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Authors: Connie Willis

Tags: #Ciencia Ficción, Humor

Infiltrado (6 page)

BOOK: Infiltrado
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—¿Qué haces? —pregunté—, pensé que ibas…

Se llevó un dedo a los labios.

—Está aquí —formó con la boca y Ariaura entró.

Seguía llevando la túnica púrpura y el maquillaje de la actuación, así que debía de haber venido directamente del seminario, pero no aulló con furia como la última vez. Parecía asustada.

—¿Qué me estás haciendo? —preguntó con un estremecimiento en la voz—, y no digas que no haces nada. Vi la cinta. Eres… yo también quiero saberlo —exigió la voz grave—. ¿Qué demonios has estado haciendo? Creía que dirigías una revista que trabajaba para detener el tipo de aguas fecales que escupe esta alta sacerdotisa de las chorradas. Hoy estaba otra vez con lo mismo, conjurando a espíritus y quitándole el dinero a un montón de idiotas atontados por el misticismo, y ¿y dónde demonios estabas? No te vi allí, abriendo cabezas.

—No fuimos porque no queríamos animarla en caso de que fuese… —Kildy vaciló—. No estamos seguros… es decir, de con quién estamos tratando… —vaciló.

—Ariaura —dije con firmeza—. Finges ganarte la vida canalizando espíritus del plano astral. ¿Por qué deberíamos no creer que no estés fingiendo canalizando a H. L. Mencken?

—¿Fingiendo? —dijo con voz de sorpresa—. ¿Crees que soy algo que esa Jezabel de tres al cuarto se ha inventado? —Se dejó caer con fuerza sobre una silla frente a mi mesa y sonrió con ironía—. Tienes toda la razón. Yo tampoco me lo hubiese creído. Eres un escéptico de los míos.

—Sí —dije—. Y como escéptico, necesito una prueba de que eres quien dices ser.

—Es justo. ¿Qué tipo de prueba?

—Querríamos hacerle algunas preguntas —dijo Kildy.

Ariaura se dio un golpe en las rodillas.

—Que salte la chispa.

—Vale —dije—. Ya que mencionas el fuego, ¿cuándo fue el incendio de Baltimore?

—Sólo cuatro —dijo ella con rapidez—. Febrero. Un frío del demonio —sonrió—. Nunca me lo he pasado mejor.

Kildy me miró.

—¿Qué bebía tu padre? —preguntó.

—Whisky de centeno.

—¿Qué bebías tú? —preguntó.

—Desde 1919, todo lo que pudiese pillar.

—¿De dónde eres? —preguntó Kildy.

—De la ciudad más hermosa del mundo.

—¿Qué es? —dije.

—¿Qué es? —rugió ella indignada—. ¡Bawlmer!

Kildy me dedicó una mirada.

—¿Qué es el Club de la Noche del Sábado? —ladré.

—Una sociedad alcohólica —dijo ella—, con acompañamiento musical.

—¿Qué instrumento tocabas?

—Piano.

—¿Qué dice la ley Mann?

—¿Por qué? —dijo ella guiñándole un ojo a Kildy—. ¿Planeas llevarla al otro lado de la frontera del estado? ¿Es menor de edad?

No hice caso. —Si realmente eres Mencken, odias a los charlatanes, por tanto, ¿por qué ocupar el cuerpo de Ariaura?

—¿Por qué va la gente al zoológico?

Era buena, debía admitirlo. Y rápida. Escupía respuestas tan rápido como yo podía plantear preguntas sobre el
Sun, Stnart Set
y William Jennings Bryan.

—¿Por qué fuiste a Dayton?

—Para ver un circo de tres pistas. Y poner nerviosos a los animales.

—¿Qué te llevaste?

—Una máquina de escribir y cuatro cuartos de galón de whisky. Debería haberme llevado un abanico. Hacía más calor que en el séptimo círculo del infierno, y con la misma compañía.

—¿Qué comió mientras estuviste allí? —preguntó Kildy.

—Pollo frito y tomates. En todas las comidas. Incluso el desayuno.

Le pasé el panfleto del evangelista falso que Mencken había pasado durante el juicio de Scopes.

—¿Qué es esto?

Ariaura lo miró, le dio la vuelta y lo miró por el otro lado.

—Parece ser una circular.

Y allí tenía la prueba que necesitaba, pensé con suficiencia. Mencken la habría reconocido al instante.

—¿Sabes quién escribió esa hoja? —empecé a preguntar, pero me lo pensé mejor. La pregunta en sí revelaría la respuesta. Y sería mejor no emplear la palabra «prospecto».

—¿Conoces los acontecimientos descritos en la circular? —pregunté en su lugar.

—Me temo que no puedo responder —dijo ella.

Entonces no eres Mencken, pensé. Dirigí una mirada de triunfo a Kildy.

—Pero lo haría —dijo Ariaura—, si tuvieses la amabilidad de leerme lo que pone.

Me devolvió el prospecto, y yo me quedé allí de pie, mirando una y otra vez al papel y a ella.

—¿Qué pasa, Rob? —dijo Kildy—. ¿Algo va mal?

—Nada —dije—. La circular no importa. ¿De qué trataba su primer reportaje publicado?

—Una calesa robada con caballo —dijo ella y procedió a contar toda la historia, pero yo no prestaba atención.

No sabía de qué trataba el prospecto, pensé, porque no podía leer. Porque en 1948 había quedado afásico debido a una apoplejía, lo que le había dejado incapaz de leer y escribir.

Capítulo 6

«Tenía un lugar agradable y limpio en el que hospedarme, señora, y lo dejé para venir aquí.»

La herencia del viento

—No demuestra nada —le dije a Kildy después de que Ariaura se hubiese ido. Había salido abruptamente de la interpretación de Mencken después de que le preguntase en qué calle de Baltimore vivía, nos había mirado perpleja y luego se había largado sin decir ni una palabra—. Ariaura pudo saber de la apoplejía de Mencken de la misma forma que yo —dije—, leyéndolo en un libro.

—Entonces, ¿a qué ponerse blanco de esa forma? —dijo Kildy—. Pensé que ibas a desmayarte. ¿Y por qué no iba ella a responder a la pregunta? Se sabía la respuesta a todas las demás.

—Probablemente no conociese ésa y se tratase de su respuesta de emergencia —dije—. Me pilló desprevenido, eso es todo. Había esperado que memorizase las respuestas, no…

—Exacto —me interrumpió Kildy—. Alguien que estuviese fingiendo habría dicho que tenía afasia debido a una apoplejía si se lo preguntases directamente, pero no habría… y no fue la única ocasión. Cuando le preguntaste por el incendio de Baltimore, dijo que nunca se lo había pasado mejor. Alguien que estuviese fingiendo te hubiese dicho qué edificios se quemaron o lo horrible que fue.

Y no había dicho «1904» o «cero cuatro», sino «sólo cuatro». Nadie habla así hoy en día, y no era algo que hubiese aparecido en los escritos de Mencken. Era algo que la gente decía, no escribía, y no era posible que Ariaura…

—No demuestra que él sea Mencken —dije y me di cuenta que había dicho «él». Y que gritaba. Bajé la voz—. No es más que un truco ingenioso, eso es todo. Y el simple hecho de que no sepamos cómo se realiza el truco no significa que no sea un truco. Puede que la entrenasen para ese papel,
incluyendo
decirle cómo fingir que no puede leer cuando le muestran algo impreso, o podría estar conectada con alguien con un ordenador.

—Lo comprobé. No llevaba auriculares, y si alguien estuviese buscando las respuestas para pasárselas, respondería más despacio, ¿no?

—No necesariamente. Puede que Ariaura tenga memoria fotográfica.

—Pero en ese caso, ¿no se dedicaría a leer la mente en lugar de a canalizar?

—Quizá lo hacía. No sabemos a qué se dedicaba antes de Salem —dije, pero Kildy tenía razón. Alguien con memoria fotográfica podía ganar una fortuna como vidente o médium, y en la representación de canalización de Ariaura no había ni rastro de memoria fotográfica… hablaba con generalidades.

—O es posible que obtenga las respuestas por otro medio —dije.

—¿Y si no es así, Rob? ¿Y si realmente está canalizando el espíritu de Mencken?

—Kildy, los canalizadores son farsantes. No existen los espíritus, las vibraciones simpáticas o el plano astral.

—Lo sé —dijo—, pero sus respuestas eran tan… —agitó la cabeza—. Y había algo en él, en su voz y su forma de moverse…

—Se llama actuar.

—Pero Ariaura es una actriz horrible. La viste hacer de Isus.

—Vale —dije—. Supongamos por un minuto que se trata de Mencken, y que en lugar de encontrarse en la tumba familiar en el cementerio Louden Park, su espíritu flota por el éter, ¿por qué iba a regresar a este momento en particular? ¿Por qué no volvió cuando Uri Geller iba doblando cucharas por las esquinas, o cuando Shirley MacLaine aparecía en todos los programas del universo? ¿Por qué no regresó en los cincuenta cuando Virginia Tighe afirmaba ser Bridey Murphy?

—No lo sé —admitió Kildy.

—¿Y por qué iba a decidir aparecer por medio del «canal» de una estafadora de tercera como Ariaura? Él
odiaba
a los charlatanes como ella.

—Quizá por eso regresase, porque sigue habiendo gente como ella y él no ha terminado lo que pretendía hacer Ya le oíste… dijo que se había ido demasiado pronto.

—Hablaba del juicio Scopes.

—Quizá. Le oíste, dijo «Dejaste que los charlatanes y los mentirosos tomasen el control». O quizá… —se detuvo.

—¿Quizá qué?

—Quizá regresó para ayudarte, Rob. Aquella vez que estabas tan frustrado por lo de Charles Fred, te oí decir: «¿Dónde demonios está H. L. Mencken cuando le necesitas?». Quizá te oyó.

—Y decidió venirse desde un mismísimo plano astral que no existe para ayudar a un escéptico del que nadie ha oído hablar.

—No es
tan
inconcebible que alguien se interesase por ti —dijo Kildy—. Yo… yo quiero decir que tu labor es muy importante, y Mencken…


Kildy
—dije—. No lo creo.

—Yo tampoco… simplemente… debes admitir que se trata de una ilusión muy convincente.

—Sí, también lo eran los golpes en la mesa de las hermanas Fox y la vida pasada de Virginia Tighe como lavandera irlandesa en el Dublín de la década de 1880, pero ambos casos tenían una explicación lógica, y ni siquiera era muy compleja. Los detalles que conocía Bridey Murphy resultaron ser de la niñera irlandesa de Virginia Tighe. Las hermanas Fox restallaban los dedos de sus pies, por amor de Dios.

—Tienes razón —dijo Kildy, pero no parecía del todo convencida, y eso me preocupaba. Si la imitación de Mencken que hacía Ariaura podía engañar a Kildy, entonces podría engañar a cualquiera, y «Estoy seguro de que es un truco, aunque no sepa cómo lo hace» no iba a valer mucho cuando los medios me pidiesen una declaración. Tenía que resolverlo pronto.

—Ariaura debe de obtener su información sobre Mencken de algún sitio —dije—. Debemos descubrir de dónde. Debemos comprobar las librerías y la biblioteca. E Internet —dije, con la esperanza de que no fuese eso lo que usaba. Llevaría una eternidad encontrar los sitios que visitaba.

—¿Qué quieres que haga yo? —preguntó Kildy.

—Quiero que repases las transcripciones, como propusiste, y descubras de dónde han salido las citas, para saber de qué obras en concreto estamos hablando —le dije—. Y quiero que hables con tu publicista y con cualquiera que haya asistido a los seminarios y descubras si alguien ha tenido una sesión privada con Ariaura. Quiero saber qué pasa en esas sesiones. ¿Está usando a Mencken para algún propósito que no conocemos? Mira a ver si puedes descubrirlo.

—Podría pedirle a Riata que fuese a una —propuso.

—Es buena idea —dije.

—¿Qué hay de las preguntas? ¿Quieres que intente inventar algunas más difíciles que las que le hicimos a él… es decir, a ella?

Negué con la cabeza.

—Hacer preguntas más difíciles no servirá de nada. Si posee memoria fotográfica, sabrá todo lo que podamos preguntarle, y si no la tiene y le hacemos alguna pregunta recóndita sobre alguno de los periodistas con los que Mencken trabajó en el
Morning Herald o
uno de sus ensayos de
Stnart Set
, ella puede decir que no se acuerda y no demostraría nada. Si me preguntases a mí qué salía en artículos que escribí para
El ojo cínico
hace cinco años, yo tampoco me acordaría.

—No hablo de hechos y cifras, Rob —dijo Kildy—. Hablo del tipo de cosas que la gente no olvida, como la primera vez que Mencken vio a Sarah.

Pensé en la primera vez que vi a Kildy, alzando la vista de mi mesa para encontrármela allí de pie, con su pelo rubio y sonrisa de estrella de cine. Inolvidable era la palabra, cierto.

—O cómo murió su madre —decía Kildy—, o cómo supo lo del incendio de Baltimore. El periódico lo llamó y le despertó mientras dormía a pierna suelta. Es imposible olvidar algo así, o el perro que tenías cuando eras niño, o qué mote te pusieron en el colegio.

Mote. Eso provocó una sensación. Algo que Ariaura no sabría. Sobre un bebé. ¿Mencken tenía apodo cuando era un bebé? No, no era eso…

—O lo que le regalaron por Navidad a los nueve años —dijo Kildy—. Tenemos que encontrar una pregunta cuya respuesta Mencken conozca con toda seguridad, y si no es así, demuestre que se trata de Ariaura.

—Y si la sabe, eso no demuestra que sea Mencken. ¿Cierto?

—Tengo que hablar con Riata sobre lo de obtener una audiencia privada —dijo, metió las transcripciones en la bolsa y se puso las gafas de sol—. Y recogeré la cinta de vídeo. Te veré mañana por la mañana.

—¿Cierto, Kildy? —insistí.

—Cierto —dijo con la mano en la puerta—. Supongo.

Capítulo 7

«En la mayor confianza siempre hay un rastro de duda —Una sensación, medio instintiva y medio lógica, de que, después de todo, el sinvergüenza tiene un as en la manga.»

H. L. M
ENCKEN

Después de que Kildy se fuese, llamé a un amigo mío hacker informático y le puse a trabajar en el problema. Luego llamé a un tipo que conocía en el departamento de filología inglesa de UCLA.

—¿Preguntas sobre Mencken? —dijo—. No que yo sepa, Rob. Puedes probar en la facultad de periodismo.

El tipo de la facultad de periodismo dijo:

—¿Quién?

—Y, cuando se lo expliqué, me sugirió que llamase a Johns Hopkins en Baltimore.

¿Y en qué estaba pensando? Kildy había dicho que Ariaura había empezado con Mencken en Seattle. Tenía que preguntar allí, o en Salem o… ¿dónde había estado antes? Sedona. Pasé el resto del día (y la noche) llamando a librerías y bibliotecas de esos tres lugares. Cinco me respondieron con un «¿Quién?» y todas me pidieron que deletrease «Mencken», lo que podría significar, o no, que no habían oído el nombre recientemente, y sólo siete de las treinta librerías tenían libros suyos. La mitad de ellos eran la más reciente biografía de Mencken, lo que durante un momento de emoción me hizo pensar que podría responder a la pregunta de «¿Por qué Mencken?» —el título era
Escéptico y profeta
—, pero sólo llevaba dos semanas en circulación. Ninguna de las librerías podía darme información sobre pedidos o compras recientes, y las bibliotecas públicas no pudieron darme información de ningún tipo.

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