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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

Ingenieros del alma

BOOK: Ingenieros del alma
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Ingenieros del alma
aborda la difícil lucha de los escritores en los totalitarismos y se adentra en el fascinante análisis de uno de los experimentos más singulares de la historia de la humanidad: el sistema soviético. Viajando por el presente y el pasado, Frank Westerman desentraña la trágica vida del romántico Konstantin Paustovski y sus coetáneos, y hace partícipe al lector de su entusiasmo por la revolución rusa, que no tardaría en convertirse en adulación forzosa.

La conjunción de historia y actualidad, así como los sorprendentes planteamientos de Frank Westerman, conducen al lector al trágico desenlace: el duelo entre escritores e ingenieros hidráulicos, preludio de la caída del imperio soviético. Durante los últimos cinco años, Frank Westerman (1964) vivió y trabajó en Moscú como escritor y periodista. Su libro anterior,
De Graanrepubliek
, fue galardonado con el Premio Dr. Lou de Jong de historia contemporánea.

Frank Westerman

Ingenieros del alma

ePUB v1.0

chungalitos
15.08.12

Título original:
Ingenieurs van de ziel

Frank Westerman, 2002.

Traducción: Isabel-Clara Lorda Vidal y Goedele De Sterck

En cubierta:
Stalin-Kanal
, de Alexander Rodtschenko.

Siruela, 2005

Editor original: chungalitos (v1.0)

ePub base v2.0

«A los diecisiete años Dvanov no tenía coraza que protegiera su corazón: no creía en Dios ni disponía de ningún otro tipo de tranquilizante mental; no le ponía nombres extraños a la anónima vida que se abría ante él. Pero no quería que el mundo se quedara sin nombre; lo que sucedía era que esperaba a oír el auténtico nombre del mundo, en lugar de los motas inventados a propósito».

Andrei Platonov,
Chevengur
[1]

Prólogo

De niño yo quería ser agrimensor. Me encantaban los agrimensores de nuestra calle, esos hombres enfundados en chalecos reflectantes anaranjados. Con sus prismáticos vigilaban los alrededores, por seguridad nada más: para cerciorarse de que todo era lo que parecía.

Tendría yo unos diez años. En el colegio nos enseñaban las capitales de Europa sobre un mapa mudo.

En cuanto el maestro Hulzebos desenrollaba el continente ele hule como si de una persiana se tratara, sabíamos que había llegado el momento de hincar el codo. Con sus hombros cargados y sus torpes movimientos, el maestro descolgaba de un gancho el puntero, un grácil taco de billar con la punta envuelta en cinta de latón. A continuación, volviéndose hacia la clase, hacía salir a uno de nosotros.

Con el palo de madera tenías que señalar un punto en el mapa y preguntar a un compañero. Si éste no sabía la respuesta, contestabas tú mismo: «Atenas», «Reikiavik» o «Helsinki». En tales momentos yo sentía un hormigueo en los dedos. Eso de que los puntos se transformasen en sonidos extraños nada más rozarlos con el palo se me antojaba un acto de pura magia.

El mapa mudo de Europa en mi colegio estaba salpicado de signos rojos circunvalados en negro. Las ciudades de menos de un millón de habitantes se indicaban con circulitos del tamaño de una moneda de veinticinco céntimos de florín. Las ciudades de un millón de habitantes se indicaban con círculos del tamaño de un botón de abrigo. Y luego estaban las verdaderas metrópolis —París, Roma, Berlín—; en ellas había tal hervidero de gente que, según el maestro Hulzebos, si andabas solo por las calles, te perdías seguro. Las metrópolis, de más de un millón y medio de habitantes, se señalaban con unos cuadraditos.

De entre todos los cuadraditos había dos situados a un extremo del mapa que no teníamos que sabernos.

—Esas ciudades no pertenecen a Europa —nos dijo el maestro Hulzebos a modo de aclaración. —Pero ¿cómo se llama ésta? —pregunté.

—Moscú.

Yo había oído hablar de Moscú. No entendía por qué esa ciudad no formaba parte de Europa.

—¿Y aquélla?

Con el extremo del puntero señalé un cuadradito perdido en el vacío más allá de Moscú. La idea de que existiera una ciudad de un millón y medio de habitantes en un lugar tan lejano me resultaba escalofriante.

—Gorki —respondió el maestro.

Toda la clase se echó a reír. ¡Gorki! Sonaba como una ciudad imaginaria o como el nombre de un planeta. Júpiter, Venus, Gorki. Intenté figurarme una postal que dijera «Saludos desde Gorki», pero no era fácil. ¿Qué podría escribir uno en una postal como ésa?

—Gorki es una ciudad cerrada —explicó el maestro Hulzebos—. Algunas personas son enviadas a Gorki como castigo y no vuelven nunca más.

Me gustan los libros sin imágenes pero con un mapa en las páginas iniciales. Basta una sola fotografía para que la magia se esfume. Prefiero el plano de un convento donde se han cometido asesinatos o el trazado de la ruta de una expedición al Polo Sur con desenlace trágico. ¿Líneas de puntos indicando los frentes de batalla junto a Gallipoli? ¿Una vista general del Archipiélago Gulag? Si es un buen mapa, actúa de vacuna: aplicándole al lector una pequeña dosis de alucinógeno antes de su partida, le proteges contra el delirio tropical que pueda atacarle durante el viaje.

A primera vista esto puede aplicarse también
a La bahía de Kara Bogaz,
el libro con el que Konstantin Paustovski se dio a conocer en 1932 como escritor soviético.

Empecé a leerlo cuando vivía en Moscú, durante la época en que estudiaba la historia de la antigua Unión Soviética para mis trabajos periodísticos. Era natural que hubiera recurrido a Paustovski en primer lugar: estaba considerado el cronista por excelencia de la revolución rusa, de la guerra civil subsiguiente y del período de construcción del socialismo. No había corresponsal en Moscú que no soñara con poder informar desde el interior, como había hecho él.

En palabras de Paustovski,
La bahía de Kara Bogaz
versa sobre «la eliminación de los desiertos». Para ello, unos entusiastas planificadores proyectan la construcción, en un plazo de cinco años, de unas plantas industriales de obtención y tratamiento de sal en la costa este del mar Caspio. «Un complejo industrial de tal naturaleza dará el golpe de gracia al desierto. Gracias a la extracción de agua y petróleo y a la explotación del carbón se formarán en torno al complejo industrial unos oasis desde los que se emprenderá una sistemática campaña contra la arena».

Pasadas la cubierta y la portada del libro, pero antes del comienzo del primer capítulo, el mapa inicial explica a qué regiones va a viajar el lector: la bahía de Kara Bogaz semeja un bebé mamando del pecho de una mujer encorvada, el mar Caspio. El cordón umbilical aún no ha sido cortado. Por lo que se ve, sólo la rodean desiertos deshabitados y mesetas sin nombre. Los puntos de referencia más próximos son el delta del Volga y el mar de Aral, ambos a unos quinientos kilómetros de distancia.

Paustovski cita unas líneas de un diario de a bordo escrito por un tal teniente Zherebtsov, un cartógrafo al servicio del zar: «Me apresuro a comunicarle que, satisfaciendo su petición, me traje de mi travesía dos aves, de una especie sumamente rara, que cacé en la bahía de Kara Bogaz. Nuestro abastecedor de víveres ha tenido el valor de disecarlas y ahora las tengo en mi camarote. Las aves proceden de Egipto, se llaman flamencos y su plumaje es de un tono rosado».

Siguiendo los pasos de este explorador marítimo, Paustovski conduce al lector a lo largo de las fronteras meridionales del imperio soviético.

Puede que uno tenga que consultar el mapa cien veces, tantas como el teniente Zherebtsov emplea su sextante para medir la altura de los cuerpos celestes. Gracias a la frecuente determinación de la posición, el relato mantiene firmemente el rumbo; la estela, una línea recta.

Eso parece. Y sin embargo, algo extraño sucede con la geografía en el libro de Paustovski. Mientras lo leía volvía una y otra vez a las primeras páginas del libro para consultar el mapa; no me cansaba nunca de mirarlo. El mar interior con forma de vejiga llamado Kara Bogaz se me antojaba de una extensión inverosímil. De ser verdad que esa bahía (800 km de perímetro, según Paustovski) era un elemento paisajístico tan sobresaliente como quería hacernos creer ese mapa, ¿por qué no me bahía fijarlo en el antes?

En uno de los túneles del metro de Moscú le compré a un geólogo en paro cuatro mapas enrollables. Al extenderlos y unirlos, los mapas ocupaban un espacio de (los metros veinte de ancho y abarcaban los once husos horarios del antiguo imperio soviético. Desde Kaliningrado en el oeste hasta el estrecho de Bering junto a Alaska.

Con el cilindro de cartón bajo el brazo ascendí por una escalera mecánica hacia la luz del día. Por aquel entonces estaba yo instalado en el
KorPunkt,
en la Plaza del Proletario, la corresponsalía donde trabajaba para mi periódico de Rotterdam. El «Punto del Corresponsal» era un sórdido despacho, con un télex checo, ubicado en un piso para periodistas con anexo para diplomáticos, un verdadero fósil del período soviético. Corría la voz de que las rejillas de ventilación y los enchufes estaban repletos de minúsculos micrófonos del tamaño de una cabeza de alfiler. Ignoraba si era cierto. Lo que sí constaté es que mis vecinos habían sido distribuidos en dos categorías, según criterios soviéticos: extranjeros procedentes de naciones amigas (puerta 1) y extranjeros procedentes de naciones burguesas (puerta 2).

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