En busca de su rehabilitación como escritor, Pilniak traiciona sus propias convicciones. Así, hace que los habitantes de los pueblos a orillas del Oka reaccionen con alegría ante la noticia de que sus casuchas serán anegadas por el agua del río, ya que se les ofrecerá nuevas casas «de modelo europeo».
Uno de los personajes de Pilniak exclama en alemán, sin venir a cuento: «Weisst du, ich denke dass Leo Trotzki unrecht hat». (Sabes, creo que Leon Trotski se equivocó). El ingeniero saboteador que ha planeado hacer volar el coloso será descubierto a tiempo y, finalmente, todos los malvados morirán ahogados en una charca verde que hay detrás de la presa.
Durante la inauguración del dique, el profesor Poletika vuelve a mirar más allá del horizonte. En un futuro próximo quiere desviar el Volga en dirección a los arenales de Asia Central.
«Éstas son las posibilidades que nos brinda el socialismo», predica el profesor. «Transformaremos el desierto en una nueva Mesopotamia».
Con
El Volga desemboca en el mar Caspio,
Pilniak logra lo que se había propuesto: su reincorporación a la elite literaria. Gorki considera que con esta muestra de lealtad Pilniak ha redimido con creces sus anteriores faltas y le permite participar en 1933 en la excursión colectiva al canal Belomor.
En pocos años, el veterano de la literatura soviética ha logrado mantener a raya al colectivo de escritores, acabando con las rencillas entre autores y con sus conductas disidentes. En términos político-literarios, 1934 puede considerarse el año triunfal de Gorki. Su éxito se inicia en enero con la publicación de la obra colectiva
Belomor.
La edición especial de 4.000 ejemplares para regalo sale a tiempo para el VII Congreso del Partido Comunista. Poco después ven la luz dos ediciones públicas de 80.000 y 30.000 ejemplares que no tardan en agotarse. Aprovechando la buena acogida de
Belomor,
Gorki consigue infundir nueva vida a la literatura hidráulica de Stalin.
«Máximo Gorki ha empezado a creer en una Rusia faraónica en la que el pueblo construye cantando sus pirámides», constata su amigo francés Romain Rolland tras una visita a Moscú.
Pero Gorki hace caso omiso de este comentario. Como «geo-optimista» (uno de los tantos apelativos con que es calificado y que le colma de orgullo), el escritor coma en que la modificación de la superficie terrestre aporte prosperidad. Regala a la Unión Soviética la literatura que le corresponde, una literatura que acaba con el experimentalismo de los años veinte. La forma ha sido sustituida por el contenido, los libros que han visto la luz bajo la supervisión de Gorki versan sobre temas concretos («con los pies bien firmes sobre la realidad materialista»). Son obras que hablan de una sociedad en transición y que se caracterizan por un lenguaje directo. Abundan los signos de exclamación. El signo de exclamación ha emprendido una marcha imparable. La lengua rusa, bajo la tutela de Gorki, ha sido fustigada; se ha vuelto más urgente, menos atemporal. ¿Y la estética? ¿No ha quedado ésta, con las prisas, pisoteada o relegada al olvido? No, opina Gorki, la estética proletaria es la estética de la construcción y de la producción. Estos procesos poseen una belleza intrínseca. ¿Acaso no es extraordinariamente bella una presa arqueada de cuarenta metros de altura?
Alentados por Gorki, los escritores crean para las letras soviéticas una peculiar «biblioteca hidráulica»:
Fiodor Gladkov, que ya en 1925 hizo furor con su
Cemento,
novela de producción, dedica una pretenciosa epopeya a la planta generadora del Dniepr. Esta obra,
Energía,
será publicada en dos partes. Las casi mil páginas están plagadas de pormenores técnicos, hasta el extremo de que puede leerse como manual para la construcción de diques.
El escritor polaco Bruno Yasienski, que por amor a la Unión Soviética ya sólo quiere escribir «en la lengua de Lenin», viaja a Asia Central para consignar por escrito la construcción de un sistema de irrigación a lo largo del Oxus/Amu Daria:
El hombre muda de piel.
Marietta Shaginian, conocida por sus novelas de suspense protagonizadas por infiltrados norteamericanos en Leningrado, se desplaza a su país natal, la República Soviética che Armenia, con el propósito de documentar la construcción de las presas en su libro
La central hidroeléctrica.
El escritor y crítico Leopold Averbach, que había tachado de hipócrita la «expiación» de Pilniak, comprende que debe plegarse a las directrices de Stalin y Gorki. Tras su participación en
Belomor
emprende una «historiografía instantánea» de similares características acerca de la construcción del canal Moscú-Volga, cuyas obras han sido iniciadas en 1933. El resultado lleva por título
Del crimen al trabajo.
Sergei Budantsev, otro «veterano» del proyecto Belomor de Gorki, prepara una obra retrospectiva bajo el título de
El país de las grandes vías fluviales.
Para este libro, concebido como homenaje a la revolución rusa con motivo de su vigésimo aniversario en 1937, solicita la colaboración de diversos escritores famosos. A cada autor se le pide que elija uno de los canales del imperio soviético como tema de un relato literario. Entre los colaboradores se encuentran Boris Pilniak y Konstantin Paustovski.
Aprovechando el éxito de
La bahía de Kara Bogaz,
Paustovski descubre un nuevo territorio soviético. No lejos de la frontera con Turquía están drenando un pantano subtropical para el cultivo de cítricos. En
La Cólquida, el país de los nuevos argonautas
(1934), Paustovski habla del «ánimo y alegría de los ingenieros, trabajadores y botánicos» ocupados en desecar una zona costera y cercarla con diques.
Quien no vuelve a intervenir es Andrei Platonov. A lo largo de 1933 escribe a Gorki una serie de cartas cada vez más desesperadas. «Como "enemigo de clase" no puedo seguir viviendo, ni psicológicamente ni en la vida real. Nadie confía ya en mí. Ojalá me creyera usted».
En mayo de ese año le suplica a Gorki que le permita escribir acerca del canal Moscú-Volga. Platonov está buscando un tema que obtenga la bendición del patriarca literario. Es la única manera de que le publiquen algo y, lo que es más importante, de ganar los rublos necesarios para mantener a su mujer Masha y a su hijo Platon. Para su supervivencia y la de su familia, el escritor-técnico ha aceptado un empleo en el Instituto de Pesos y Medidas de Moscú. En este instituto se le concederá un premio, muy oportuno, por el invente de la báscula eléctrica. Pero no es suficiente.
En noviembre de 1933, Platonov declara: «Hace dos años y medio que no publico. A no ser que usted considere necesario prescindir de mí como escritor, ayúdeme, por favor».
Gorki no contesta. Opina que los relatos de Platonov «rayan en la locura». Y sin embargo decide concederle una última oportunidad inscribiéndole en una brigada literaria que viajará a Asia Central.
Platonov regresa del Turkmenistán soviético en la primavera de 1934 con
Dzhan,
una novela breve protagonizada por el pueblo nómada de Karakum. Con todo, la obra no logrará pasar la censura. Fruto de ese viaje colectivo es también el artículo semicientífico «Tórridas tierras polares», en el que Platonov filosofa acerca de la manera de generar vida en el desierto aprovechando el agua del deshielo sobrante de las zonas polares de Asia Central. A pesar de que era obvio que este texto remitía —lo mismo que
El Volga desemboca en el mar Caspio
al proyecto de Stalin de invertir el curso de los ríos, Platonov no consigue que se lo publiquen. Probablemente se deba al tono ligeramente disparatado del texto, que debió de hacer sospechar al censor que Platonov se burlaba de la
perebroska
en lugar de ensalzarla.
En el almanaque en homenaje a la República Socialista de Turkmenistán con motivo de su décimo aniversario, Platonov aparece con una única aportación: un relato sobre una joven esclava persa liberada por los soviets.
El archivo cinematográfico de Moscú es un pedacito de Unión Soviética conservado en formol. La fachada de cristal del edificio da una sensación de transparencia; sólo que no hay otra cosa que exhibir aparte de un vestíbulo embaldosado con alguna columna aquí y allá. Lo mismo podría ser la sede de un centro de rehabilitación o de un servicio de inspección de mercancías, pero un letrero en la entrada saca a uno de dudas: GOSFILMOFOND, Archivo Cinematográfico Nacional.
El vigilante uniformado me hizo pasar directamente por el arco detector de metales.
—Dokumenti
—me ordenó, y tras lanzar una mirada interrogante sobre mis papeles preguntó—: ¿Cuál es el motivo de su visita?
Quise decir: «Kara Bogaz,
The Movie»,
pero habría sonado demasiado teatral.
—Me espera Igor Vasiliev, el conservador.
Durante los minutos de espera en los que estuve paseándome de un lado a otro por el suelo de baldosas, pensé en el contraste que existía entre ambos lados del muro de cristal. Fuera, el Moscú moderno, desbordante de actividad. El archivo cinematográfico estaba situado a media manzana de la famosa calle comercial Tverskaya, que hasta finales de los años ochenta se llamó calle Gorki. Desde 1991, en cuanto se levantó la campana de cristal soviética, la vida nocturna en esta arteria de tráfico había vuelto a brotar. Los antiguos puntos de venta estatales de leche, vodka y morcilla de hígado se habían transformado en clubs y casinos, mientras que sobre las aceras, bajo el resplandor de los anuncios luminosos de Lancôme y L'Oréal, desfallecían enjambres de mariposas nocturnas. De día llamaban la atención las numerosas joyerías y oficinas de cambio con sus ventanillas blindadas.
Detrás de las ventanas del archivo no se percibía signo alguno de modernidad. Por algo la profesión de Vasiliev recibía el nombre de «conservador». De repente lo vi frente a mí: un hombre flaco enfundado en un guardapolvo. Se disculpó por no poder estrecharme la mano: acababa de arrastrar unas latas de película.
—Está todo listo. ¿Me sigue?
Alejándonos de la luz del día, enfilamos un pasillo y bajamos por una escalera. Encima de una cortina hecha con tiras de goma, se anunciaba: «Cine 1». Si la lucecita roja estaba encendida en el pasillo significaba que se estaba proyectando una película. Las dimensiones de la pequeña sala creaban un ambiente íntimo; había cuatro filas de butacas, veinte plazas en total.
—Efectivamente —respondió el conservador a mi pregunta de si en esta sala se había ejercido la censura cinematográfica durante el período soviético.
Igor Vasiliev extendió un recibo y me lo entregó. Debí de lanzar una mirada de desconcierto al papelillo, porque el hombre observó:
—Sus colegas de la televisión lo consideran una ganga.
Por una única proyección de
Las fauces negras
(una artística película sonora con guión del camarada Paustovski) me exigía 130 dólares. Me había equivocado en mi impresión inicial: los nuevos tiempos habían penetrado también en las entrañas de la filmoteca.
Como no me apetecía regatear y era la primera vez que alquilaba un cine para mí solo, pagué al hombre lo que me había pedido con fingida indiferencia. A continuación, Igor Vasiliev apagó las luces y escuché el zumbido del proyector.
En la pantalla aparecieron unas letras temblorosas ejecutando un nervioso baile: «La Fábrica Cinematográfica de Yalta presenta (…)», seguidas a los dos segundos por:
Kara Bogaz/ Las fauces negras.
Al son de una solemne pieza musical asomaron los créditos, en los que predominaban los nombres rusos. Mejmodov en el papel del curandero Ali-Bek; Bekarova como la viuda Nachar.
—Éste es el debut cinematográfico del pueblo turcomano —me susurró Igor Vasiliev—. Que sepamos, éstas son las imágenes más antiguas de turcomanos de las que disponemos.
Justo cuando iba a preguntarle por la fecha de rodaje de la película, ésta apareció en la pantalla: «1935».
Sentía curiosidad por ver la bahía y las salinas de los años treinta. ¿Qué aspecto tendrían? La película había sido rodada en exteriores, y al cabo de unos cinco minutos vi pasar ante mí el asentamiento «Puerto de Kara Bogaz» en una imagen tomada desde el mar. Pequeños cobertizos de piedra sobre un muelle empedrado. Atracaderos desiertos. Un molino de viento como generador de energía. Humildes barracones entre montones de arena. El ojo de la cámara se detuvo sobre un andamio con dos barriles de madera: los depósitos de agua potable. Esos toneles se llenaban con agua de manantial del Cáucaso. Tampoco entonces —al igual que en 1931, cuando Paustovski esperaba en vano un medio de transporte en la ciudad portuaria de Krasnovodsk— los barcos cisterna, el
Frunze
y el
Dzerzhinski,
cumplían su horario. Las reservas de agua se habían agotado, y la relación entre los ingenieros rojos y los trabajadores turcomanos contratados empezaba a tensarse. La elevada música de violín agudizaba la percepción del calor, mientras que los tambores sonaban como una tormenta que anunciara los encontronazos entre bolcheviques y nómadas. Estos últimos habían montado sus
kibitkas
en las afueras del asentamiento; a cambio de agua dulce, se ofrecían a cortar en bloques el sulfato acumulado y transportarlo en camello.
Mientras una «caravana de sal», balanceándose por el exceso de carga, abandonaba la pantalla con exasperante lentitud, al fondo aparecía por primera vez la bahía de Kara Bogaz. La imagen era cegadora, la pantalla irradiaba un resplandor tan intenso que la luz inundó la pequeña sala de cine. Como no podía echarme hacia atrás, hundí los codos en los brazos de la butaca. Sobre el blanco destacaban unos finos contornos. La bahía de Kara Bogaz era un lago reflectante con bordes acanalados, no por el rompiente (que no existía) sino por la sal de Glauber solidificada. En la playa, las franjas de cristal resplandecían bajo el sol.
La película
Kara Bogaz
pertenecía a un género intermedio entre el reportaje y la reconstrucción dramatizada. Según el canon del realismo socialista, el artista soviético sólo podía desviarse de los hechos si extrapolaba la dinámica del presente hacia el futuro, para así ofrecer un adelanto de lo que se prometía que iba a suceder. Me pregunté si esa «película sonora artística» seguía el compás de los hechos reales o se adelantaba a ellos. ¿Descubriría alguna indicación de lo que sucedió posteriormente con la bahía? ¿O estaba viendo una obra de propaganda inventada de principio a fin?