Ingenieros del alma (33 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Eran las ocho de la mañana. Iba sentado en el asiento delantero de una furgoneta Daewoo, una caja con forma de pan de molde que se elevaba, muy alta, sobre sus ruedas. Hacía un día claro; un viento fuerte despejaba el cielo de nubes, desplazando de forma imperceptible las dunas del Karakum. IbrahimAka, el propietario de la furgoneta, tenía que agarrar el volante con fuerza para no salirse de las rayas blancas. Habíamos abandonado Ashjabad con la luz del alba, poniendo rumbo al mar Caspio a setenta kilómetros por hora.

—¿Fumas? —me preguntó Ibrahim-Aka mientras encendía un cigarrillo de la marca President, sujetando el volante con la rodilla.

Aunque no fuera habitual en mí, decidí acompañarlo. Me encontraba en una situación problemática: no poseía los documentos necesarios para viajar por el interior de Turkmenistán.

—Hasta Geok-Tepe no hay puestos de policía —observó Ibrahim-Aka para darme ánimos.

Disponíamos de suficiente gasolina (un depósito lleno y dos bidones en el maletero). Hogazas aún calientes. Dos sandías. Pollo asado en papel de aluminio. Medio cartón de President.

La posibilidad de perderse era nula. La única carretera existente corría paralela al canal Turkmenbashi. El agua se veía opaca a causa del viento; las pequeñas olas golpeaban contra el muro de contención.

De no sufrir ningún contratiempo, podríamos estar al atardecer en Krasnovodsk, la ciudad portuaria que había pasado a denominarse Turkmenbashi.

Estaba resuelto a aproximarme más a la bahía de Kara Bogaz que Paustovski, costara lo que costase. Sobre todo después de haber desvelado los entresijos de la historia: la bahía existía, es más, había existido siempre, con excepción de
un período de diez años.
Durante ese curioso intermedio, había desaparecido de la faz de la Tierra. Para ser exactos, entre 1982 y 1992 el territorio conocido como Kara Bogaz dejó de ser un mar interior para convertirse en una árida salina.

Lo supe por Dzhamar Aliev, el ictiólogo con el que había degustado carpa plateada.

Me aseguró que, a ese respecto, el mapa mural de mi oficina de Moscú no había sido falsificado.

—En un mapa de 1991 no debe aparecer la bahía de Kara Bogaz —afirmó Aliev con determinación—. Es más, su ejemplar es uno de los pocos que reflejan correctamente la situación del momento.

El día siguiente a nuestro encuentro me dirigí de nuevo a él para preguntarle si era posible desplazarse por Turkmenistán sin disponer del visado que daba acceso al interior del país. Necesitaba que me aconsejara urgentemente, puesto que el intento de mediación de Amansoltan, a través del director del Instituto del Desierto, se había frustrado.

¿Quién me iba a decir a mí que Aliev había estudiado la bahía de Kara Bogaz hasta en los más mínimos detalles, recogiendo muestras y todo?

Nada más enterarse del verdadero objetivo de mi viaje, el biólogo me invitó a tomar asiento en una butaca de mimbre y descorchó una botella de aguardiente de albaricoque.

—Elaboración casera —precisó, mostrando una sonrisa de oreja a oreja.

Estábamos sentados en su casa, en la galería acristalada de su despacho, donde los nuevos brotes de madreselva pugnaban por entrar.

Radiante de satisfacción, Aliev comenzó a despotricar contra sus chivos expiatorios favoritos: los ingenieros hidráulicos soviéticos. Me contó que se habían empeñado en cegar el estrecho entre el mar Caspio y Kara Bogaz, como una muestra más de «su enorme falta de previsión». Para justificar semejante decisión desenterraron los viejos argumentos del teniente Zherebtsov, según los cuales Kara Bogaz no era sino una inútil caldera de evaporación, unas «fauces insaciables» que engullían las valiosas aguas del mar Caspio.

—Lo que se pretendía era poner fin al continuo descenso del mar Caspio mediante el cierre de la bahía. Dos vasos comunicantes que dejarían de serlo —recalcó Aliev, resumiendo la lógica de los ingenieros.

Los ingenieros se salieron con la suya: en febrero de 1980 se empleó maquinaria pesada para reducir al silencio la cascada de mar. Los tractores oruga levantaron una presa de doscientos metros de largo en el Adzhi Daria, el cordón umbilical que unía el mar Caspio con la bahía de Kara Bogaz. Los jerarcas del Partido, llegados de Ashjabad, rompieron en aplausos cuando las últimas paletadas de tierra fueron arrojadas solemnemente sobre el dique. El director del. Instituto de Asuntos Hidráulicos de Moscú, por su parte, habló de una «redistribución racional y absoluta de las reservas de agua soviéticas». Rodeado de excavadoras sumidas en el silencio, subrayó que los proletarios-maquinistas, al cegar aquella bahía nociva, habían puesto «la primera piedra» del proyecto de desvío de los cursos fluviales, la
perebroska,
cuya responsabilidad final incumbía a su instituto.

—Perebroska
era una palabra mágica —prosiguió Aliev—. A los «desviadores de los ríos» se los trataba como semidioses. En la prensa recibían el calificativo de «domadores de la naturaleza», encargados de llevar a buen puerto «el proyecto del siglo».

La
perebroska
terminó convirtiéndose en un concepto global: abarcaba la Rusia europea, Siberia y Asia Central. Finalizada la Segunda Guerra Mundial, toda una generación de físicos se volcó con la idea del camarada Krzhizhanovski, el «electrificador» de la Unión Soviética, que ya había abogado por un desvío generalizado en 1933. A partir de los años cincuenta, su propuesta de desviar hacia el sur todas las vías fluviales rusas que corrían en dirección norte fue lanzada como panacea para suplir la falta de agua en toda la Unión Soviética. Visto sobre el mapa de la Unión Soviética, el plan parecía muy claro: las arterias azules que se dirigían al norte, hacia el mar polar, serían trasvasadas mediante una serie de canales rectilíneos, en beneficio de las zonas meridionales. Estaba previsto que el nuevo cauce de los ríos siberianos Obi e Irtish, de 2.200 kilómetros de largo, irrigase las plantaciones de algodón ubicadas al sur del mar de Aral. En términos europeos, el nacimiento de ese «puente acuático» se situaría más arriba de Helsinki, hallándose su desembocadura por debajo de Roma.

Además del componente siberiano, quedarían modificadas las cuencas del Volga y del mar Caspio. Toda aquella zona sufría un gran número de problemas causados por el hombre, así que, en opinión de los
fiziki,
correspondía al hombre resolverlos. La sucesión de embalses construidos en el Volga ralentizaba la corriente e incrementaba la pérdida de agua por evaporación, agravando el misterioso descenso del mar Caspio, cuyas primeras manifestaciones se remontaban a los años treinta, cuando Yakov Rubinshtein asumió la dirección de las obras de extracción de sulfato en Kara Bogaz.

Los hidrólogos elaboraron modelos matemáticos para predecir el futuro balance hidrológico del mar Caspio. Era una cuestión puramente económica: una cuenta de pérdidas y ganancias en la que se prestaba atención a variables coyunturales tales como el nivel de precipitación y el grado de evaporación. Del cálculo se desprendía que la sustracción de una mayor cantidad de agua del río Volga (para la irrigación de las estepas calmucas y kazajas) entrañaría una drástica disminución del nivel del mar Caspio, con lo que los principales puertos dejarían de estar a orillas del mar. Por eso, los contables del agua hicieron hincapié en la necesidad de aumentar el aporte hídrico, algo que podía conseguirse de dos maneras: o bien desviando al Volga los ríos rusos septentrionales Neva, Dvina y Pechora (la idea original de Krzhizhanovski), o bien cerrando la bahía de Kara Bogaz.

—¡Dejemos que Kara Bogaz muera de una muerte heroica, como un soldado en el frente! —sugirió el viceministro de Obras Hidráulicas.

Era necesario sacrificar la bahía para aprovechar la escasa agua en otras regiones, dándole un destino más útil. ¿Acaso no se había hecho lo mismo con el mar de Aral por iniciativa de una generación anterior de planificadores soviéticos?

Sin embargo, el Ministerio de Asuntos Químicos soviético, que explotaba la bahía como un laboratorio natural de sulfato, no se conformó con la solución propuesta. El epicentro de la industria de la sal de toda la URSS se encontraba en Cabo Bekdash, donde se concentraban las fábricas especializadas en la producción de bishofita (el defoliante utilizado para la cosecha mecánica del algodón) y epsomita (empleada en la industria del cuero y el textil). Asuntos Químicos se enfrentó con Obras Hidráulicas.

—Por supuesto, fue un intento vano —dijo Dzhamar Aliev—. David contra Goliat, con la diferencia de que venció Goliat.

Del cajón de una máquina de coser a pedal, una Singer antigua, mi anfitrión extrajo una copia al carbón de una carta dirigida «Al Consejo de Ministros de la Unión Soviética» en el otoño de 1978, en la que exponía en tres páginas sus objeciones contra el cierre de la bahía de Kara Bogaz.

Aliev vació su copa y dio un golpecito con la uña en la carta de protesta.

Leí el texto por encima, hasta que mis ojos se quedaron clavados en las palabras «esturión» y «caviar», subrayadas y en negrita. ¡El ictiólogo había roto una lanza en favor de los peces! Alentado por el éxito conseguido con la carpa plateada, Dzhamar Aliev había demostrado a los dirigentes soviéticos que el cierre de la bahía de Kara Bogaz pondría en peligro nada menos que la industria del caviar.

El texto decía: «Además de influir en el balance hidrológico del mar Caspio, la bahía de Kara Bogaz mantiene el contenido en sal en un nivel relativamente bajo (14,3 gramos por litro). El cierre de la bahía eliminará esta regulación natural, dando lugar a un aumento de la concentración de sal. A partir del momento en que el contenido en sal del mar Caspio supere los 15,1 gramos por litro todas las especies de esturión morirán».

Mientras yo leía la carta, Aliev tamborileaba con los dedos sobre el brazo de su butaca. El biólogo había esperado que Brezhnev se arredrase ante la perspectiva de unos banquetes oficiales sin caviar. El descenso de la población de esturiones era un hecho que probablemente no dejaría indiferente al rígido jefe del Kremlin.

Si bien Aliev jugó su baza con astucia no consiguió detener el proyecto: en 1979 se mandó diseñar la presa a la firma de ingenieros BakHydroProjekt, domiciliada en Azerbaiyán.

Dos años después del cierre de la bahía de Kara Bogaz —recién inhumado el dirigente Brezhnev— se descubrió que los expertos hidráulicos habían cometido un irreparable error de cálculo. Conforme al pronóstico del Instituto de Asuntos Hidráulicos, el agua de Kara Bogaz tardaría entre quince y veinticinco años en evaporarse, pero en la práctica, la superficie de 18.000 kilómetros cuadrados quedó íntegramente al descubierto al cabo de tan sólo dos años. Los hidrólogos se escudaron en la jerga técnica. Al parecer, se había aplicado un coeficiente de correlación erróneo en la fórmula utilizada para calcular la evaporación. Un error factor diez. Jamás se había pretendido que la bahía se secase por completo, ya que nadie quería que la sal depositada se pulverizase. Existía el riesgo de que los «vientos huracanados de Bujara» llevaran el polvo hasta las fértiles tierras de las riberas del Volga y el Don, causando verdaderos estragos. Los promotores de BakHydroProjekt se mostraron dispuestos a restablecer el flujo de agua salada del mar Caspio por medio de tuberías, a fin de mantener húmedo al menos el fondo de la bahía. Pero el mal ya estaba hecho: los flamencos que se posaron aquel año en la bahía de Kara Bogaz murieron masivamente al no encontrar alimento.

En 1983, la Academia de Ciencias de Turkmenistán organizó una expedición con el fin de averiguar si eran ciertos los rumores sobre la mortandad de las aves. Dzhamar Aliev participó en ella. Desde un helicóptero pudo ver interminables filas de curiosos montículos rosas: plumas de flamencos muertos.

—Los cadáveres habían sido vaciados por los pigargos —me contó el biólogo—. Desprendían un hedor a salmuera y putrefacción.

Los miembros de la expedición no encontraron ya ni una gota de agua. Valiéndose de trépanos recogieron muestras del fondo de Kara Bogaz. El suelo estaba cubierto por una costra de sal de metro y medio de grosor. Los vaticinios de los químicos se habían cumplido: la sal encostrada no servía como materia prima para la industria.

Al año siguiente, los agrónomos registraron una salinización de los campos de cultivo que se extendía hasta una distancia de mil kilómetros de la bahía, más allá del mar Caspio: los fuertes vientos del invierno habían cubierto la fecunda región rusa de las Tierras Negras con una capa de polvo. Los análisis confirmaron que se trataba de sales sulfurosas, cuya procedencia no ofrecía dudas.

El Kremlin adoptó medidas ineficaces (mandó realizar estudios complementarios) e intentó ocultar la catástrofe al mundo. Pero no logró su propósito. En 1983, en Santa Bárbara, California, el hidrólogo Norman Precoda descubrió en unas imágenes tomadas desde un satélite una mancha blanca a 41 grados de latitud norte y 53 grados de longitud este, ahí donde normalmente aparecía una mancha de color verde mar. Su hallazgo («La desecación de la bahía de Kara Bogaz») se publicó en la revista
International Water Power and Dam Construction.

En tanto que secretario de la Academia de Ciencias de Turkmenistán, Aliev tenía libre acceso a ese tipo de literatura especializada. Conservaba los textos más relevantes en el cajón de su máquina de coser.

En 1985 la revista
Soviet Geography
llamó la atención sobre las serias consecuencias que conllevaba ese cambio para los cartógrafos: «Debido a su enorme tamaño, la bahía de Kara Bogaz destaca por su marcada presencia hasta en los mapas a más pequeña escala. Por eso, su transformación en vasta salina requiere una adaptación de prácticamente todos los mapas y atlas publicados hasta la fecha».

En adelante, concienzudos cartógrafos de todo el mundo se encargaron de colorear la poco profunda laguna de Kara Bogaz (azul claro) como tierra situada debajo del nivel del mar (verde oscuro). Sin embargo, por una ironía de la historia, aquella modificación tuvo que ser anulada nada más desmoronarse la Unión Soviética: en la primavera de 1992, Saparmurat Niazov (que por entonces era ya presidente del Turkmenistán independiente, aunque todavía no ostentaba el título de «Turkmenbashi») dio el primer golpe de pico en el cuerpo de la presa. Bajo la atenta mirada de las cámaras de televisión se remangó los puños de la camisa y pronunció un pequeño discurso sobre la necesidad de «sacudirse el yugo colonial soviético». Dijo que a Turkmenistán le había sido arrebatada la bahía de Kara Bogaz. Demagogo experimentado, el presidente aseguró que en una década la presa (cuya construcción costó un millón de rublos) había causado daños por valor de cien mil millones de rublos, y añadió que el derribo del dique de cierre permitiría recuperar la bahía «en nombre del pueblo turcomano», haciendo retroceder el desierto.

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