En la primavera de 1935, antes incluso de que finalizara el rodaje, los físicos llegaron a la conclusión de que el asentamiento de Puerto de Kara Bogaz estaba construido a orillas de un estrecho de mar en proceso de desecación y que, por tanto, se hallaba en un lugar absolutamente equivocado. Sin embargo, ninguno de ellos osaba admitirlo en público por temor a la ira de Stalin. En su tesis doctoral, Amansoltan Saparova describe cómo las unidades de extracción fueron cerrándose una detrás de otra, por la sencilla razón de que ya no volvió a depositarse más sulfato. La única fuente en activo era el Lago número 6; por lo demás, la explotación de la bahía de Kara Bogaz debía considerarse un estrepitoso fracaso. A finales de 1938, a los diez años de su fundación, el puerto se había convertido en una ruina industrial abandonada.
El contraste con aquello que yo contemplé en la pequeña sala de proyección no podía ser mayor. El lírico Paustovski había extrapolado al futuro la línea alcista mantenida con anterioridad a 1932. En su película hace emerger en la árida costa una futurista máquina de desalinización alimentada por energía solar. Se trata de una instalación construida a base de un ingenioso juego de tuberías y unos paneles de control eléctricos. El espectador ve cómo los nómadas, atemorizados, se aproximan cada vez más durante la solemne inauguración. Los hombres llevan turbante; las mujeres se cubren el rostro con las puntas del pañuelo que lucen en la cabeza. Sentados en cuclillas o con las piernas cruzadas, y con un pequeño cuenco de cerámica en la mano, observan a los magos soviéticos que afirman ser capaces de hacer potable el agua del mar Caspio.
Alguien prueba y escupe, ¡aj, qué asco, es sal! Se oyen risas. Comprenden que en las tuberías entra agua no potable. A continuación una fornida mujer rusa abre un grifo con las dos manos. Suena un silbido, un gorgoteo, y tras un redoble de tambor de al menos un minuto, igual que en el circo, salta agua a borbotones a un cubo de cinc. Se invita a un
tabib
incrédulo a que sujete su cuenco debajo del chorro y, ¡caramba!, el agua sabe dulce.
Acto seguido se oye música de ópera. A través de los altavoces del cine iba cobrando cuerpo la voz de un célebre «artista popular». Cantaba sobre los «enviados de Stalin» que se habían desplazado a «ese lejano país» en un acto de altruismo. En la pantalla aparecían los mismos hombres y mujeres que acababan de asistir a la demostración. Vestían blusas blancas y blusones, el cabello negro lavado y cortado. Se los veía ante el panel de control, inclinados sobre un manómetro o manejando herramientas para ajustar una llave de paso.
Antes de que se encendiera la luz una última toma mostraba un primer plano de granadas y melones abiertos, cultivados en el desierto con ayuda del agua desalinizada.
—Turkmenistán: tierra que mana leche y miel —enuncié, arriesgándome a que Igor Vasiliev no supiera apreciar mi cinismo.
El conservador ya estaba retirando la película de la bobina.
Me pidió que le acercase las dos mitades planas de la lata. —Puedo imaginarme perfectamente que por aquel entonces el público regresara a casa con un sentimiento de orgullo —dije, en un intento por atenuar mi observación anterior.
—¿El público? —preguntó Igor Vasiliev lanzándome una mi rada inquisitiva mientras se limpiaba las manos en los faldones del guardapolvo—. Jamás hubo público.
—¿A qué se refiere?
—Esta película jamás se puso en circulación. Por eso ha pagado usted la tarifa de «material sin editar». Así lo dice también su recibo.
Extraje el comprobante de pago de mi bolsillo. En realidad no me importaba la tarifa, sino que necesitaba algo tangible para poder concentrarme. «Material sin editar». Tardé un rato en encontrar la posible explicación: ¡la película no había pasado la censura! ¿Pero por qué no? ¿No sería porque el cineasta había embellecido demasiado la situación de la bahía?
Pregunté a Igor Vasiliev si tenía que ver con Yakov Rubinshtein.
—No conozco a ningún Rubinshtein —me respondió con una mirada de incomprensión—. A decir verdad, no sé de qué me está hablando.
Pero me propuso que lo acompañara si deseaba entender lo sucedido.
—No se olvide de que en 1935 se respiraba ya un ambiente más que tenso entre los hombres de confianza de Stalin —retomó el conservador a medio pasillo.
Desde el atentado contra Sergei Kirov, el jefe del Partido en Leningrado, el 1 de diciembre de 1934, la clase política dirigente vivía en un estado de inquietud permanente y de terror, puesto que Stalin se valía del asesinato para hacer tabla rasa entre sus colaboradores más íntimos.
—En aquellos tiempos se respiraba una extraña sensación de peligro —aclaró Igor Vasiliev.
Una vez llegado a su despacho, el funcionario del archivo cinematográfico colgó su guardapolvo del perchero. Arrimó una silla y se inclinó sobre uno de los cajones de su escritorio. Mientras recorría las carpetas con los dedos observó que Stalin se complacía en usar la palabra «ilusión» para hacer referencia al «celuloide», al tiempo que consideraba el cine como «el armamento más pesado de la lucha propagandística». La literatura, en cambio, era considerada artillería de menor calibre, en tanto que el circo, la música y el teatro se incluían más bien en la categoría de armas de mano.
—En los años treinta, SovKino, el servicio cinematográfico, era una poderosa institución que movía ingentes cantidades de dinero —relató Igor Vasiliev—. Tanto era así que el director de SovKino poseía rango de ministro.
De una carpeta titulada «Las fauces negras», Vasiliev retiró una funda de plástico que contenía un artículo del periódico
Izvestiya
con fecha de 27 de agosto de 1935. Era un texto conciso de la sección «Teatro y cine», redactado por el escritor comunista francés Henri Barbusse.
Según me aclaró el conservador, por aquellas fechas Barbusse se hallaba en Moscú para presentar su biografía de Stalin, escrita en francés. Al ser amigo de Gorki, el autor fue recibido con todos los honores y, en un intento de familiarizarlo con la incipiente cosecha de la cultura soviética, le mostraron
Las fauces negras,
una película ya terminada a excepción del montaje final. La opinión de Barbusse, unas pocas frases encabezadas por el título «Kara Bogaz», fue publicada de inmediato en
Izvestiya.
Me siento honrado de haber podido contemplar una nueva película soviética, aún sin estrenar. La obra
(Kara Bogaz)
describe el heroico intento del hombre soviético por llevar la industria y el progreso a la costa este del mar Caspio. Mediante la aplicación de una serie de conocimientos científicos consigue transformar el agua de mar en agua dulce potable. La técnica bolchevique conduce a la victoria. Esta magnífica película, basada en el archiconocido libro de Konstantin Paustovski, inmortaliza numerosos momentos genuinamente socialistas.
¿Qué había de malo en eso?
—En efecto, no hay nada malo en escribir estas palabras —corroboró Igor Vasiliev—, pero sí en ver la película antes que Stalin.
Durante mucho tiempo, continuó, ni él ni sus compañeros se explicaban por qué la película
Kara Bogaz
jamás se había distribuido. Decididos a investigar el asunto fueron a dar, durante sus pesquisas, con el hijo, ya muy mayor, del director de la película.
—Él nos confesó que la historia en torno
a Las fauces negras
era un secreto que su padre habría preferido llevarse a la tumba —reveló Vasiliev.
El caso era que Stalin había tenido noticia del artículo de Iz
vestiya.
Profundamente irritado al sentirse desplazado como Primer Crítico, exigió explicaciones al director del servicio cinematográfico, el camarada Boris Shumyatski. Tan pronto como el ministro supo que lo había convocado el jefe del Kremlin, y con qué motivo, se quedó paralizado por el terror.
—Creyó que le había llegado su hora, que lo tacharían de enemigo del pueblo en la estela del asesinato de Kirov —puntualizó Vasiliev.
Shumyatski pensó que la mejor defensa era un buen ataque. Decidió mentir a Stalin. Sostuvo, sin vacilar, que Henri Barbusse había confundido las cosas: era cierto que el francés había visto una película, pero no
Las fauces negras.
¡Esa película ni siquiera estaba montada! Shumyatski insinuó que la envidia había llevado a algunos cineastas a propagar falsos rumores. Aparentemente, el mundo del cine seguía siendo rehén del sectarismo, pero el ministro prometió llegar al fondo de la cuestión y castigar a los culpables.
—De vuelta a su Ministerio, Shumyatski se apresuró a borrar todas las huellas de
Las fauces negras
—prosiguió Igor Vasiliev.
—Así que es un milagro que se hayan conservado las bobinas —observé yo.
—No se crea —replicó el conservador—. Shumyatski las guardó deliberadamente. Si Stalin se interesaba por ellas podía entregárselas en un santiamén.
El ministro se reunió con Konstantin Paustovski y, por supuesto, también con el cineasta. Entre los tres se dispusieron a relegar el proyecto al olvido con la mayor discreción posible.
Para no levantar sospechas había que seguir adelante con el montaje final, aunque sin grandes ostentaciones. Sin embargo, Shumyatski jamás sometió la obra final, con sus «numerosos momentos genuinamente socialistas», a la censura cinematográfica, y menos a los canales de distribución. Si bien la estrategia elegida (echar tierra sobre el asunto con la esperanza de que Stalin se olvidara de la producción) entrañaba un serio riesgo, la opción alternativa (distribuir la película sin más) parecía aún más arriesgada.
—¡Figúrese! —remarcó Igor Vasiliev—. Habría bastado con que un solo crítico rememorase el artículo de Barbusse en Iz
vestiya
para que comenzaran a rodar cabezas.
—Engañar a Stalin no era precisamente una falta leve —sugerí yo.
—Pues no, entraba directamente en el ámbito de aplicación del artículo 58, actividades contrarrevolucionarias, la misma categoría que «despilfarro de los fondos del pueblo», «sabotaje trotskista» y «difusión de propaganda antisoviética».
Esa terminología ya me resultaba familiar. Asentí con la cabeza y guardé silencio. Estaba todo dicho.
Al despedirme de Igor Vasiliev le hablé de Yakov Rubinshtein. Le conté quién era y cómo había perdido la vida. El conservador me escuchó con atención, pero para él debió de ser una historia más.
Una vez fuera del edificio, caí en la cuenta de cuán poco había faltado para que Paustovski corriera la misma suerte que el héroe de su película. Sin reparar en los exclusivos escaparates y las deslumbrantes fachadas me precipité por la calle Tverskaya a la boca de metro más cercana. Al llegar a casa, consulté la autobiografía de Paustovski. Repasé los seis tomos, más de mil páginas, y para mayor seguridad hojeé asimismo el resto de su obra. Horas después estaba seguro: Paustovski no mencionó en ningún momento la adaptación cinematográfica de
La bahía de Kara Bogaz.
Moscú, 2 de enero de 1936. Memorando. Estrictamente confidencial.
Asunto: GlavLit.
Para: OrgBuro (Partido Comunista-URSS)
De: camarada Tal (Prensa y Propaganda)
La inspección de los resultados anuales de GlavLit ha demostrado que la eficacia de este órgano central de censura es del todo insatisfactoria.
Como es bien sabido, GlavLit controla dos veces los manuscritos presentados para su evaluación. El primer control corre a cargo de los agentes destinados en las editoriales y el segundo se realiza en la Dirección Central.
El Departamento de Literatura sufre una enorme falta de personal. Sólo el director está debidamente cualificado (consiguió una diplomatura en el Instituto para Profesores Rojos). Sus subordinados no están capacitados para valorar obras de ficción literaria.
A raíz de estas deficiencias, el año pasado hubo que retirar de las bibliotecas y librerías sesenta y nueve libros autorizados por GlavLit para luego reducirlos a pulpa de papel. Ello supuso para el Estado unas pérdidas de 413.510 rublos.
Siempre me había imaginado la Dirección General de Literatura como un engranaje perfectamente engrasado, atendido por una plantilla infalible. El Ministerio de la Verdad. La única instancia que siempre llevaba razón —porque era la primera en conocer la opinión correcta— y que abusaba sin piedad de ese monopolio ante el ignorante súbdito soviético en general y el escritor soviético en particular.
A medida que iba profundizando en las maquinaciones de GlavLit descubrí que, a grandes rasgos, esa imagen orwelliana era acertada.
El censor no tenía rostro ni nombre. Su identidad consistía en un código numérico combinado con una sola letra. No se producía ningún contacto entre el censor y el censurado. Pongamos por ejemplo a los agentes de GlavLit de la oficina central de Correos de Moscú. Entraban en el edificio por la parte trasera, sin pisar jamás la sala abierta al público; recibían el material (paquetes postales, cartas, telegramas) a través de una ventanilla. Y en caso de duda, sólo tenían que levantar el auricular de un teléfono sin dial para que un ordenanza trasladara el envío postal a otras «unidades competentes».
Hubo que esperar a que cayese el telón de la Unión Soviética para que algunos censores abandonaran el anonimato. Al igual que los antiguos agentes del KGB, a primera vista parecían personas normales. De ir a su lado en el metro, uno sería incapaz de distinguirlos de los demás moscovitas. Hacían crucigramas y empujaban a la gente en la escalera mecánica. Sin embargo, por dentro, los censores se sentían guardianes ufanos de una sociedad ilusoria que supieron mantener en pie durante setenta años, gracias a su profesionalidad y dedicación.
En una conferencia celebrada en 1993, Vladimir Solodin, subdirector del Departamento de Literatura en los años setenta y ochenta, evaluó su trayectoria en GlavLit:
—¿Cuál fue el cometido de GlavLit? Ejercer el control, tanto antes como después de la publicación, sobre cualquier letra e imagen impresas en la Unión Soviética.
Sin GlavLit, el totalitarismo soviético habría sido imposible. El aparato de censura intervenía de manera rutinaria en la elaboración de permisos de conducir, la formulación de diplomas de natación, el diseño de motivos para pañuelos y las instrucciones de uso de molinillos de café. En su poder obraban todas las reservas de papel de la Unión Soviética. En junio de 1922, Lenin fundó la Glavnoie Upravlenie po delam Literaturu como parte integrante del Ministerio de Educación, con objeto de «unificar todas las formas de censura».