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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

Ingenieros del alma (3 page)

BOOK: Ingenieros del alma
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Lo que a mí me fascinaba era que Máximo Gorki, como personaje, mostrase una complejidad mucho mayor que la de sus héroes. Era un escritor hecho a sí mismo, un autodidacta sin más formación que un par de cursos en la escuela primaria. En 1892, con veinticuatro años, viviendo entre los vagabundos del sur de Rusia, empieza a tomar notas para sus historias de vagabundos, empleando ya el seudónimo de «el Amargo». Su crudo realismo, sin adornos, triunfará de inmediato: su narración se considera más genuina y más intensa que la prosa comprometida de Tolstoi, el conde que jugaba al tenis.

Los diálogos de Gorki, formulados en la lengua del paria, tocan la fibra de una sociedad hastiada del autoritarismo del zar. Influido por el éxito nacional e internacional de su obra, Gorki se lanza a escribir un teatro demagógico, además de componer versos sobre aves marinas. Con el cabello peinado hacia atrás, su pálido rostro y sus ojos azules, Gorki se convierte en un icono vivo. A finales de siglo, su prestigio está ya al mismo nivel que el del médico escritor Anton Chejov.

Con todo, Gorki es más fogoso que sus coetáneos. Recién casado con Yekaterina, una joven de dieciocho años, correctora en la redacción de la
Gaceta de Samara,
cede a los encantos de la actriz Maria Andreieva, la estrella de su obra dramática
El asilo nocturno. Su
estreno en 1902 en el Teatro de las Artes de Moscú causa un verdadero revuelo. «Lamentablemente vivimos en una sociedad que se entusiasma por el hedor, la obscenidad y la depravación de la subversión revolucionaria», escribe un crítico de
El mensajero.

Dondequiera que se encuentre —en Crimea, Nizhny Novgorod o Petrogrado— Gorki es vigilado de cerca por la policía secreta del zar, la Ojrana. En 1905, el agitado año de la revolución que no cuajó, el escritor se erige en héroe de los huelguistas y amotinados. Un domingo («el domingo sangriento»), cuando la Guardia Imperial abre fuego contra una manifestación de obreros que protestan ante el Palacio de Invierno, y éstos se dispersan cayendo como conejos en la nieve, Gorki y sus partidarios hacen un llamamiento a la insurrección popular. «Convocamos a todos los ciudadanos de Rusia a emprender de inmediato la lucha contra la autocracia, con fraternidad y perseverancia», reza el texto del panfleto. En una carta a Yekaterina —a la que está muy unido, a pesar de sus deslices amorosos— dice: «Y así, querida mía, ha estallado la revolución rusa. Te envío mis más sinceras felicitaciones. Sí, es cierto, ha muerto gente, pero eso no debe afectarte… sólo la sangre puede cambiar el color de la Historia».

Cuarenta y ocho horas más tarde, Gorki es encerrado en las mazmorras de la Fortaleza de Pedro y Pablo, frente al Palacio de Invierno. Por toda Europa, científicos y artistas, desde Marie Curie a Auguste Rodin, exigen su liberación incondicional. Para aflojar la tensión, el zar le pone en libertad bajo fianza. Poco tiempo después, el debilitado emperador anuncia una amnistía general para los cabecillas revolucionarios fugados o desterrados. Y así, ese mismo año, Gorki conoce, en territorio ruso, a Vladimir Ilich Ulianov. Este jurista de calva precoz, que se hace llamar Lenin, es, según Gorki, un hombre irascible de mirada «irónica». Aunque el primer encuentro no resulte fácil, el célebre autor decide prestar apoyo económico a la facción disidente de Lenin. La amistad entre ambos hombres estará marcada tanto por el afecto como por el resentimiento.

Gorki busca donde puede dinero para los bolcheviques de Lenin, hasta en Estados Unidos. Y sin embargo, cuando en febrero de 1917 cae el abominado zar, el escritor se echa atrás. Máximo Gorki, el intrépido revolucionario, empieza a desmarcarse de Lenin y los suyos. El escritor se desahoga en una carta a Yekaterina: «Esos bolcheviques son unos verdaderos idiotas. Corean consignas como "Fuera los diez ministros burgueses". ¿Será posible? ¡Si sólo son ocho!».

Rusia, involucrada por aquel entonces en una guerra mundial, marcha a la deriva. Gorki es testigo de pillajes, de actos vandálicos en las elegantes calles de Petrogrado y de linchamientos en la plaza del mercado; se han desatado los «instintos animales», que Lenin despierta entre sus seguidores. Los bolcheviques no se sienten llamados a contener la furia del ávido pueblo indigente, con lo que se hace añicos todo lo que la ciudad imperial posee de culto y refinado. En su propio periódico,
La Nueva Vida,
Gorki advierte contra la barbarie «asiática» de los campesinos rusos que amenazan con apoderarse de la civilizada cultura urbana «europea». ¿Acaso no fue también Roma en su día destruida por los bárbaros? Si la barbarie continúa avanzando, Gorki pronostica «una vuelta al Medievo», o peor aún: «una guerra civil».

Gorki declara acerca de Lenin: «No conoce al pueblo, no ha vivido entre ellos; ha aprendido en los libros cómo azuzar a las masas, y nada más».

Al día siguiente de la toma del poder por los bolcheviques, el 25 de octubre, el titular de la crónica de Gorki reza: ¡CIVILIZACIÓN EN PELIGRO! Con el propósito de frenar la furia iconoclasta de las masas, el escritor organiza, juntamente con un grupo de intelectuales, guardias nocturnas frente a palacios y monumentos. Los «guardianes del orden» irrumpen día y noche en los feudos de los ricos, con las bayonetas en ristre. Para indignación de los milicianos con sus brazaletes rojos, Gorki esconde en su casa a decenas de refugiados, escritores y poetas perseguidos, amén de a una bellísima baronesita, de nombre Benckendorff, y un gran duque que, por si fuera poco, es pariente de los Romanov.

Gorki califica a Lenin y Trotski de «incendiarios que someten al pueblo ruso a un cruel experimento».

Trotski replica: «Gorki acoge la revolución como el director pusilánime de un museo de cultura».

Gorki, desde las columnas de su periódico, proclama: «Lenin y Trotski no tienen ni la más remota idea de lo que significa la libertad».

Trotski, esta vez furioso, replica: «Gorki es un contrarrevolucionario».

Abandonado por sus partidarios, el escritor del pueblo se siente solo y repudiado, como antes. El humanista, que en cierta ocasión había deslizado un billete en las manos de una niña prostituta llorando de vergüenza, se pregunta si no está a punto de tornarse misántropo. «Debería fundar mi propio partido», escribe a Yekaterina en marzo de 1918. «Pero no sabría qué nombre ponerle. Sería un partido con un único militante: yo».

Aquel mismo mes, Trotski firma con los alemanes el tratado de Brest-Litovsk. Pero la paz trae como consecuencia inmediata una nueva guerra: la que se librará en el propio país entre los blancos y los rojos. Para no perder tiempo, los bolcheviques practican su «comunismo de guerra»: a golpe de decreto, el control de las fábricas pasa a manos de los trabajadores, mientras que los «comités de pobres» asumen el poder municipal. El caos se multiplica y aumenta la carestía, los ejércitos blancos ganan terreno. Durante la hambruna que asola Petrogrado y otras grandes ciudades, Gorki lleva la administración de una editorial perteneciente al Estado y de una fundación cultural. Concede una «subvención artística de emergencia» a Dmitri Shostakovich, con el objeto de que el músico quinceañero pueda completar sus estudios en el conservatorio. Con su «traje extranjero que le cae como un saco», Gorki ayuda también a sobrevivir a Isaak Babel mediante la concesión de una «beca literaria». Y el profesor Pavlov, ganador del Premio Nobel por su investigación del reflejo condicionado en los perros, que se ha quedado en los huesos, recibe un «cupón académico de racionamiento» extra.

Pero Gorki tendrá que vérselas cada vez más con los recelos de los comisarios del pueblo y la maquinaria burocrática. En 1921, cuando se le niega el visado al poeta Alexandr Blok, que necesita desplazarse urgentemente a Finlandia para recibir ayuda médica («padece escorbuto, aquí seguro que se muere»), Gorki se traslada a Moscú para quejarse personalmente a Lenin. Ya de vuelta, con el visado de salida en el bolsillo, se entera del fallecimiento de Blok. Gorki declara públicamente que Lenin es un soñador, «una guillotina pensante». El escritor se cree inmune, pero su crítica no será tolerada por más tiempo.

Lenin decide tomar cartas en el asunto. Convence a Yekaterina de que su esposo padece de los nervios. «Al fin y al cabo, es un artista… ¿No sería mejor que se apartara un tiempo de nosotros, que se sometiera a un tratamiento y descansara un poco para encarar la situación desde una nueva perspectiva?».

Lo cierto es que el escritor está gravemente enfermo. El pulmón perforado le causa molestias, tose y expectora. Al joven Babel ya le había llamado la atención su «escuálida figura». En presencia de Yekaterina, Lenin le habla en tono recriminatorio («Escupes sangre y aún sigues aquí»), y a continuación le anima a someterse a tratamiento:

Vete al extranjero, a Italia o a Davos.

En el recuerdo de Gorki había un tono de amenaza en las palabras de Lenin:

—Si no te vas por tu cuenta, te echamos del país.

Durante la mayor parte de los años veinte, Gorki vive con vistas al humeante Vesubio. Le han diagnosticado una tuberculosis. El clima mediterráneo, junto con las inyecciones de alcanfor, hacen soportable el dolor en el pecho. Sus libros se han convertido en éxitos de venta en Europa, de modo que carece de preocupaciones económicas. Tras una estancia en un sanatorio de Alemania, se ha instalado con los suyos en una casa de campo rodeada de viñedos en Sorrento, no lejos de Nápoles.

A sus invitados y comensales les llama la atención lo relajado que está Gorki. El escritor no se atilda como los italianos, viste ropa informal, como quien va a la playa. Se le ve más a menudo llevando chaleco que chaqueta, y aunque sigue siendo tan estricto como antes, apenas se irrita. Gorki (apodado Diuka) ejerce de
pater familias, y
se sabe rodeado de sus seres queridos: su amante Titka (la baronesa Maria BenckendorffBudberg), su hijo Máximo, su nuera Nadezhda, sus dos hijas Marfa y Daria, y Piotr, su secretario personal.

Gorki trata de concentrarse en la escritura de una novela épica
(La vida de Klim Samguin),
que versa sobre el papel desempeñado por los intelectuales rusos en el estallido de la revolución. Escribe a mano, fumando como un carretero, con una caligrafía de trazos rápidos; no ha tocado una máquina de escribir en su vida. Entretanto se cartea con Thomas Mann, H. G. Wells, Knut Hamsum, Henri Barbusse, Romain Rolland y otros correligionarios. La correspondencia recibida es traducida al ruso en el comedor, en la misma mesa en la que Titka sirve por la tarde los
pelmeni,
una variante rusa de los raviolis.

A pesar de ser vilipendiado por la comunidad de emigrados de su país, Gorki responde como nadie al prototipo del emigrante ruso. Interiormente se debate entre la nostalgia y la repulsión. En una edición parisina de la «prensa blanca», el escritor lee el siguiente comentario: «¿Qué función ejerció Gorki entre los bolcheviques? Fue el gran corruptor de los intelectuales». Pero también los «rojos» disparan sobre él. Lo que más le duele al escritor es un comentario de Vladimir Mayakovski, el célebre poeta soviético que destacaba por entonces con su movimiento literario
Frente de Izquierdas de las Artes.
En Moscú, Mayakovski se presenta a sí mismo como un innovador que da forma al arte proletario conjugando el futurismo con la veneración por los logros del comunismo. De Gorki dice: «Es un cuerpo muerto. Carece ya de todo valor para las letras rusas».

Mayakovski se equivocaba. En 1924 Lenin muere a causa de una apoplejía que le había dejado paralítico. Cuando el cadáver de Lenin es expuesto en la Plaza Roja como la momia de un santo soviético, la necrológica escrita por Gorki es la que más impresión causa. «La voluntad sobrehumana de Lenin no ha desaparecido de la tierra», escribe en
Pravda.
«El pueblo es el depositario de su voluntad».

Joseph Stalin, hijo de un zapatero georgiano, ha sabido hacerse hábilmente con el poder del Estado y no quiere desprenderse de Gorki. El nuevo estratega del Kremlin tiene planes a largo plazo para él. En cierta ocasión, al ver una caricatura en la que el escritor era retratado como Barón de Sorrento, Stalin había calificado al dibujante de «sinvergüenza». A su modo de ver, Gorki aún puede ser útil como mascarón de proa y perro guardián de la literatura soviética, siempre que acepte regresar a su patria. Ajuicio de Stalin, eso puede llevarse a cabo mediante una operación secreta, de modo que llama al camarada Genrij Yagoda, jefe del servicio de seguridad, y le ordena persuadir al escritor del pueblo para que regrese a Moscú.

Mediante gratificaciones (Gorki recibe inesperadamente suculentos adelantos de libros aún sin publicar) y un bombardeo de cartas (redactadas a mano por un selecto grupo de agentes secretos), el jefe del servicio de seguridad empieza a atraer a su presa. Gorki recibe un sinfín de cartas de admiradores, lectores sencillos, obreros y campesinos, siempre con la misma pregunta: «¿Cómo puede usted preferir la Italia fascista a la Rusia socialista?».

El nostálgico Gorki va formándose una visión cada vez más indulgente del régimen soviético. Así y todo, cuando se entera de que la viuda de Lenin está elaborando un índice de libros prohibidos, en el que, junto a la Biblia y el Corán, figura también la obra de Platón, Dante y Tolstoi, el escritor amenaza sin titubeos con renunciar a la nacionalidad soviética. «Soy un pésimo marxista», escribe en septiembre de 1927 a un compañero escritor en Moscú. «Soy incapaz de comprender cómo se puede idealizar a las masas, a una nación o a una clase social». De las cartas de Gorki se realizan copias que son archivadas por orden cronológico en su expediente en Lubianka, el cuartel general del servicio secreto en Moscú. Tal como demuestra una carta suya fechada medio año más tarde, Gorki sospechaba que la correspondencia que recibía era falsa. En dicha carta, el escritor cuenta que es presidente honorífico de una colonia para «niños socialmente peligrosos» en algún lugar de Ucrania. «Fíjate tú. Yo me carteo con esos niños y, por cada carta que les envío, recibo veintidós. Coincide exactamente con el número de tutores de los distintos departamentos. Curioso, ¿verdad?».

Gorki acaba cediendo a la curiosidad y la nostalgia y, con sesenta años recién cumplidos, decide hacer una visita a su patria. El 20 de mayo de 1928 toma el tren en Nápoles con el propósito de comprobar personalmente lo que ha sido de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas durante su larga ausencia.

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