Ingenieros del alma (15 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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«Una nostalgia terrible, a veces insoportable» hacia la Rusia Central le impulsa a dirigirse a la estación, donde ve en las vías del tren un último enlace con los bosques de su juventud. «El maravilloso aire fresco que se respira tras un aguacero y que en el norte agiliza el pensamiento proporciona aquí un desagradable malestar». Al leer esto, de repente me pareció entender a Paustovski: el escritor se había visto forzado a describir la costa este del mar Caspio como un paisaje marciano y la bahía de Kara Bogaz como un pozo de la muerte. De lo contrario, no habría sido capaz de abogar por la industrialización de este territorio virgen. Paustovski, que considera la «fuerte unión con la naturaleza» un requisito de su oficio de escritor, había transformado mentalmente la bahía de Kara Bogaz en un territorio «desnaturalizado». El escritor recurrió a su potencial imaginativo, nada escaso, con el fin de describir una realidad ficticia que convenciera a sus lectores y que él mismo pudiera creerse. O tal vez se enfrentó al polvo del desierto y al agua de azufre con una fuerza poética tal que empezó a concebir la naturaleza realmente como un enemigo. Sólo después de completar este
tour de force
interior, Paustovski fue capaz de aceptar a los ingenieros, los
fiziki, y
las fábricas químicas que éstos habían de construir.

Kara Bogaz
fue mucho más que el triunfo literario de Paustovski; fue el ejemplo perfecto de lo que es la capacidad de adaptación. Con esta obra, el autor superó con éxito el rito iniciático que le abría las puertas a la Unión de Escritores Soviéticos.

Entre los papeles que me había entregado Ilia Ilich encontré críticas elogiosas de la obra. Una de ellas de la pluma de Gorki, a quien el libro le parecía ejemplar:
«Kara Bogaz
ofrece una lograda perspectiva de nuestros proyectos de construcción soviéticos».

La viuda de Lenin hizo una declaración similar: «¡Necesitamos este tipo de libros!».

A finales del verano recibí una nueva invitación del profesor Ilia Ilich para acudir a la casa del jardinero. Le brillaban las mejillas y todo él irradiaba felicidad, hasta su voz. No me fue difícil adivinar el motivo de su júbilo: el especialista en Paustovski acababa de descubrir una nueva obra del autor.

—¡Sí, señor! —exclamó Ilia Ilich y me arrastró hasta una caja fuerte metálica situada en el estudio del sótano, que yo no había visto anteriormente. Carpetas repletas de recortes, procedentes de la herencia de Paustovski, se deslizaron por los estantes galvanizados—. El tesoro de Ali Babá —anunció el director del instituto.

Entre las carpetas había un cuaderno con setenta poemas de juventud, que Dima jamás había mencionado.

—Y… —añadió el profesor con el dedo en alto— una novela cuya existencia ignorábamos porque creíamos que se había quedado en proyecto.

El título de la novela rezaba:
El coleccionista.
Ilia Ilich ya había hojeado el manuscrito. El protagonista era un francés con una curiosa costumbre: coleccionaba toda clase de impresiones y de expresiones faciales, que anotaba en un cuaderno. Y lo mismo hacía con las nubes o la espesura y brillo de la nieve recién caída; todos estos elementos los pulía hasta convertirlos en pequeñas joyas poéticas.

—Igual hacía Paustovski —aclaró el profesor—. Sus notas constituían el material en bruto, la materia prima de sus relatos. Lo que no sabíamos es que con todo ese conjunto de observaciones que hizo valiéndose de un personaje hubiera creado una novela.

El profesor me permitió sostener un instante en mis manos las hojas sueltas que estaban en el interior de una carpeta de cartulina. Me ayudó a abrir la carpeta anunciándome que contenía una correspondencia que me interesaría.

Un instante después estábamos hojeando la correspondencia entre Paustovski y su redactor de la editorial La Joven Guardia. En una carta de 1932, Paustovski le ofrece al redactor dos manuscritos, el primero
El coleccionista y
el segundo
La bahía de Kara Bogaz.

Eichler le contestó al cabo de unas semanas comunicándole que
Kara Bogaz
había sido aceptada, pero que con
El coleccionista
no se atrevían.

—Esta obra no tocaba el tema de la producción —observó Ilia Ilich, afligido—. ¡Por eso no les interesaba! Penoso ¿verdad?

Una segunda carta demostraba que poco tiempo después el escritor ofreció el manuscrito rechazado a otra editorial con un nombre muy propio de aquella época: Zemlia i Fabrika (Tierra y Fábrica).

El último documento que contenía la carpeta era la carta de rechazo del manuscrito por parte de Zemlia i Fabrika, redactada en tono seco. Al parecer, después de eso Paustovski se desanimó y guardó el manuscrito ya que no quería volver a verlo.

Ilia Ilich me juró que él prepararía el manuscrito para su edición y que lo publicaría por entregas en
El mundo de Paustovski,
con el objeto de hacer justicia —aunque fuese con un retraso de setenta años— a un autor que al parecer había preferido escribir acerca de un francés coleccionista de muecas que sobre los audaces ingenieros soviéticos creadores de todo un complejo industrial.

Despotismo oriental

En la Exposición Universal de Nueva York, celebrada en 1939, los camaradas soviéticos se presentan como los campeones de la ingeniería hidráulica. El tema de la feria —«construir el mundo del mañana»— les venía como anillo al dedo: llevaban ya dos planes quinquenales (desde 1928 a 1938) sin ocuparse apenas de otra cosa. Así pues, en el recinto ferial de Flushing Meadows, los bolcheviques se lanzan con gran entusiasmo a la competición. Frente al obelisco trilátero de los norteamericanos, llamado el Trylon —y la construcción de hierro anexa, que contiene en su interior la ciudad modelo «democra-city»—, ellos han erigido la efigie gigante de un trabajador, un proletario de ancho cuello y gruesas muñecas que sostiene en alto una estrella roja, como un atleta empuñando la antorcha olímpica.

Quien se adentra en el pabellón soviético desciende a las bóvedas del metro moscovita. Puede admirar una reproducción de una estación de metro, con sus lucernas, columnas de mármol y mosaicos de azulejos. En el andén unos bailarines muestran su repertorio, mientras que en unos escaparates iluminados se exhiben los modelos constructivos del Estado utópico. En uno de ellos se encuentra una maqueta a escala de la impresionante presa del Dniepr, menos alta que el Hooverdam en el río Colorado, pero más ancha y de construcción más ingeniosa.

El folleto dice: «La central hidroeléctrica del Dniepr, con una capacidad de 558.000 kilovatios, genera más corriente que el conjunto de las fuentes eléctricas de la Rusia zarista».

Con la mente puesta en la trinidad «navegación-electrificación-irrigación», los físicos soviéticos se afanan en manipular masas de agua cada vez más grandes. Stalin se ha propuesto transformar Moscú en un puerto de mar; un corazón de arterias azules que comunique directamente con los océanos. El líder soviético quiere que la flota mercante de Moscú pueda zarpar en todas las direcciones del viento: hacia el mar Báltico, el Blanco, el Negro y el Caspio. Sobre un panel titulado «Vías acuáticas de la URSS», se ofrece a los visitantes de la exposición neoyorquina una imagen avista de pájaro de esa red de navegación construida por la mano del hombre. Tanto el canal Belomor como el canal Moscú-Volga están ya operativos en 1939. La pieza que falta para completar el conjunto es un paso que conecte el Volga con el Don, un canal de navegación de 101 kilómetros cuyo trazado ha sido diseñado entretanto.

La bandera de la hoz y el martillo, según pronostica el folleto de la exposición, ondeará en breve «en todos los ocnos y puertos del mundo».

Quien crea que en Nueva York los hidrólogos soviéticos pusieron todas las cartas sobre la mesa se equivoca. El proyecto hidráulico de Gleb Krzhizhanovski no se presenta al público. El camarada Krzhizhanovski, un físico matemático aficionado a la hidrodinámica, goza de gran fama como «el electrificador» del paraíso de los trabajadores.

En 1921, Lenin había lanzado personalmente esta «campaña de la luz» recurriendo a una ecuación matemática: Comunismo = poder soviético + electrificación de todo el país. En los carteles y murales (representando a trabajadores que tienden cables de poste en poste) expuestos por doquier, esta fórmula algebraica se repetía hasta el infinito, aunque su significado fuese tan enigmático como el funcionamiento de la mismísima bombilla.

Como director de la compañía eléctrica estatal GOELRO, Krzhizhanovski había dotado de corriente al país más grande del mundo en el plazo de dos años. Así y todo, no estaba satisfecho: desde finales de la década de los veinte, este bolchevique «de primera hora» venía rumiando un proyecto más osado todavía. Esta idea revolucionaria la expuso en noviembre de 1933 en una sesión de la Academia de Ciencias. El norte de Rusia era una zona húmeda y desapacible, razonó el especialista en hidrodinámica, mientras que el sur era seco y cálido. La ciencia bolchevique debía ser capaz de corregir ese «defecto en el tejido de la naturaleza». ¿Cómo? Pues, sencillamente, invirtiendo el curso de los ríos en la Rusia ártica.
Perebroska
se llamaba su proyecto. Literalmente: levantar y verter en otro sitio (las masas de agua). Más concretamente, eso significaba, por ejemplo, que el agua de Belomor, que a través del río Neva desembocaba en el golfo de Finlandia, sería bombeada en el futuro hacia el Volga mediante un «salto hidráulico». Las moléculas de H
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O procedentes del canal Belomor irían a parar en adelante al mar Caspio y acabarían evaporándose en la bahía de Kara Bogaz. El «agua nórdica», una vez trasvasada a la cuenca del Volga, propulsaría las turbinas de las ocho plantas generadoras proyectadas y, por último, irrigaría el terreno estepario de tres millones de hectáreas a ambos lados del delta del Volga.

El camarada Krzhizhanovski recibió plenos poderes de Stalin para modificar el curso de tres ríos. Al poco se puso de moda una canción: «Los ríos soviéticos van / hacia donde los bolcheviques sueñan».

Wageningen, septiembre de 1984. Siendo yo estudiante de segundo curso de Agronomía tropical, elegí para mi segundo ciclo de estudios universitarios la especialidad «Obras hidráulicas para sistemas de irrigación». Bajo la niebla, a orillas del Rin, detrás de un edificio llamado Nieuwlanden, tomábamos perfiles de saturación de «suelos desérticos» que habían sido protegidos del clima holandés mediante una cubierta de plástico. O bien medíamos la capacidad de evacuación de canales de barro y hormigón, que procedían de la nada y desembocaban en la nada.

Después de cinco años de estudio, se suponía, nos dispersaríamos por los continentes para ejercer de ingenieros.

La mayoría de nosotros sostenía ideas neomarxistas acerca de las causas de la pobreza en las antiguas colonias, ideas incitadas por los profesores de izquierdas de la cercana facultad de Leeuwenborch, sede de las ciencias humanas y sociales. Como «nieuwlandeses» instruidos en la técnica, nos ufanábamos de ser al menos útiles para algo y nos relacionábamos con sociólogos y antropólogos no occidentales. Asistíamos a seminarios sobre las ciencias de la información, temas femeninos, sociología de la vida rural, filosofía de la ciencia. Y sin embargo, ninguna de estas materias podía competir con las clases de antropología del doctor Den Ouden, un catedrático de Leeuwenborch que vestía traje y corbata —algo excepcional en aquel ambiente— y se calificaba a sí mismo de liberal de derechas.

El doctor Den Ouden carecía de nombre de pila; sólo se conocían sus iniciales (J. H. B). Era aficionado a la polémica y la provocación, y siempre había uno de nosotros que, aunque tímidamente, le recogía el guante.

En una de sus clases, Den Ouden expuso las diferentes fases por las que discurre el desarrollo de la sociedad humana. Después de elaborar en la pizarra el borrador de su sinopsis —mediante círculos consecutivos, en parte superpuestos— trazó debajo una línea recta que iba de «primitivo» a «complejo».

Se alzaron protestas contra el calificativo «primitivo».

—¿No cree usted que peca de arrogancia al calificar a otros pueblos de primitivos?

Él doctor en antropología se sacudió las manos, que despidieron unas nubecitas de tiza, y cogió un diccionario preparado para la ocasión.

—Primitivo —leyó en voz alta— significa, según los lexicógrafos de la lengua neerlandesa… «sencillo, perteneciente a la fase más temprana de una evolución, particularmente la de la sociedad».

La segunda acepción («rudimentario; tosco») no la mencionó, por no perjudicar el efecto retórico de su intervención.

Den Ouden, imperturbable, fue reemplazando los círculos de la pizarra por los contornos de Europa y de Oriente Próximo. Recurriendo a la «teoría de Spengler» nos demostró cómo el centro de gravedad de la civilización mundial se había ido desplazando sobre el globo terráqueo como un ojo de huracán que avanza lentamente. La civilización más antigua había echado raíces de cinco a seis mil años atrás, entre el Éufrates y el Tigris. En esta zona de la paradisíaca Mesopotamia, la agricultura había producido por primera vez, con ayuda de la irrigación, unas cosechas tan abundantes que un sector de la población, liberada de la producción alimentaria primaria, pudo consagrarse a tareas administrativas y ceremoniales.

—Este acontecimiento determinó el nacimiento del Estado —sentenció Den Ouden—. Para ser más exactos: del Estado como órgano de poder.

Transcurridos dos milenios, los faraones egipcios, gracias a su agricultura de irrigación, supieron liberar a un equipo de trabajadores más amplio todavía, que destinaron a la construcción de sus esfinges y pirámides. Desde aquí partía una gruesa flecha en dirección a Alejandría, con sus rollos de papiro devastados por el fuego, luego a Creta y, desde allí, a Atenas y Roma: el vector a lo largo del cual había ido desplazándose el centro de la civilización. Desde Roma no había sino un pequeño salto a Madrid, Lisboa, París, Bruselas, Ámsterdam y Londres, lugares en los que las potencias coloniales habían atesorado sus riquezas procedentes de la agricultura de plantación. La sociedad industrial no nació hasta el siglo
XIX
, y desde entonces el desarrollo tecnológico se había acelerado hasta tal extremo que el modelo de sociedad más avanzada había saltado el océano para establecerse en los Estados Unidos de América.

—¿Y la Unión Soviética qué? —se atrevió a preguntar uno de nosotros. En 1984, el año de Orwell, aún estábamos en plena guerra fría.

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