—«Caquis» —me dijo Amansoltan recogiendo de buenas a primeras un puñado de frutos.
Me invitó a entrar, colocó las bolas anaranjadas en un plato y se disculpó: en el cuarto de atrás la esperaba un
tabib
al que había hecho venir para que le curara algún achaque. La sesión duraría como mucho media hora. Me preguntó si me importaba esperar un rato.
—¿Un
tabib?
—repetí yo asombrado, dando por supuesto que los soviets habían acabado con ellos.
—Estuvieron escondidos durante todo este tiempo —explicó Amansoltan en voz baja—. Pero ahora han vuelto.
Pude entreverlo a través de la puerta medio abierta: un curandero requeteviejo, sentado en el suelo con las piernas cruzadas, al lado de su turbante. En la alfombra extendida delante de él había una piel de serpiente, un par de dados, unas varitas de incienso en un cenicero y algunos cachivaches más. Mientras Amansoltan cerraba tras de sí la puerta caí en la cuenta de que esa mujer soviética doctorada en química vivía en dos mundos: tradición turcomana y racionalidad rusa.
Una vez solo en el salón vacío quise tomar asiento, pero no encontré ninguna silla. Llegué a la conclusión de que, en casa, los turcomanos, ya fuesen doctores o no, se sentaban en las alfombras. Y todos tenían un televisor que, además, permanecía siempre encendido. Me acomodé ante la pantalla con mi plato de caquis. Estaban transmitiendo un programa de bailes folklóricos, con niños pastores sentados en cuclillas sobre el escenario, tocando instrumentos de cuerda. En la esquina superior derecha de la imagen aparecía un icono con la cabeza del presidente Turkmenbashi, como si vigilase continuamente a sus súbditos.
Durante la presentación de los créditos del programa pasaba por la pantalla el voto nacional de lealtad: «Que mi mano se paralice el día que la levante contra ti, oh Turkmenistán / Que mi lengua se deseque el día que hable mal de ti, oh mi patria querida / Que mi aliento se extinga el día que te traicione, oh Turkmenbashi».
Inicié mi viaje a Turkmenistán casi en un estado de trance. Tras largos meses de estudio y lectura puse rumbo al decorado de
Kara Bogaz,
la obra de Paustovski, en busca de los restos del puerto abandonado en 1939 y la «fuente salada» del muelle. ¿Qué habría sido de todo ello?
Pretendía servirme de la arqueología para averiguar dónde había fallado el experimento soviético, tanto en el ámbito literario como en el fisicoquímico. Aunque Ashjabad se hallara a cientos de kilómetros de la costa del mar Caspio, me sentía reconfortado por mi primera victoria sobre las autoridades turcomanas: después de innumerables llamadas telefónicas y muchos meses de espera, el consulado de Turkmenistán en Moscú me había concedido, por fin, un visado.
Los dirigentes turcomanos recelaban de los corresponsales extranjeros, convencidos como estaban de que el periódico o el canal de televisión para el que supuestamente trabajaban los forasteros no era más que una tapadera para encubrir su verdadera misión: reunir información estratégica de índole militar. Un viejo reflejo soviético que el presidente Saparmurat «Turkmenbashi» Niazov mantenía en pleno vigor. Como buen pachá moderno se había atribuido a sí mismo el título de «Turkmenbashi» o «caudillo de los turcomanos», de acuerdo con la metamorfosis sufrida por el camarada Niazov: al desmoronarse el imperio soviético, el antiguo jefe del Partido en Turkmenistán se había apropiado del país del desierto, convirtiéndolo en su coto privado. Sustituyó las estatuas de Lenin por imágenes suyas, al tiempo que Karl Marx era desplazado por Kemal Ataturk. Suprimió de la noche a la mañana el alfabeto cirílico importado en 1940 y asimilado con tanta dificultad por los turcomanos turcohablantes. Y para consternación y enojo de los que deseaban visitar Ashjabad, Turkmenbashi obligó a los rusos a hacer cola para obtener un visado.
El consulado de Turkmenistán en Moscú era una fortaleza burocrática; el cónsul tenía tanto miedo a cometer un error que prefería negar a todo el mundo la entrada en su país. Cuando un buen día de septiembre de 2000 fui a cumplimentar mi solicitud de visado tuve que especificar casi hora por hora dónde iba a estar en Turkmenistán, quién me iba a custodiar, y cómo pensaba desplazarme.
A través de la ventanilla, el empleado seguía con su mirada todo cuanto yo iba escribiendo. Al ver aparecer en la lista de destinos Cabo Bekdash, el complejo químico emplazado en la bahía de Kara Bogaz, se le encendió una señal de alarma.
—Lo de Bekdash no va a poder ser —advirtió.
Mi provocador «¿Por qué no?» le hizo desconfiar aún más. Me devolvió un «Pues porque no» infantil y me preguntó qué se me había perdido en Cabo Bekdash.
Decidí poner las cartas sobre la mesa y dejé caer el nombre de Konstantin Paustovski, dándole a entender que tenía la intención de recorrer los lugares mencionados en
La bahía de Kara Bogaz.
Aunque el empleado no se inmutó era obvio que pensaba: «¡Un espía! Tengo delante de mí a un espía que me viene con una historia que no se cree ni él».
Todas las semanas llamaba por teléfono para interesarme por mi visado y una y otra vez el empleado me comunicaba que la versión expurgada de mi solicitud (de la que habían sido borradas las pretendidas excursiones a la costa del mar Caspio) estaba pendiente de la aprobación de Ashjabad. Pero Ashjabad no daba señales de vida. Al final, el empleado optó por activar el fax tan pronto como oía mi voz.
—Buenos días. Soy…
—Piiiiiiiiiiiiiiiii…
Me arrepentí de haber aludido a Cabo Bekdash. Además, en mi solicitud de visado figuraba Amansoltan Saparova como persona de referencia (por supuesto en su calidad de doctora en ciencias químicas). Si bien era cierto que ella me había escrito ofreciéndome su hospitalidad y ayuda, me pregunté si habría hecho bien en mencionar su nombre. Bastaría con que escarbasen un poco en sus antecedentes para que se abriera una segunda pista a Kara Bogaz, a través de su tesis doctoral sobre la historia de la explotación del sulfato.
¿Hacía yo gala de una desconfianza excesiva? Eso parecía, porque al cabo de cinco meses, un día de febrero de 2001, me llegó de forma inesperada la notificación de que podía ir a recoger mi visado. Armado con mi pasaporte, tres fotografías de carnet y noventa dólares, me precipité hacia el consulado a través del frío glacial.
¡Klabach!
El sello de la República de Turkmenistán, expresamente desprovisto de los adjetivos «socialista» y «soviética», me otorgaba el derecho a permanecer como máximo diez días en Ashjabad. Bajo el rótulo preimpreso «Lugares de destino además de la capital» figuraba una palabra manuscrita: «NINGUNO».
Tras ese lamentable comienzo —que sólo sirvió para reafirmarme en mi decisión de llegar a la bahía de Kara Bogaz— quedé gratamente sorprendido ante la bondadosa apariencia de Turkmenbashi. Su retrato oficial adornaba el Boeing de Turkmenistan Airways que cubría el trayecto de Moscú a Ashjabad. Tenía las mejillas de un trompetista, los ojos despiertos y unas cejas muy cuidadas en forma de arco, que le conferían cierto aire de asombro. Al poco de despegar, su nombre sonó a través de los altavoces. El comandante nos informó de la velocidad de crucero y la altitud del vuelo, y aprovechó la ocasión para hacernos saber lo mucho que querían los turcomanos —más de cuatro millones en total— a Turkmenbashi.
A juzgar por el retrato, el presidente turcomano debía de ser la amabilidad en persona. El típico bonachón. Me pregunté si realmente sería tan vanidoso y despótico como lo pintaban.
El siguiente encuentro parecía indicar que sí: a diez kilómetros y medio de altura, el carrito de los artículos libres de impuestos no portaba más que productos adornados con la imagen de Turkmenbashi. Se oía el tintineo de botellas de vino y de vodka Turkmenbashi (de la marca Serdar, amo). Para los interesados había gemelos Turkmenbashi y relojes Turkmenbashi (con el semblante del dirigente impreso en la esfera). Y como si fuera la cosa más normal del mundo, las azafatas ofrecían frascos de perfume con fragancia Turkmenbashi (para los caballeros) y Gurbansoltan (para las señoras).
—¿Gurbansoltan?
—Así se llamaba la madre de nuestro presidente. Murió en 1948, en el gran terremoto.
Examiné el rostro que me miraba desde el envase. Gurbansoltan tenía aspecto de mujer piadosa y casta, igual que una santa en una estampa religiosa; no era precisamente la persona a la que uno asociaría con fragancias frívolas. La etiqueta decía: «Agua de colonia, creada especialmente por encargo de Su Excelencia el Presidente de Turkmenistán, Turkmenbashi.
Produit de France».
Compré 200 ml de Gurbansoltan.
Tan pronto como cruzamos el Volga, los bosques y los campos cubiertos de nieve dieron paso al amarillo apagado de las estepas, en alternancia con algunas franjas de color caramelo. A tres horas de vuelo de Moscú relucía en el este un disco metálico: el reflejo del mar de Aral. Justo debajo del avión atisbé el embrollo de arterias y vasos sanguíneos que, juntos, conformaban el Amu Daria. Nada más verlo, comprendí a qué se debía la legendaria «invisibilidad» del río: por su cauce fluía café con leche; el agua tenía exactamente el mismo color que la tierra circundante y sólo se distinguía de ella por las marcas que iba dejando en el paisaje. Me acordé de uno de los sabios refranes de nómadas que Amansoltan me había referido en Moscú: «Nadie sabe por dónde discurrirá el Amu Daria mañana». Según me explicó, el agua de deshielo de los glaciares del Pamir arrastraba cada primavera tanto cieno que el río, una vez en la llanura de Karakum, formaba sin parar nuevos bancos de arena que la corriente iba sorteando unas veces por un lado y otras por otro.
Mientras que el Amu Daria desaparecía de la vista, a lo lejos se elevaba, frente a nosotros, una cresta de rocas dentadas (la frontera austral de la antigua Unión Soviética). El piloto inició el descenso y, al abrigo de aquella cadena montañosa, se apreciaron por fin unas pocas construcciones. Ante nuestros ojos vimos desfilar una larga sucesión de tierras de labranza, aparentemente de grandes dimensiones, ninguna de ellas de tonos verdes. En los lindes de los pueblos de color arcilla divisé unas manchas curiosas. Pacas de paja; eso era, desde luego, a lo que más se parecían.
—Bunti
—aclaró la azafata que venía a controlar si llevaba abrochado el cinturón de seguridad—.
Bunti
para almacenar el algodón.
Cuanto más bajábamos más
bunti
se veían. Casi todos se hallaban recubiertos de lona, pero había algunos sin tapar, a cuyo lado aguardaban unos camiones en los que se estaba cargando una especie de algodón comprimido.
El Boeing comenzó a bailar al ritmo de las turbulencias térmicas, con un ímpetu cada vez mayor. Cuando dirigí la mirada de nuevo hacia el exterior me llamó la atención la bruma que se extendía sobre los campos. La tierra labrada estaba invadida de algo blanco. ¿Pelusas de algodón? ¿Una delgada capa de abono químico que se resistía a disolverse debido a la falta de agua?
—Sal —respondió Amansoltan cuando le pregunté por ello—. Allí ya no crece ni una brizna de hierba.
Sentada en un pequeño banco de madera junto a su pozo de agua, me contó que el cultivo del algodón había caído sobre Turkmenistán y los demás países de Asia Central «como un flagelo». De la reserva y cautela que la experta en química había mostrado en el congreso sobre la sal celebrado en Moscú no quedaba ni rastro.
—El algodón siempre nos fue presentado como una bendición, pero, en la práctica, se convirtió en fuente de explotación.
—Colonialismo —observé yo.
—El colonialismo del algodón —corroboró Amansoltan—. Pero estaba tajantemente prohibido llamarlo de esa forma. Quien se atreviera a pronunciar las palabras «colonia» o «territorio conquistado» corría el riesgo de perder su trabajo o, peor aún, de acabar en prisión.
Amansoltan precisó que, de todos modos, sus profesores de marxismo leninismo de la Universidad Mendeleiev no rehuían ese tipo de conceptos. Eso sí, sólo los aplicaban a los territorios de ultramar de los Estados piratas europeos que, por hallarse en «la fase terminal del capitalismo», recorrían los mares del mundo en busca de botines fáciles.
El uso selectivo del vocabulario soviético me tenía cada vez más fascinado. Evidentemente, en una dictadura del proletariado no tenían cabida el «imperialismo» o el «afán de expansión»; por esa razón se decía que los pueblos de lengua turca y persa de Asia Central habían sido «liberados» por los guardias rojos. Al tratarse de naciones hermanas, había que brindarles asistencia técnica para ayudarles a superar su atraso. «¡Hacia la independencia algodonera!», rezaba una de las consignas del Primer Plan Quinquenal. El lema obedecía a una lógica aplastante: mientras los soldados del Ejército Rojo vistieran uniformes de algodón procedente de Tejas, la URSS no podría considerarse a sí misma una gran potencia. En Asia Central, la única zona del territorio soviético donde prosperaba el cultivo de esa fibra, todo y todos fueron puestos al servicio de la industria algodonera. El resultado no se hizo esperar: a partir de 1937 la Unión Soviética cubría totalmente sus necesidades de algodón en rama. Sin embargo, la otra cara de la moneda, es decir, la dependencia total de Uzbekistán y Turkmenistán respecto de esa planta era un tema tabú.
Los soviets se tomaron muy en serio el asunto de la autarquía. Quienes —como ellos— deseaban levantar desde los cimientos una sociedad completamente nueva no podían por menos que reducir a un mínimo las influencias externas. Además, no podían conformarse con construir sólo palacios sindicales, casas del pueblo o inmensas presas en el interior del espacio experimental cercado con torres de vigilancia. Los «ingenieros del alma» estaban llamados a llevar a buen término una tarea no menos importante: dar forma al nuevo orden volviendo a nombrar el mundo. De principio a fin, como Adán en el paraíso.
Rab
(esclavo) fue sustituido por
rabochi
(trabajador).
Gospodin
(señor) por
tovarish
(camarada). Y el individuo que se diferenciaba del grupo era tachado de
vrag naroda
(enemigo del pueblo). La visión de las cosas dependía de cómo se las llamase. Ése era el fundamento de la semántica socialista.
La revolución léxica fue encabezada por los escritores. Desde entonces, la expropiación de la propiedad privada pasó a denominarse
kollektivizatsiya
en la prensa y la literatura, y los que se oponían a ella merecían «una reeducación en una escuela socialista del trabajo» (léase campo de trabajo). Los
liriki
encontraron un eufemismo adecuado para cada problema.
Jlopok
(algodón) fue sustituido por
beloie zoloto
(oro blanco). De las recolectoras de algodón cuyas hijas y nietas también se dedicaban a lo mismo se decía que habían fundado una
dinastiya
(dinastía) de recolectores de algodón, máxima aspiración de toda trabajadora. Y los koljoses cuyos beneficios ascendían a un millón de rublos al año eran proclamados
koljozmillioneri.
Los miembros de esas empresas millonarias recibían una gratificación suplementaria en especie: una batería de cocina.