento de automóviles de segunda mano.

Era la primera vez que la sordidez general de la vivienda le producía una lúgubre satisfacción, con sus paredes como de papel, sus alfombras manchadas, su ficus muerto en un rincón y unas vistas que dejaban el ánimo por los suelos. La había alquilado hacía un año, a distancia, dejándose engañar por la rutilante descripción de una web y por una serie de fotos hechas con gran habilidad. Visto desde Greenpoint, Brooklyn, parecía puro sueño californiano: un piso grande de una sola habitación «rebosante» de luz, con jardín privado, piscina, palmeras y —lo mejor de todo— un aparcamiento con plaza para él solo.

Por fin podría despedirse de aquel tugurio.

Los últimos meses en la NPF (la National Propulsion Facility) habían sido una locura: primero el despido de su antiguo profesor y mentor, Jason Freeman, y luego el sanguinario asesinato de este durante el allanamiento y robo de su casa. Nada había afectado tanto a Corso desde la muerte de su padre. Freeman llevaba una buena temporada en caída libre: llegaba tarde al trabajo, se saltaba las reuniones, discutía con los compañeros… Corso había oído rumores sobre mujeres y grandes cantidades de alcohol. Personalmente le afectaba mucho, porque Freeman, su antiguo director de tesina en el MIT (el Instituto Tecnológico de Massachusetts), era quien le había hecho entrar en la misión Marte de la NPF.

Por la mañana se había enterado de que le ascenderían al puesto del difunto. Era un enorme paso adelante, con cargo nuevo, más dinero y más prestigio. Aunque tenía menos de treinta años, era más joven que la mayoría de sus colegas, una estrella en ciernes. Aun así, el hecho de que su buena fortuna se hiciera a costa del fracaso de su querido maestro le provocaba sentimientos encontrados.

El ascenso significaba que por fin tendría dinero para rescindir el contrato de alquiler, olvidarse de la fianza y buscarse algo mejor. En eso no tendría dificultades, porque Pasadena no era como Brooklyn: apartamentos de alquiler los había a centenares. Después de un año en la ciudad, conocía bastante bien la zona para saber dónde buscar y qué barrios evitar.

Estaba pensando en eso cuando llamaron tímidamente a la puerta. Dando la espalda a la ventana, se acercó a la mirilla y vio al portero del edificio con algo en la mano. Abrió la puerta. El orondo personaje adelantó un brazo peludo, con una cajita de cartón.

—Un paquete.

Corso lo cogió, le dio las gracias y cerró la puerta. Parecía de Amazon…, pero al fijarse más se quedó helado. Era una caja reutilizada, cuyo remitente era Jason J. Freeman.

Por un instante tuvo la descabellada idea de que Freeman no estaba muerto, sino que el viejo réprobo se había ido a México, o algo así. Luego se fijó en el matasellos, que tenía diez días de antigüedad, y en el sello de Media Mail de la caja. Diez días… Freeman había enviado el paquete dos días antes de ser asesinado, y llevaba en tránsito desde esa fecha.

Con el pulso desbocado, fue en busca de un cuchillo de cocina para abrir la caja. Después de sacar algunas hojas de periódico arrugadas, encontró una carta, y debajo de ella un disco duro de alta densidad con el logo impreso de la misión Marte. Sintió como unas náuseas repentinas al sacarlo y ver que era confidencial.

#785A56H6T 160Tb

CLASIFICADO: NO DUPLICAR

Propiedad de NPF

Instituto Tecnológico de California

Dirección Nacional de Aeronáutica y del Espacio

La mano de Corso tembló al dejar el disco en la mesita de centro, y luego abrió el sobre. Contenía una carta escrita a mano.

Querido Mark:

Lamento cargarte con este peso, pero no tengo alternativa. Iré al grano, porque no tengo tiempo para escribir. Chaudry y Derkweiler son tontos de remate, animales políticos de los pies a la cabeza, incapaces de entender la importancia de lo que he descubierto. Es algo gordísimo, increíble. No pienso decírselo a ese par de capullos, y menos después de cómo me han tratado. La NPF es un nido de serpientes, lleno de almorranas que se creen algo y que lo único que tienen es mierda incrustada. Todo es pura política, nada que ver con la ciencia. Yo ya no lo podía aguantar. Allí es imposible trabajar.

Resumiendo, que me las he visto venir y me he llevado de extranjis este disco duro antes de que me echasen.

Ya te lo contaré algún día ante un par de martinis, pero ahora mismo no te necesito para eso. Durante mi última semana en la NPF cometí una estupidez enorme y comprometedora, y esta es la razón por la que tengo que dejar este disco en tus manos; solo unos días, como precaución, mientras se enfrían las cosas. Hazlo por mí, Mark. Te lo pido por favor. Eres el único que me merece confianza.

No te pongas en contacto conmigo, ni me llames. Tú espera, que no tardarás mucho en recibir noticias mías. De momento me encantaría saber qué piensas sobre los datos de rayos gamma que hay aquí dentro, si tienes ocasión de echarles un vistazo.

JASON

Y al final de todo, escrita a toda prisa, como si se le hubiera olvidado, estaba la contraseña del disco duro.

Durante unos instantes Corso no pudo ni pensar; solo miraba la carta, hasta que se dio cuenta de que su mano estaba temblando.

Era un desastre, una catástrofe inimaginable, un fallo de seguridad que salpicaría a todos los implicados y lo jodería todo. Aparte de que la presencia de aquel disco duro clasificado fuera del edificio constituía una grave ilegalidad, el mero hecho de que Freeman hubiera conseguido birlarlo armaría un escándalo. Desde el primer día les habían inculcado las restricciones sobre la información clasificada. Tolerancia cero. Recordó el escándalo de Los Álamos, en los noventa, cuando se echó en falta un solo disco duro confidencial. Salió en primera página del
New York Times,
obligaron a dimitir al director y expulsaron a decenas de científicos. Fue una escabechina.

Se sentó con la cabeza entre las manos, estirándose el pelo. ¿Cómo había conseguido sacarlo Freeman? Aquellos discos tenían que envolverse cada noche con precinto de seguridad, y luego se guardaban en una caja fuerte. Estaban encriptados a conciencia, y tenían alarmas físicas. Cada vez que los usaba alguien, quedaba constancia en el historial de seguridad permanente del usuario. Solo con alejarlos más de una determinada distancia del servidor aprobado se disparaban las alarmas.

Freeman se había saltado todo eso, a saber cómo.

Se frotó los ojos con las palmas de las manos, e intentó tranquilizarse. Si informaba a la NPF, sería un escándalo que ensombrecería toda la misión Marte y los salpicaría a todos, especialmente a él. Se conocían desde hacía años. Era Freeman quien le había presentado y avalado. Se sabía que era un protegido del profesor, a quien había tratado de ayudar en sus últimos meses de caída libre.

Pero, claro, tenía que hacer lo más correcto, que era informar. No había alternativa. Tenía que hacerlo.

¿O no? ¿Qué era lo mejor, lo más correcto o lo más inteligente?

Empezó a entender por qué el científico se lo había mandado por correo ordinario en vez de hacerlo por alguna otra vía. De esa manera no se le podía seguir el rastro. No se requería firma, ni había un número de seguimiento.

Si Corso destruía el disco duro y fingía no haberlo recibido, nadie se enteraría. Tarde o temprano quizá descubriesen que faltaba el disco y que se lo había llevado Freeman, pero como estaba muerto, el asunto no tendría mayores consecuencias. Nunca seguirían el rastro del disco hasta Corso.

Empezó a tranquilizarse. El problema tenía solución. Haría lo más inteligente: destruir el disco duro y hacer como si no lo hubiera recibido. Al día siguiente subiría en coche a las montañas, y allá arriba, durante una excursión, lo haría pedazos y luego los quemaría, dispersaría y enterraría.

Inmediatamente se sintió aliviado. Estaba claro que era el modo correcto de enfrentarse al problema.

Se levantó para ir a la cocina a coger una cerveza. Bebió un trago muy frío y volvió al salón; se quedó mirando fijamente el disco duro en la mesa de centro. Freeman se excitaba con facilidad, y estaba un poco loco, pero también era muy inteligente. ¿Qué sería eso tan gordo de los rayos gamma? Sintió que se le despertaba la curiosidad.

Antes de quitarse el disco de encima, le echaría un vistazo para ver de qué narices hablaba su mentor.

6

Abbey, al timón, llevaba el barco langostero hacia el muelle flotante. Echó una defensa y acostó limpiamente. «¿Lo ves, papá? —pensó. —Soy perfectamente capaz de pilotar tu barco.» Su padre, como cada año, se había ido a California a ver a su hermana mayor, que era viuda, y estaría fuera una semana. Abbey le había prometido cuidar el barco, comprobar que estuviera en buen estado y mirar a diario la sentina.

Era lo que pensaba hacer, pero en el agua.

Se acordó de los veranos de sus trece o catorce años —cuando aún vivía su madre—, aquellas mañanas en las que salía con su padre a pescar langostas. Hacía de segundo de a bordo: poner cebos en las trampas, medir y clasificar las langostas y devolver las pequeñas al agua. Le daba rabia que su padre nunca le hubiera dejado ponerse al timón, ni una sola vez. Luego, ya huérfana de madre, y en la universidad, su padre se había buscado a otro segundo, y no había querido reintegrarla al puesto cuando ella volvió. «No sería justo para Jake —decía. —Él se gana la vida trabajando. Tú te irás a la universidad.»

Pensó en otra cosa. El mar de antes del alba era un espejo. Al ser domingo, día en que era ilegal pescar, no había langosteras a la vista. En el puerto reinaba la calma, y en el pueblo el silencio.

Echó un par de cabos a Jackie, que los amarró a las cornamusas. Tenían el material apilado en el muelle: neveras portátiles, un bidón pequeño de propano, un par de botellas de Jim Beam, dos petates, cajas de comida no perecedera, ropa para el mal tiempo, sacos de dormir y almohadas. Empezaron a guardarlo todo en la cabina. Mientras trabajaban, el sol salió sobre la línea del mar y vertió lingotes de oro por el agua.

Al salir de la cabina de control, Abbey oyó un petardeo de motor de coche, y el ruido de un cambio de marchas. Procedía de arriba, del embarcadero. Poco después apareció alguien al final de la rampa.

—Oh, no, mira quién ha venido —dijo Jackie.

Randall Worth bajó tranquilamente por la rampa. A pesar de los diez grados de temperatura, llevaba una camiseta ceñida, sin mangas, que dejaba a la vista unos tatuajes asquerosos de presidiario.

—¡Anda, pero si son Thelma y Louise!

Era alto, nervudo, con el pelo grasiento hasta los hombros, la cara picada de viruela y la barbilla sin afeitar. Aunque no había subido nunca a una moto de verdad, llevaba botas de cuero de motorista, con cadenas colgando. Su sonrisa burlona dejaba a la vista dos hileras de dientes marrones y podridos.

Abbey siguió cargando el barco como si no lo hubiera visto. Lo conocía de casi toda la vida, pero aún no daba crédito a la catástrofe infligida a sí mismo por quien fuera un niño simpático y tonto, con pecas; aquel niño que siempre era el peor jugador de toda la liga infantil, aunque nunca dejaba de esforzarse. Quizá la culpa fuera del apodo acuñado inevitablemente a partir de su apellido, y coreado en los partidos de béisbol: «Worthless, Worthless…».
[1]

—¿Os vais de vacaciones? —preguntó él.

Abbey subió un petate por la borda. Jackie lo embutió en un rincón del puesto de mando.

—Desde que salí de la cárcel no me habéis venido a ver ni una sola vez. Estoy dolido.

Abbey cargó el segundo petate. Casi habían terminado. No veía el momento de alejarse de Worth.

—Os estoy hablando.

—Jackie —dijo Abbey—, coge la otra asa de la nevera.

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