Frente a la única ventana de mi oficina había una mesa de trabajo metálica. La vista era deprimente: delante se alzaba un edificio de ladrillo de catorce pisos. Arrimando la cara contra el cristal alcanzaba a ver, a un lado, una zona de obras rodeada por una valla. Era evidente que allí abajo los proletarios no trabajaban; de lo contrario, el solar no habría estado lleno de bayas de saúco y desechos de madera.
Para no tener que contemplar a diario esa naturaleza muerta, le di a mi mesa un giro de noventa grados. En la pared de enfrente colgué el mapa de las quince ex repúblicas soviéticas. Así se extendió ante mí un panorama nuevo que en todos esos años jamás me cansé de observar.
Sentado detrás de mi teclado (en mi cabina de mando) estuve flotando sobre una sexta parte del mundo habitado. Sin el abanico de meridianos sobre mi ordenador habría perdido más de una vez el rumbo.
El mapa mural databa de 1991, el año de la extinción de la Unión Soviética. Ciudades como Leningrado, Gorki y Andropovsk habían recuperado en esa edición sus nombres prerrevolucionarios. Con una salvedad: la montaña soviética más alta (7.495 metros) conservaba el nombre de «Pico del Comunismo».
Uno de los primeros lugares que busqué en el mapa mural del KorPunkt fue la bahía de Kara Bogaz. Mi mirada siguió la línea de la costa del mar Caspio. La forma irregular que veía sobre la pared coincidía con la del pequeño mapa incluido en el libro que estaba leyendo. Sólo que… en la versión grande, la bahía de Kara Bogaz no aparecía por ningún lado.
Mis ojos iban y volvían del libro a la pared. ¿Cómo era posible? ¿Acaso era la bahía de Kara Bogaz una creación imaginaria de Paustovski?
De no ser así: ¿qué había sucedido después de 1932 con esa laguna del tamaño de Flandes? ¿Había desaparecido del mapa? ¿O de la faz de la tierra?
La ausencia de un mar interior de mediano tamaño en el mapa soviético podía deberse naturalmente a una manipulación cartográfica. Ciudades como Krasnoyarsk-26 y Tomsk-7, centros de producción de plutonio a escala industrial, tampoco figuraban por ningún lado. Y, habida cuenta de que los cartógrafos soviéticos llegaron al extremo de desplazar toda una cadena de montañas de Crimea (con el fin de disimular el emplazamiento de una base de submarinos), no era descabellado pensar que hubieran retocado el mapa para borrar una bahía. Quizá el «cinturón industrial» descrito por Paustovski contenía un terreno para experimentar con ántrax o gas mostaza y la bahía de Kara Bogaz había sido borrada del mapa por temor al espionaje.
Otra posibilidad era que Paustovski se hubiera inventado ese saliente del mar Caspio como un decorado ficticio para su libro. Los novelistas son libres de imaginar paisajes, claro está, pero no olvidemos que a los escritores soviéticos no les estaba permitido apartarse de los hechos reales, de la realidad «socialista».
En época de Paustovski, el credo de los escritores era «contra la fantasía, el esteticismo y el engaño psicológico del arte».
El misterio se complicaba todavía más por la siguiente razón: en mi atlas mundial del
Times,
los contornos de la bahía de Kara Bogaz estaban marcados con una línea de puntos, como si los cartógrafos occidentales dudaran entre que la superficie terrestre, a 41 grados latitud norte y 53 grados latitud este, fuera mar o tierra.
Se me ocurrió una tercera posibilidad: ¿y si los mapas y libros soviéticos fuesen un fiel reflejo de la realidad socialista? De ser así, ¿en qué se diferenciaba ésta de la nuestra?
Como todo me resultaba un poco vago, me propuse resolver al menos esos interrogantes. Con este propósito emprendí dos viajes: uno a la bahía de Kara Bogaz (mejor dicho, al lugar en el que ésta debía encontrarse según Paustovski), y otro imaginario, paralelo al primero, a través de la literatura soviética.
El cerebro de Máximo Gorki se conserva en un tarro hermético en el Instituto Neurológico de Moscú. Pesa 1.420 gramos y algunos fragmentos del mismo han sido sometidos a un análisis microscópico, en busca de rastros de genialidad.
En la tarde del 18 de junio de 1936, a las pocas horas de que «el magnífico artista de la palabra y altruista amigo de los trabajadores» pasara a mejor vida, ambos hemisferios cerebrales fueron extirpados de la cavidad craneal y donados a la ciencia soviética. Un técnico de laboratorio en bata blanca realizó de inmediato un molde en yeso del cerebro.
«De esta manera se conservarán para siempre las dimensiones y formas de las cisuras y circunvoluciones cerebrales», anunció
Pravda.
Aquella misma noche se llamó al escultor oficial del Kremlin para que hiciese una mascarilla mortuoria de Gorki. Esta reliquia reposa hace ya más de sesenta y cinco años sobre una mesilla de noche al lado de la cama del escritor, en la que no ha dormido nunca nadie más. La máscara de ojos hundidos te mira fijamente, con su bigote repeinado y una mueca burlona en los labios.
Por orden personal de Stalin, la residencia de Gorki en la calle Malaya Nikitskaya fue precintada inmediatamente después de su muerte; según rezaban literalmente las instrucciones del dirigente, no se podía tocar ni un paragüero.
Yo había pasado con frecuencia por delante de la casa de Gorki sin que me hubiese llamado la atención el mosaico de lirios que adornaba la fachada. Pero esta vez, buscando satisfacer mi curiosidad por la residencia del escritor, me fijé con más atención en los ornamentos. Era un día de octubre lluvioso y frío. La acera mojada brillaba y, con cada racha de viento, los tilos lanzaban al aire puñados de hojas otoñales, como si fueran octavillas. En una pequeña guía literaria de Moscú había leído que la casa de Gorki se construyó en 1900 por encargo de Stepan Riabushinski, un banquero temeroso de Dios que a los veintiséis años era ya uno de los veinte habitantes más ricos de la ciudad. Siendo como era un artista y coleccionista de iconos, se instaló en una mansión art nouveau, una imponente construcción cuadrada con escasa decoración exterior.
La entrada, bajo un balcón sostenido por columnas, se ocultaba tras una reja de hierro. Los visitantes de la «Casa-Museo de Gorki» eran conducidos a la puerta de servicio. El suelo de madera que llevaba hacia el guardarropa crujía con cada pisada. A pesar de que en el interior de la casa hacía el mismo frío que fuera, la
babushka
que estaba detrás del mostrador insistió en que le entregara mi abrigo; al parecer, la anciana vivía de las propinas.
Unas flechas de cartón, pegadas con chinchetas a la pared, indicaban el camino hacia la vivienda propiamente dicha. Me adentré en el vestíbulo, un espacio inmenso, hacia el que descendía una escalera de piedra natural, como una cascada congelada.
«¡Joven!». Un vigilante sentado junto a una estufita me amonestó, llamando mi atención sobre el baúl con las zapatillas de alquiler.
Me agaché para anudarme los paños de fieltro a las suelas de los zapatos y así sacarle brillo al parquet en lugar de ensuciarlo.
Desde la caja de la escalera me deslicé hasta el salón. Los ondulados marcos de madera de las puertas, elegantes y fastuosos, rayaban en el barroquismo. Dos serpientes entrelazadas sujetaban en alto una lámpara de cristal, como si de una antorcha se tratara.
Me extrañó que un escritor proletario como Gorki se hubiera sentido cómodo en un interior como éste.
Una puerta doble, en frente de la biblioteca privada, daba acceso al gabinete de Piotr, el secretario personal de Gorki, que cada día había tenido que abrirse camino entre montañas de correo entrante y saliente. Pasé por delante de un paragüero y entré en el espacioso cuarto de trabajo de Gorki. La estancia estaba dominada por un escritorio macizo cubierto con una hoja verde de papel secante, una suerte de mesa de billar sin bandas. Las gafas y el cálamo de Gorki permanecían aún bajo una lámpara de arco, y en el perchero colgaba su abrigo.
De modo que ése era el lugar donde el inquieto Alexei Peshkov había hallado al fin cobijo. Después de múltiples vicisitudes había llegado a Moscú, donde sería apadrinado por Stalin como el escritor del pueblo Máximo Gorki, «el Amargo».
A juzgar por las fotografías expuestas sobre un bufete, el Padre de los Pueblos solía honrar al escritor con sus frecuentes visitas. En una de las fotos se les ve sentados, hombro con hombro, en un sofá de piel que aún hoy puede contemplarse detrás de un cordel. El escritor lleva calada una boina uzbeka y se mesa el bigote en punta. Stalin aparece con las piernas cruzadas, las botas relucientes.
En una carta a un escritor francés, amigo suyo, Gorki observó: «Me acusan de haber tomado partido por los bolcheviques, que son contrarios a la libertad. Pues sí, yo estoy con ellos, porque me declaro a favor de la libertad de todos los trabajadores honestos y en contra de la libertad de los parásitos y charlatanes».
Era natural que mi periplo por las letras soviéticas partiera de Gorki. Johan Daisne, director de la biblioteca municipal de Gante, en su volumen
Diez siglos de literatura rusa
(1948), presentó al autor como «el alma de la literatura soviética». Gorki no sólo fue presidente de la poderosa Unión de Escritores Soviéticos fundada por Stalin en los años treinta, sino que además fue el titular del carnet de afiliado número 1. Con becas y dietas de viaje alimentaba el talento literario, al tiempo que lo depuraba a través del filtro de su crítica. «Puede decirse que casi todos los escritores soviéticos le debieron algo, a menudo mucho, a veces todo ( …), pues fue él quien los descubrió o los formó», escribe el bibliotecario de Gante.
Konstantin Paustovski se refiere en cierta ocasión a lo que él denomina una «sensación gorkiana», una sensación especial, como si el escritor estuviera siempre presente en su vida. «Figuras como Gorki inauguran una nueva era».
Entré en contacto con la obra de Gorki justo antes de salir de Ámsterdam, cuando un amigo me regaló una edición de bolsillo de Penguin.
—Para que tengas algo que leer en el avión a Moscú —me dijo—. Así te vas preparando.
Se trataba de
Días de infancia,
el primer tomo de la autobiografía de Gorki, un libro que se inicia con la evocación de unas ranas, un recuerdo que le marcará para el resto de su vida.
Alexei es un niño pequeño. Su padre, envuelto en una túnica blanca, yace en el suelo del salón con los dedos de los pies extrañamente abiertos, y unas monedas de cobre sobre los ojos. Su madre está sentada a su lado, las mejillas bañadas en lágrimas, y le peina el cabello. Aquella tarde, bajo la lluvia, Alexei espera de la mano de su abuela («toda negra y suave») junto a una fosa, en la margen del río. Cuando el féretro con su padre, muerto de cólera, desciende hacia las profundidades de la tierra, el muchacho oye un croar. En el fondo de barro de la fosa, unas ranas se retuercen bajo los tablones de madera, saltan contra los bordes, pero caen una y otra vez hacia atrás bajo los terrones con los que los sepultureros van rellenando la tumba.
De camino a casa, el niño pregunta a su abuela:
—¿Podrán salir las ranas?
—No, imposible. ¡Que Dios las ampare!
La historia del entierro de las ranas fue lo primero que leí de Gorki. Su infancia está marcada por una desalentadora sucesión de desgracias y adversidades. Tanto es así que cuesta creer que al cabo de los años ese niño criado en la calle lograra cosechar más elogios que cualquier otro escritor vivo anterior o posterior a él.
A los once años Alexei pierde también a su madre, una mujer histérica enferma de tuberculosis. En el barrio de los estibadores de Nizhny Novgorod, el niño sobrevive transportando carretillas en el muelle y robando madera de construcción. Una noche del año 1887, tras haber sido despedido como pinche de cocina de
El Bueno,
un vapor del Volga, el muchacho de diecinueve años se dispara una bala en el pecho. A pesar de haber apuntado al corazón, no consigue sino perforarse el pulmón izquierdo.
Pero la suerte de Alexei Peshkov cambiará; es el clásico caso del pobre que hace fortuna, un ideal ruso, por cierto. Apenas veinte años después de su intento de suicidio, en 1906, el escritor observa desde la cubierta del vapor transatlántico
Kaiser Wilhelm der Grosse a
miles de simpatizantes que le reciben agitando banderitas en el muelle del Hudson. Al día siguiente,
The New York Times
publica:
Riot of Enthousiasm Greets Maxim Gorky. He is a socialist, not an anarchist, and will raise funds for revolution.
Además de un recibimiento multitudinario se le ofrecerá un banquete, en el que Mark Twain le dedicará unas palabras de bienvenida.
Gorki, ya por entonces mundialmente conocido por sus historias de vagabundos, escribe al otro lado del Atlántico cuatro panfletos antiamericanos y una novela,
La madre.
Ajuicio de Johan Daisne,
La madre
es un «obra espléndida» que aporta una importante innovación a las letras rusas: «La introducción en la literatura del personaje popular del revolucionario, que contrasta con el personaje típico de Tolstoi, el insurrecto contra la nobleza».
A su modo de ver, Gorki ha logrado «por fin» conjugar el realismo con el idealismo: «Basta de lamentaciones; el realismo socialista está despegando, se impone su tono animoso y heroico».
Ajuicio de Lenin,
La madre
era un libro «útil».
En la solapa de mi edición se elogiaba el libro más leído de Gorki como «testimonio inigualable del idealismo social». Empieza así:
En el arrabal obrero, la sirena de la fábrica lanzaba cada día al aire, saturado de humo y grasa, su vibrante rugido; obedientes a su llamada, unos hombres sombríos, de músculos entumecidos por la falta de sueño, salían de las casuchas grises, corriendo como cucarachas asustadas
[2]
.
La escuela literaria soviética posterior hizo de
La madre
de Gorki un prototipo. Considerada la primera novela del llamado «realismo socialista», es la precursora del género que Stalin fijaría en los años treinta como único permitido (con ayuda de Gorki y su Unión de Escritores Soviéticos).
A diferencia de
Días de infancia, La madre
posee un carácter panfletario. Pavel Vlasov, el dirigente de la huelga, es un personaje plano, rectilíneo, lo mismo que su heroica madre; lo único que en la novela queda fuera de toda duda es la oposición de los personajes a la explotación de los trabajadores.