Ingenieros del alma (32 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Mi guía se sabía de memoria todos los eslóganes: los versos grabados en las fachadas, los números incluidos en los paneles de información. Lo único que desconocía eran las pintadas que cubrían el pedestal de Lenin. Me percaté de que ponía todo su empeño en ignorarlas.

El fundador de la Unión Soviética, un gigante de hormigón de veintiocho metros, contemplaba el Volga, que en ese punto se abría en abanico, y la desembocadura del canal. En la base de la estatua aparecían pintarrajeados los nombres «Olia», «Natasha» y «ROTOR» (el equipo de fútbol local). Más arriba, en los faldones del abrigo, destacaba la pintada «Rusia para los rusos», cuyas letras se habían escurrido. La consigna estaba firmada con la esvástica del RNE, el partido de los camisas pardas. Ludmila me señaló los remolcadores que, en la lejanía, luchaban contra la corriente. No perdió la compostura hasta que, al dar la vuelta a la estatua, nos azotó la cara un insoportable hedor a orín.

La juventud utilizaba a Lenin como urinario. A Ludmila se le saltaron las lágrimas.

—Ya nadie respeta el pasado —se lamentó, ofendida—. No niego que a la Unión Soviética se le pueden encontrar muchos defectos, pero si nuestro país no se hubiese industrializado en tan poco tiempo, si no hubiéramos tenido carros blindados y aviones, jamás habríamos expulsado a los alemanes. Hablaríamos todos alemán, diciéndonos unos a otros
Viel Spass y Zum Beispiel.

Iba a preguntarle de dónde había sacado esas expresiones alemanas, pero Ludmila aún no había terminado. Su padre fue capturado en 1942 al huir de Stalingrado; pasó el resto de la guerra cargando peso para Hitler en un campo de trabajo en Ucrania.

—Era sólo un niño. Tenía diez años cuando se lo llevaron y trece en el momento de su liberación. ¿Cómo vamos a olvidar esas cosas?

A Ludmila le preocupaba que los jóvenes fueran educados en la ignorancia.

—Lo noto en clase. Ya no queda ni un ápice de patriotismo. Los niños de hoy van a la deriva.

En
El nacimiento del mar,
Paustovski hacía algo más que describir lo que había visto y vivido. El texto estaba trufado de alabanzas a Stalin. «Y uno no deja de preguntarse: ¿a quién ha de atribuirse la visión que penetra en el futuro con una fuerza tan imperiosa que lo torna diáfano e inteligible hasta en sus matices más sutiles, la poderosa voluntad, la inconmensurable valentía, gracias a las cuales nuestro país ha alcanzado el momento actual, calificado con razón como el de las obras creativas de mayor envergadura? Esta visión, esta voluntad, esta dedicación y esta valentía hay que atribuirlas a Stalin, amigo de toda la humanidad obrera. Y esta gran ciudad a orillas del Volga, inseparablemente ligada a las obras de Stalin, porta su nombre con orgullo».

En la última escena de su libro, Paustovski describe cómo la primera embarcación atraviesa el canal que une el Don con el Volga.

«La motonave era recibida con haces luminosos proyectados de tal forma sobre el cielo de Stalingrado que iban dibujando en el firmamento nocturno el nombre de ese hombre. El buque pasó por debajo del luminoso apelativo como por debajo de un arco, abriendo el acceso al país desconocido y bendito, al siglo de oro de la humanidad, al comunismo».

Tres letras de cobre: la S, la T y la L. Es lo único que queda de Él en la ciudad que recibió Su nombre. Tienen unos cuarenta centímetros de altura. En algún momento llegaron a adornar la peana de la estatua de Lenin junto al canal Volga-Don. Cuando sobre ella aún se erigía la imagen de Stalin.

Alexei Ilyin las conserva en el gabinete de curiosidades del Consejo de Administración del canal y, una vez al mes, les saca brillo con un producto especial. Este ingeniero especializado en hidrotecnia está jubilado desde hace años, pero ello no le impide sentarse a diario entre las reliquias de la historia del canal. Los brazos cruzados, un té con limón al alcance de la mano. A veces se adormece y entonces le caen sobre la frente algunos mechones de cabello, peinado hacia atrás.

Ludmila había dado con él al interesarse en el vecindario por testigos directos de las obras de excavación.

—Para eso ha de dirigirse a Alexei Ilyin —le reiteraron una y otra vez.

Me lo encontré en medio de sus piezas de museo, tal y como me lo había descrito Ludmila.

Alexei Ilyin estaba sentado de espaldas a una pared llena de recortes e imágenes, entre ellas la de la mayor estatua de Stalin jamás esculpida. A juzgar por la fotografía del
Stalingradskaya Pravda,
el escultor lo retrató en postura napoleónica, la mano derecha sobre el corazón. Con la izquierda sujetaba su gorra.

—Fíjese en esa gorra —señaló Ilyin, levantándose de un salto, con una agilidad insospechada—. Era tan grande que sólo en ella cabían tres taxis.

Entendí por qué Paustovski no había podido ignorar al omnipresente Stalin. Éste se elevaba sobre el Volga, observando las obras de construcción que se realizaban a sus pies. Ilyin me contó que la escultura no estaba hecha simplemente de piedra u hormigón, sino de una costosa aleación de cobre. Quise saber si era cierto que los administradores, impotentes ante los estropicios causados en la cabeza y los hombros de la mole por los excrementos de las gaviotas, la habían electrificado.

—No sé quién le habrá dicho eso —respondió Ilyin—, pero le puedo asegurar que es una vil mentira.

—Lo he leído en una biografía de Stalin… —intenté explicarle, pero el experto en hidrotecnia me cortó.

—Imagínese que fuera verdad. ¡Es a todas luces imposible! Nadie habría podido permitirse que durante los desfiles y las ofrendas de coronas cayesen pájaros muertos del cielo. Dígame usted qué administrador estaría dispuesto a cargar con esa responsabilidad.

Parecía un argumento sólido. Me dejé persuadir y le pregunté por su juventud. ¿Cómo había ido a parar al mundo de la construcción hidráulica?

Ilyin me habló de sus estudios en el Instituto de Hidrotecnia de Leningrado. Casi toda su promoción —la primera en licenciarse después de la Segunda Guerra Mundial— fue enviada directamente al proyecto Volga-Don.

—Cuando llegué aquí en 1950 había aún prisioneros de guerra alemanes, auténticos burgueses, con bigote retorcido. Ya sabe usted a lo que me refiero.

Ese detalle me extrañó. Paustovski no hacía mención alguna de los prisioneros nazis.

—Eran 110.000 —prosiguió Ilyin—. Los de la Wehrmacht, soldados comunes y corrientes, sabían cuál era su sitio y trataban con cortesía a los capataces rusos, cediéndoles el paso. No así los militares de las SS ni los oficiales de la Gestapo. Coincidí con algunos de ellos en la esclusa número trece. Eran unos tipos arrogantes que nos miraban con el más profundo de los desprecios. De verdad se creían mejores que nosotros.

Ilyin desempolvó un informe mecanografiado de un soldado de Viena, un tal Erwin Peter, que había reunido sus memorias del campo junto al canal Volga-Don bajo el título
jóvenes al otro lado de la alambrada,
publicado por cuenta del autor.

—¡Qué le vamos a hacer! Habían borrado la ciudad de Stalingrado del mapa y tuvieron que compensar los daños. Me parece un castigo justo.

Ilyin sabía de la existencia de
El nacimiento del mar,
pero ni siquiera él —pese a ser un coleccionista apasionado— poseía un ejemplar.

Le conté que Paustovski hablaba únicamente de trabajadores voluntarios que se subían al tren de forma espontánea para prestar sus servicios en la obra.

—También los había —confirmó Ilyin—. Sobre todo miembros del Komsomol. Pero la mayoría eran presidiarios. Alemanes y nuestros.

—¿Rusos?

—Sí, presos comunes. Ladrones, violadores, traidores y demás. Otros cien mil. No hace falta decir que las condiciones eran muy duras. No había suficiente comida. La cosecha de 1947 fue un fracaso. Pero créalo o no, incluso los prisioneros trabajaron con entusiasmo.

No me lo creía. ¿Las víctimas de la arbitrariedad de Stalin desviviéndose por él con ardor?

Ilyin sacudió la cabeza. No había que plantearlo de esa manera.

—Bajo Stalin un pequeño delito bastaba para verse condenado, pero cabía la posibilidad de conseguir una reducción de la pena trabajando duro. Eso dependía de cada uno.

Explicó que un «cumplimiento individual del plan» del 151 por ciento suponía una reducción de dos tercios de la pena. De modo que una persona condenada a doce años podía recuperar la libertad al cabo de cuatro.

—Tenían que trabajar doce horas o más al día, pero bueno, eso también lo hacíamos los técnicos. Sin que recibiéramos ninguna recompensa especial.

Alexei Ilyin lamentaba que, en 1961, Stalingrado hubiese pasado a llamarse Volgogrado. No le veía ninguna utilidad al proceso de desestalinización.

—Personalmente no contribuyo a ello —reconoció el administrador jubilado.

Me llevó hasta otro pequeño cuarto, un espacio vacío, a excepción de un pulcro escritorio flanqueado por dos banderas con la insignia de la hoz y el martillo. A través del mirador entraba la luz del sol, filtrada por los visillos. El «amigo de toda la humanidad obrera» nos contemplaba desde un cuadro colgado en la pared.

—Soy ateo —declaró Ilyin—, aunque no creo que el hombre pueda vivir sin ideología.

Lo que le asestó un duro «golpe psicológico» no fue tanto la muerte de Stalin («todos somos mortales») como el desmontaje de su estatua. Ocurrió una noche de octubre de 1961. La noticia llegó a oídos de la madre de Ilyin y, acompañada de otras
babushkas
del barrio del Ejército Rojo, acudió al lugar de los hechos. Asistió al acto con indiferencia: era una mujer creyente, nacida en 1908, que jamás se había convertido al comunismo. El absoluto desapego con el que relató lo sucedido a su vuelta a casa le resultó muy doloroso al hijo. Lo habían desatornillado del pedestal. Aunque los alrededores estaban acordonados, el público había podido ver desde lejos cómo era levantado con una grúa. Estaba anocheciendo; por encima del Volga centelleaba un puñado de estrellas. Sólo se divisaba su silueta. Pero, de súbito, la grúa lo dejó caer. Stalin se balanceó de un lado a otro, dando vueltas como una peonza. Sus pies chocaron contra la plataforma de un camión. La madre de Ilyin había imitado el ruido: «¡Kladengg!». «¡Una mole de cobre de veinte toneladas! ¡Qué quieres, eso resuena como la campana de una iglesia!».

Luego tumbaron la sombra de costado, decímetro a decímetro, bajo una lluvia de órdenes gritadas a voz en cuello («¡Alto!», «¡Basta!», «¡A la izquierda!»).

—Lo transportaron a la fábrica Barricade. Allí lo cortaron en pedazos.

Ilyin se había acercado incluso a la puerta de acceso, pero no lo dejaron entrar. Se enteró de que la estatua sería transformada en alambre de cobre, con lo que no quedaría ni rastro de quien fuera su dirigente y guía.

Sólo había logrado salvar las letras S, T y L, arrancándolas del desocupado pedestal a la mañana siguiente.

—No —me aseguró Galia con firmeza—. Konstantin Georgievich jamás hizo alusión a la participación de prisioneros en las obras del canal Volga-Don.

—¿Tampoco en privado, en la intimidad del hogar?

—No, que yo recuerde no —contestó pensativa, sujetando el caballete de la nariz entre los dedos pulgar e índice.

Me pregunté cuál pudo haber sido la clase de historias que Paustovski se llevaba a casa desde Stalingrado. Pero la respuesta era obvia: historias de guerra.

Galia se incorporó, insistiendo en que la acompañara a un aparador lleno de fruslerías conservadas en memoria de su padrastro. Entre los numerosos documentos, fundas de gafas y aparejos de pesca (flotadores de intensos colores) se encontraba un trozo de mineral de hierro. ¿Acaso era una obra de arte realizada por un herrero?

Galia me respondió con un «¡uh, uh!» nasal, haciéndome comprender que había errado el tiro. Levantó la placa oxidada y me señaló una decena de balas y casquillos fundidos en una sola pieza.

—Konstantin Georgievich me contó que el suelo de Stalingrado estaba sembrado de este tipo de fósiles bélicos, que toda la ciudad había sido arrasada por un mar de llamas y bombardeos.

Pese a todo, yo seguía sin entender por qué Paustovski había ocultado a su hijastra la existencia de los campos del Gulag. Se me ocurrió que quizá fuera un tema demasiado delicado como para ser tratado en casa.

Galia me miró incrédula.

—¡Qué va! Medio país estaba entre rejas. ¡Lo sabíamos todos! Además, era fácil ver a los prisioneros. Alemanes, rusos… desde luego no hacía falta irse a Siberia.

Añadió que la torre de viviendas en la que nos hallábamos había sido construida por presidiarios cumpliendo órdenes de Stalin.

—Los prisioneros vivían encerrados en barracones, en el patio, donde ahora están los garajes. Cuando nosotros entramos a vivir aquí en 1953 aún estaban terminando el ala izquierda…

Llegada a ese punto, la interrumpí.

—Un momento, ¿se mudó usted a esta casa a raíz de la publicación de
El nacimiento del mar?

En realidad no era ninguna pregunta, sino una constatación. Por fin comprendí: Paustovski había recibido este amplio apartamento de lujo a modo de recompensa por su himno a las «inigualables obras hidráulicas» de Stalin. Galia asintió con la cabeza.

—Yo esperaba que nos fueran a asignar un piso de cuatro habitaciones en la torre del medio, a poder ser en la vigesimocuarta planta, pero luego resultó que todo el cuerpo central estaba reservado a los oficiales del NKVD.

El recuerdo de su madre, tapando con trapos viejos las rejillas de ventilación de la cocina y del cuarto de baño para prevenir posibles escuchas, le provocó una risa aguda. Galia jamás se había parado a pensar en esas cosas, contenta como estaba de tener una cama para ella sola.

Faltaba por aclarar un último punto: ¿por qué no había forma de encontrar
El nacimiento del mar
?

—Bueno —dijo Galia—, era uno de sus libros menos logrados. Él lo sabía mejor que nadie.

Moviendo la mano con un enérgico gesto de rechazo, me contó que Paustovski se avergonzaba de aquella obra.

—Tras la muerte de Stalin se encargó de que nunca más volviera a reimprimirse.

La bahía de Kara Bogaz

Por el desierto, entre Ashjabad y el centro de peregrinación Geok-Tepe, discurre una carretera de cuatro carriles con arcenes y barreras de seguridad. En la franja de asfalto no había nadie, excepto una brigada de trabajadores que estaban plantando árboles jóvenes en la mediana. Los medios de locomoción más bohemios —bicicletas, carros tirados por caballos, tractores— se movían lentamente por una polvorienta vía de servicio.

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