Infancia (escenas de una visa en provincia) (20 page)

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Authors: John Maxwell Coetzee

Tags: #Autobiografía, Drama

BOOK: Infancia (escenas de una visa en provincia)
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El no necesita oír más. Conoce a su padre, sabe lo que está pasando. Su padre ansía aprobación, hará cualquier cosa por agradar. En los círculos en los que se mueve su padre, sólo hay dos modos de agradar: invitar a la gente a copas y prestarles dinero.

Los niños no deben entrar en los bares. Pero en el bar del hotel de Fraserburg Road él y su hermano están sentados a una mesa del rincón, bebiendo zumo de naranja, mientras observan cómo su padre paga rondas de brandy y agua a extraños, dándoles a conocer este otro lado suyo. El conoce el estado de bondad expansiva que el brandy genera en su padre, el cacareo, las grandes muestras de derroche.

Con ansiedad y melancolía, escucha los monólogos de quejas de su madre. Aunque a él ya no lo engañan los ardides de su padre, no confía en que ella pueda oponerles resistencia: ha visto con demasiada frecuencia en el pasado cómo su padre la engatusa a su manera. «No lo escuches —la advierte—. No hace más que mentirte.»

El problema con Le Roux se agrava. Hay largas conversaciones telefónicas. Empieza a salir un nuevo nombre: Bensusan. Bensusan es formal, dice su madre. Bensusan es judío, no bebe. Bensusan va a rescatar a Jack, va a encauzarlo de nuevo por el buen camino.

Pero resulta que Le Roux no es el único. Hay otros hombres, otros compañeros de copas, a los que su padre ha estado prestándoles dinero. El no puede creérselo, no puede entenderlo. ¿De dónde sale todo ese dinero, cuando su padre no tiene más que un traje y un par de zapatos, y tiene que coger el tren para ir a trabajar? ¿Realmente se consigue tanto dinero librando a la gente?

El nunca ha visto a Le Roux, pero puede figurarse cómo es con bastante facilidad. Imagina que Le Roux es un
afrikaner
rubicundo de bigote rubio; lleva traje azul y corbata blanca; está algo gordo y suda mucho y cuenta chistes verdes levantando la voz.

Le Roux se sienta con su padre en un bar de Goodwood. Cuando su padre no lo está mirando, Le Roux, a sus espaldas, les hace un guiño a los demás hombres del bar. Le Roux ha tomado a su padre por un bufón. Le consume la vergüenza de que su padre sea tan estúpido.

El dinero resulta no ser en realidad de su padre. Ese es el motivo de que Bensusan se haya involucrado. Bensusan está trabajando para la Sociedad de Derecho. El asunto es serio. El dinero es de la cuenta de crédito de su padre.

—¿Qué es un crédito? —le pregunta a su madre.

—Es dinero que tiene fiado.

—¿Por qué fía la gente su dinero? —dice él—. Deben estar locos.

Su madre menea la cabeza.

—Los abogados tienen cuentas de crédito, Dios sabrá por qué —le dice—. Con el dinero, Jack es como un niño —continúa.

Bensusan y la Sociedad de Derecho han entrado en escena porque es gente que quiere salvar a su padre, gente de los viejos tiempos, cuando su padre era interventor de alquileres, antes de que los nacionalistas se hicieran con el poder. Tienen buena disposición con su padre, no quieren que vaya a la cárcel. Por los viejos tiempos, y porque tiene esposa y niños, mirarán hacia otro lado ante ciertas cosas, llevarán a cabo ciertos convenios. Puede ir reembolsando lo que debe durante cinco años; después se pasará página, el asunto estará olvidado.

Su madre busca asesoría legal. Le gustaría separar sus bienes de los de su marido antes de que les golpee algún nuevo desastre: la mesa del salón, por ejemplo; la cómoda con el espejo; la mesa de madera para el café que le regaló la tía Annie. Le gustaría que el contrato matrimonial, que hace a los dos responsables de las deudas del otro, fuera rectificado.

Pero resulta que los contratos matrimoniales son inamovibles. Si su padre se hunde, su madre se hunde también, ella y sus niños.

A Eksteen y al mecanógrafo se los despacha; el bufete de Goodwood ha cerrado. Nunca llega a descubrir qué ocurre con la ventana verde de las letras doradas. Su madre continúa enseñando. Su padre empieza a buscar trabajo. Todas las mañanas sale puntual a las siete para la ciudad. Pero una hora o dos más tarde —ese es su secreto—, cuando todos los demás han dejado la casa, está de vuelta. Se pone otra vez el pijama y se mete en la cama con el crucigrama del Cape Times, media botella de brandy y una jarra de agua. A las dos de la tarde, antes de que los demás regresen, se viste y se va al club.

El club se llama Wynberg Club, pero en realidad es sólo parte del Wynberg Hotel. Allí su padre come y se pasa la tarde bebiendo. En algún momento pasada la medianoche —el ruido lo despierta, no duerme muy profundamente—, un coche se para ante la casa, la puerta de la entrada se abre, su padre pasa y va directo al lavabo. Luego, de la habitación de sus padres vienen ráfagas de acalorados murmullos. Por la mañana hay manchas de color amarillo oscuro en el suelo del lavabo y en la tapa del váter, y un olor dulzón nauseabundo.

Escribe una nota y la pone en el retrete:

POR FAVOR, LEVANTA LA TAPA.

No hacen caso. Orinar sobre la tapa del retrete se convierte en el último acto desafiante de su padre contra una mujer y unos niños que ya no le dirigen la palabra.

Descubre el secreto de su padre un día que no va al colegio porque está enfermo o finge estarlo. Desde su cama escucha el roce de la llave en el cerrojo de la puerta de entrada, escucha a su padre sentarse en la habitación de al lado. Más tarde, culpables, enfadados, se cruzan por el pasillo.

Antes de dejar la casa por las tardes, su padre vacía el buzón y separa ciertas cartas, que esconde en el fondo de su armario, debajo del forro de papel. Cuando todo se desborda, es el alijo de cartas del armario —cuentas de los tiempos de Goodwood, cartas de demanda, cartas de abogados— lo que más amarga a su madre. «Si lo hubiera sabido, al menos podría haber trazado un plan —dice—. Ahora todo está perdido.»

Hay deudas por todas partes. Los demandantes vienen a todas horas del día y de la noche, demandantes que él no consigue ver. Cada vez que llaman a la puerta, su padre lo encierra en su habitación. Su madre recibe a los visitantes en voz baja, los acomoda en el salón, cierra la puerta. Después la oye despotricar para sí en la cocina.

Se habla de Alcohólicos Anónimos, de que su padre debería ir a Alcohólicos Anónimos para probar su sinceridad. Su padre lo promete pero no va.

Una soleada mañana de sábado llegan dos empleados de los tribunales para hacer un inventario de lo que contiene la casa. Él se retira a su habitación e intenta leer, pero no funciona: los hombres necesitan acceder a su habitación, a todas las habitaciones. Se va al patio trasero. Incluso allí lo siguen, mirando a su alrededor, tomando notas en una libreta.

Hierve de rabia constantemente.
Ese hombre
, llama a su padre cuando habla con su madre, demasiado lleno de odio como para darle un nombre: ¿Por qué hemos de tener algo que ver con ese hombre? ¿Por qué no dejas que ese hombre vaya a la cárcel?

Tiene veinticinco libras en su libreta de ahorros. Su madre le jura que nadie va a coger sus veinticinco libras.

Los visita un tal señor Golding. Aunque el señor Golding es de color, de algún modo está en una posición de poder con respecto a su padre. Se hacen cuidadosos preparativos para la visita. Se recibirá al señor Golding en el cuarto que da a la calle, como a otros demandantes. Se le servirá té en el mismo juego de té. A cambio de tal hospitalidad, se espera que el señor Golding no los lleve a juicio.

El señor Golding llega. Lleva un traje cruzado, no sonríe. Se bebe el té que sirve su madre pero no promete nada. Quiere su dinero.

Después de que se haya ido hay una discusión sobre qué hacer con la taza de té. La costumbre, según parece, es que cuando una persona de color ha bebido en una taza, hay que romperla. Él se sorprende de que la familia de su madre, que no cree en nada, crea en esto. Sin embargo, al final su madre sólo lava la taza con lejía.

En el último minuto la tía Girlie de Williston acude al rescate, por el honor de la familia. Establece ciertas condiciones, una de ellas que Jack no ejerza nunca más como abogado.

Su padre está de acuerdo con las condiciones, accede a firmar el documento. Pero cuando llega la hora, cuesta muchos halagos sacarlo de la cama. Al final comparece, con unos pantalones grises holgados, la parte de arriba del pijama y descalzo. Firma sin decir una palabra; luego se vuelve a la cama otra vez.

Más tarde se viste y sale. No saben dónde pasa la noche; no regresa hasta el día siguiente.

—¿Qué sentido tiene hacerle firmar? —se queja a su madre—. Nunca paga sus otras deudas, ¿por qué iba a pagarle a Girlie?

—No te preocupes, yo pagaré por él —le contesta.

—¿Cómo?

—Trabajaré para hacerlo.

Hay algo en su comportamiento ante lo que el chico no puede seguir tapándose los ojos, algo extraordinario. Con cada nueva revelación parece hacerse más fuerte y más testaruda. Es como si ella se estuviera cargando de calamidades sin otro propósito que mostrarle al mundo cuánto es capaz de soportar. «Pagaré todas sus deudas —dice—. Pagaré a plazos. Trabajaré.»

Su absurda determinación lo encoleriza hasta tal punto que le entran ganas de golpearla. Está claro lo que se esconde detrás. Quiere sacrificarse por sus hijos. Sacrificio sin fin: está demasiado familiarizado con ese espíritu. Pero una vez que ella se haya sacrificado por entero, una vez que haya vendido toda su ropa, que haya vendido cada uno de sus zapatos, y esté paseándose con los pies ensangrentados, ¿en qué lugar quedará él? Es un pensamiento que no puede soportar.

Llegan las vacaciones de diciembre y su padre todavía no tiene trabajo. Ahora están los cuatro en casa, como ratas en una jaula, evitándose los unos a los otros, escondiéndose en habitaciones separadas. Su hermano lee cómics absorto: el
Eagle
, el
Beano
. El que le gusta a él, su favorito, el
Rover
, con sus historietas de
Alf Tupper
, el campeón de la milla que trabaja en una fábrica de Manchester y vive a base de varitas de pescado y patatas fritas. Trata de olvidarse de sí mismo, pero no puede evitar aguzar los oídos a cada susurro y crujido que suena en la casa.

Una mañana hay un silencio extraño. Su madre está fuera, pero algo en el aire, un olor, un ambiente, una pesadez, le dice que
ese hombre
está todavía aquí. Seguramente ya está despierto. ¿Será posible que, maravilla de las maravillas, se haya suicidado?

Pero si se ha suicidado, ¿no sería mejor hacer como si no se diera cuenta, de modo que las pastillas contra el insomnio o lo que se haya tomado tengan tiempo de actuar? ¿Y cómo puede impedir que su hermano dé la alarma?

En la guerra que le ha declarado a su padre, nunca ha estado muy seguro del apoyo de su hermano. Desde que tiene memoria, la gente siempre dice que él ha salido a su madre, mientras que su hermano guarda parecido con su padre. Sospecha que es posible que su hermano se muestre débil con su padre; sospecha que su hermano, con su cara pálida y preocupada y su tic en el párpado, es débil en general.

Sin duda, lo mejor sería evitar la habitación de
ese hombre
, de forma que si hay preguntas después, pueda decir «Estaba hablando con mi hermano» o «Estaba leyendo en mi habitación». Pero no puede resistir la curiosidad. Va de puntillas hasta la puerta, la empuja, echa un vistazo.

Es una mañana calurosa de verano. Sopla poco viento, tan poco que puede oír el gorjeo de los gorriones fuera, el zumbido de las alas. Las contraventanas están cerradas, las cortinas echadas. Huele a sudor de hombre. En la oscuridad puede distinguir a su padre tumbado en la cama. De las paredes de la garganta le sale un débil sonido de gárgaras cuando respira.

Se acerca. Sus ojos se van acomodando a la luz. Su padre tiene puestos los pantalones del pijama y una camiseta de algodón. No se ha afeitado. Tiene una V roja en el cuello, donde el tostado del sol linda con la palidez del pecho. Junto a la cama hay un orinal donde las colillas flotan en la orina pardusca. Es lo más asqueroso que ha visto en su vida.

No hay píldoras. El hombre no se está muriendo, sólo duerme. No tiene el valor de tomarse una sobredosis de píldoras para dormir, igual que no tiene valor para salir fuera y buscar trabajo.

Desde el día en que su padre regresó de la guerra han luchado, en una segunda guerra en la que su padre no ha tenido oportunidad de ganar porque nunca podría haber previsto lo despiadado, lo tenaz que iba a ser su enemigo. Durante siete años esta guerra les ha ido oprimiendo; hoy él ha salido victorioso. Se siente como el soldado ruso en la puerta de Brandeburgo, alzando la bandera roja sobre las ruinas de Berlín.

Pero al mismo tiempo desearía no estar aquí, convertido en testigo de la vergüenza. ¡Injusto!, quiere gritar: ¡Sólo soy un niño! Desearía que alguien, una mujer, lo cogiera entre sus brazos, curara su herida, lo tranquilizara diciéndole que sólo había sido un mal sueño. Piensa en la mejilla de su abuela, suave y fría y seca como la seda, ofreciéndose a él para besarla. Desearía que su abuela viniera y lo arreglara todo.

Una bola de flema se queda atrapada en la garganta de su padre. Tose, se da la vuelta: los ojos abiertos, los ojos de un hombre totalmente consciente, totalmente seguro de donde está. Los ojos lo abarcan mientras está allí de pie, donde no debería estar, espiando. Los ojos no enjuician pero tampoco son benevolentes.

La mano del hombre desciende perezosamente y acomoda los pantalones del pijama.

Hubiera esperado que el hombre dijera algo, cualquier cosa —«¿Qué hora es?»— para ponérselo más fácil. Pero el hombre no dice nada. Los ojos siguen mirándolo, pacíficos, distantes. Luego se cierran y se duerme de nuevo.

Vuelve a su habitación, cierra la puerta.

Algunas veces la oscuridad se levanta. En el cielo, que habitualmente se cierne terso y pegado a su cabeza, no al alcance de sus manos pero tampoco mucho más lejos, se abre una rendija, y por un momento puede ver el mundo como realmente es. Se ve a sí mismo con su camisa blanca remangada y los pantalones cortos grises que pronto se le quedarán pequeños: no un niño, no lo que cualquier transeúnte llamaría un niño, demasiado crecido para eso ahora, demasiado crecido para utilizar esa excusa, y sin embargo todavía tan estúpido y encerrado en sí mismo como un niño: infantil, lerdo, ignorante, retrasado. En momentos como este puede ver a su padre y a su madre también desde arriba, sin odio: no como dos pesos grises y amorfos que se sientan sobre sus hombros, tramando su desdicha día y noche, sino como un hombre y una mujer que viven las vidas que les han tocado en suerte, insulsas y llenas de problemas. El cielo se abre, él ve el mundo tal como es, luego el cielo se cierra y él es él otra vez, viviendo la única historia que está dispuesto a aceptar, la historia de sí mismo.

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