Mientras Ibrahim-Aka arrancaba su Daewoo me alegré de no tener que depender del irregular transporte marítimo. Al cabo de un cuarto de hora nos adentramos en un decorado de ciencia ficción formado por un laberinto de resplandecientes tuberías: la refinería de petróleo Turkmenbashi. Al norte de aquel terreno contaminado por los vapores del gasóleo se extendía la carretera de la costa que conducía a Kazajstán. Quedaban ciento ochenta kilómetros hasta Bekdash, aunque, curiosamente, la pequeña ciudad de 10.500 almas —según el censo de 1989— no figuraba en mi mapa de Turkmenistán. Sí estaba trazada la carretera de tránsito para el transporte de mercancías, así como el Adzhi Daria, el cordón umbilical restablecido entre el mar Caspio y la bahía de Kara Bogaz.
De vez en cuando, las olas de arena invadían el firme. En la medida de lo posible se mantenía bajo control a las dunas móviles con cañizos colocados en posición vertical, en orden de batalla, detrás de los cuales emergían, a su vez, nuevas dunas. A izquierda y derecha de la carretera crecían cardos amarillos.
En el horizonte se vislumbraba una torre blanca. «Un faro», pensé. Pero resultó ser un puesto de control de las tropas fronterizas turcomanas. Nos detuvimos ante la barrera bajada. Nadie descendió. Nos correspondía a nosotros subir la escalera de acero para hacer acto de presencia en la torre de vigilancia. En el balcón circular nos esperaba un soldado vestido con uniforme de camuflaje color amarillo desierto, y unos prismáticos colgados del cuello; en el interior, un oficial estaba sentado a la mesa junto a un teléfono de campaña.
—¿A qué viene usted aquí? —preguntó el militar (dos galones en las hombreras), dirigiéndose a mi compañero de viaje. Pero Ibrahim-Aka frunció las cejas y me miró a mí: él sólo conducía.
En esas circunstancias, era fundamental que mi respuesta fuera creíble.
—Krevetki
—contesté—. He venido por los camarones.
Era lo que me había sugerido Dzhamar Aliev justo antes de marcharme: «Preséntate como criador de camarones». Según me inculcó el biólogo, el único interés que pudiera tener Turkmenistán en dejar entrar a un forastero en Bekdash era el comercio de un minúsculo crustáceo conocido con el nombre científico de
artemia salina.
A raíz del declive de la industria del sulfato, por entonces ya más muerta que viva, la bahía de Kara Bogaz había pasado a producir únicamente pienso para peces (en concreto, huevas secas de artemia), destinado a propietarios de acuarios y criadores de camarones. Dos mayoristas de alimentos para peces, la compañía Sanders de Salt Lake City y una empresa domiciliada en la ciudad flamenca de Dendermonde, habían aspirado a hacerse con la explotación en exclusiva de las reservas de crustáceos existentes en Kara Bogaz y, al final, los belgas se habían llevado la palma.
—¡Ajá, el comercio de los camarones! —exclamó el comandante desde dentro mientras deslizaba su silla hacia atrás—. ¿Y quién me garantiza que ustedes no van a cruzar la frontera con Kazajstán?
Lancé una mirada a Ibrahim-Aka con la esperanza de que se le ocurriera una réplica contundente.
—Pero si ni siquiera poseo los documentos necesarios para… —intentó mi conductor.
El guardia fronterizo se incorporó mecánicamente.
—Voy a tener que inspeccionar su vehículo —anunció.
Naturalmente requisó algunos paquetes de President y también se adjudicó unas cuantas botellas de agua mineral. Después cerró la puerta trasera de la furgoneta. La inspección había terminado.
Al ver el ambiente más relajado, pregunté al oficial de guardia por las ruinas de la pequeña ciudad llamada Puerto de Kara Bogaz. Estaba convencido de que no podía quedar muy lejos, ya que debíamos de estar al lado de la cascada de mar.
—Acompáñenme —nos ordenó el oficial.
A un grito suyo, el soldado se apresuró a levantar la barrera desde el balcón, tirando de una cuerda. Subimos los tres a la furgoneta y el guardia fronterizo nos guió hasta el puente sobre el Adzhi Daria, cuyo lecho discurría a menos de quinientos metros de la torre. Vi cómo la masa de agua, dotada de una enorme fuerza de aspiración, se abría paso con violencia por entre los pilares de hormigón. En el brazo de mar se balanceaban unos cormoranes que, de tanto en tanto, se sumergían en el agua para atrapar un pez. La cabeza de puente se elevaba unos metros por encima del resto del paisaje, ofreciéndonos una espléndida vista del rompiente del mar Caspio en la lejanía. Las olas bañaban un banco de arena del que emergían unas peñas negras. A medida que la verde agua se aproximaba al puente, se incrementaba la velocidad de la corriente, como en un pozo de desagüe. Se me hacía raro pensar que el volumen de agua que pasaba por debajo del puente abandonaba al mismo ritmo, evaporándose, la bahía de Kara Bogaz sita a nuestras espaldas.
La bahía permanecía oculta tras varias hileras de dunas, entre las cuales serpenteaba el Adzhi Daria, impetuoso e indómito.
No atisbé ningún vestigio de presencia humana. Ni un muelle empedrado, ni un esqueleto de almacén pulido con chorros de arena, ni un rastro de la fuente salada construida por Rubinshtein. No me podía creer que Puerto de Kara Bogaz, tras ser abandonado en 1939 en favor de Bekdash, hubiera desaparecido sin más bajo el azote del
moriana.
—¿Qué ha sido de los restos de la ciudad? —quise saber.
—Los está usted pisando en este momento —respondió el comandante, señalando mis pies.
Me moví un poco, revolviendo con las suelas de mis zapatos la grava arrojada para allanar la entrada al puente.
—¿Grava de hormigón?
El turcomano asintió con la cabeza. Contó que, al cegar el río Adzhi Daria, las niveladoras habían derrumbado las construcciones que aún seguían en pie. Los escombros hacían falta para reforzar el dique. Doce años más tarde, en 1992, al deshacer la presa, aquellos mismos escombros procedentes de Puerto de Kara Bogaz fueron utilizados para fortalecer las cabezas de puente.
El militar se despidió con un golpecito en la gorra:
—Les deseo buen viaje.
Con un giro brusco e inesperado del torso se dio media vuelta y marchó de regreso a su torre.
A pesar de su apariencia, Cabo Bekdash no era un lugar muerto. Se hallaba a una hora en coche del Adzhi Daria y a otros cincuenta kilómetros de la frontera con Kazajstán. Un desguace industrial nos dio la bienvenida. Sobre una vía estrecha que corría paralela a la carretera se erigía una fila de vagones volquetes corroídos por el óxido, así como un vagón cisterna con las palabras
«Pitievaya Voda»
(agua potable). Más allá de la vía férrea, el perfil de silos, chimeneas sin humo, naves de producción y un dédalo de tuberías de alimentación y evacuación se recortaba contra el cielo. Un edificio de oficinas lucía unas pancartas pegadas en las ventanas, en las que se leía 1929 y 1999, y debajo, la consigna 70 ANOS DE SULFATO / ¡HURRA!
El complejo químico de Kara Bogaz no emitía ningún ruido. Se elevaba sobre la arena como un esqueleto. Junto a la puerta de entrada, las ramas muertas de unos eucaliptos apuntaban, en vano, al cielo. No se detectaba la más mínima señal de vida, ni siquiera cuando pasamos por delante de las colmenas donde residían los obreros de las fábricas químicas. Aunque… ¡atención!… entre los columpios de un pequeño parque infantil se paseaba una vaca demacrada; el animal, que estaba masticando un trozo de cartón, volvió la cabeza hacia nosotros.
—Se diría que no hay nadie —observó Ibrahim-Aka.
Y aún se quedaba corto, puesto que en Bekdash se respiraba el ambiente propio de una escena que llevase por título «después de la bomba». Las torres de viviendas de piedra caliza exhibían grandes agujeros allí donde uno esperaría ver ventanas y marcos. Algunos balcones —menos de la mitad— estaban protegidos con cristales o plástico, lo cual hacía pensar que no todas las casas estaban deshabitadas.
De repente entrevimos a una niña entre dos edificios de apartamentos: corría a más no poder, sujetando en cada mano un cubo de un naranja chillón. Ibrahim-Aka pisó el acelerador, dirigiéndose al lugar donde habíamos visto la aparición. Me sentí ridículo: como si saliéramos a la caza de hombres.
La niña de los cubos naranja no estaba sola. Se encaminaba a toda velocidad hacia un camión cisterna que acababa de llegar, siguiendo unas conducciones sin enterrar, mientras exclamaba una y otra vez:
—¡Mamá, date prisa!
Detrás de ella, sobre unos tacones altos, con pasos cortos y rápidos, marchaba una mujer con un barreño bajo el brazo. De repente, decenas de sedientos salieron precipitadamente de los portales. Pertrechados con bolsas y otros recipientes se agolparon ante el camión. No se formó una cola sino un pequeño alboroto. Un tipo en calzoncillos bóxer, al que sólo le había dado tiempo de echarse una parka acolchada por encima, apartó de un empujón a la niña de los cubos. Se desató una agria pelea.
—¡Quita, que me toca a mí!
De una manguera de goma brotaba un agua verdosa. Agua dulce. Alguien tropezó con un balde lleno, haciendo que el líquido se derramase.
—¡Bruja! ¡Mira lo que has hecho!
Asistíamos a una repetición en directo de la escena del agua potable mostrada en la película
Kara Bogaz.
El círculo se cerraba. En su guión, Paustovski oponía la primitiva lucha individual por el agua, el «cada uno para sí», a la bendición del «hay para todos» del socialismo (en la forma de una desalinizadora de agua de mar). Un nómada sonriente vestido con mono de trabajo abriendo un grifo: así culminaba la visión del realismo socialista de Paustovski.
Sin embargo, la realidad tangible se anunciaba más cruda: la pequeña localidad costera no se había convertido en el punto de partida de una «sistemática campaña contra la arena», el desierto no se había transformado milagrosamente en un «exuberante viñedo» y los nómadas, ya asentados, tampoco habían ascendido a un estado de mayor felicidad.
Tan pronto como la manguera dejó de verter el preciado bien, la gente se dispersó. Un anciano con botas de goma se sentó en el suelo, exhausto. Apenas había conseguido agua.
Me aproximé a él para ayudarle a ponerse en pie, pero me indicó con un gesto que no me molestara.
—Nadie me echará en falta… mi esposa está muerta… no tengo a nadie de quien cuidar —suspiró jadeante.
Ibrahim-Aka buscó entre nuestro equipaje unas botellas de agua Kyzliar para regalárselas. Pregunté al hombre de dónde era.
—De Kazajstán —me contestó, sacudiéndose el polvo del pantalón—. Vivo aquí desde los quince años… Trabajé más de medio siglo en el Lago número 6.
El kazako nos contó que antes poseía «un coche, dos camellos y un televisor», pero que hacía diez años había tenido que venderlo todo porque ya no recibía pensión.
A mi pregunta de cómo se llamaba me respondió:
—Niazbai, aunque
«bai»
es un sufijo que significa «importante», «adinerado», y yo me he quedado sin nada. Así que será mejor que me llame Niaz.
Tras mucho insistir, Niaz consintió en que lo acercáramos al portal de su casa, pero no quiso que entrásemos; el orgullo kazako le impedía mostrar su pobreza.
El complejo industrial de la empresa Artemia, de Dendermonde, Bélgica, constituía un área de refugio en medio de tanta desolación.
La antigua vivienda del director estaba ocupada por un enjuto flamenco con perilla, llamado Eddy. Encima del tejado había un depósito de agua y en el terreno adyacente, cercado con una valla, estaban aparcados dos potentes todoterrenos.
Eddy nos brindó una calurosa acogida, como si recibiera a unos emisarios de una lejana civilización. Con su aterciopelado acento flamenco se disculpó por los retratos oficiales junto al perchero: los reyes Alberto y Paola en compañía de un presidente Turkmenbashi con cara de asombro.
La asistenta nos dejó unas pantuflas con bordados, que aportaban una nota alegre al tresillo de cuero negro del recibidor.
Eddy, enfundado en un jersey de cuello alto y unos tejanos desgastados, dirigía un negocio que facturaba dos millones de dólares al año. Era una sociedad mixta. Si bien su socio era el Fondo administrado por el propio Turkmenbashi, el presidente vivía muy lejos de allí, en su palacio de Ashjabad, y jamás había ido a ver a los pescadores de crustáceos.
—Artemia es la única fuente de empleo que continúa en activo en Bekdash —nos explicó Eddy.
Su empresa empleaba a una treintena de turcomanos, entre ellos el ex director del complejo químico. Las fábricas de sal fueron declaradas en quiebra nada más celebrarse su setenta aniversario en 1999. Aquel año atracó en el muelle un último granelero, de procedencia iraní, para cargar sulfato, y se acabó. Con arreglo a una orden decretada en la capital, Bekdash perdió el rango de cabeza de distrito a partir del 1 de enero de 2000. Ello quería decir que las autoridades turcomanas abandonaban la pequeña ciudad a su suerte. Para forzar la salida de los dos mil habitantes que aún no se habían marchado (por ser demasiado viejos o demasiado pobres para iniciar una nueva vida en otro lugar) se había dado orden a las empresas de utilidad pública de ir reduciendo sus servicios. La escuela, la casa de cultura, la oficina de correos, el puesto de policía y el hotel estatal Dzhonet (Paraíso) fueron desmantelados poco a poco.
—¿Incluido el servicio de abastecimiento de agua potable?
—Sí, también.
Eddy lanzó una mirada a Olga, la asistenta, que estaba limpiando el polvo. Nos contó que ella se había jubilado como directora de la pequeña escuela de Bekdash, ya clausurada.
—En tiempos soviéticos salía agua del grifo —explicó la mujer a instancias de Eddy—. Todos los apartamentos estaban conectados a la red de agua corriente.
Olga relató que en aquella época el agua se suministraba a través de una tubería procedente de Kazajstán.
—Entonces todavía éramos «repúblicas hermanas». Turkmenistán pagaba con gas natural, pero en un momento dado se desencadenó una disputa sobre las tarifas, y el resultado es que ahora no tenemos nada, ni gas ni agua.
Me interesé por la trayectoria personal de Olga. ¿Cómo había ido a parar a Bekdash siendo rusa?
La asistenta tomó asiento en el borde del tresillo y, alisándose el delantal, nos contó que, a los diecinueve años, cuando estudiaba el primer curso de Pedagogía en Orenburg, una pequeña ciudad en los Urales, había ingresado voluntariamente en el Komsomol.
—Nos dijeron que en Turkmenistán faltaban profesores. Me necesitaban y no importaba que aún no hubiera terminado mis estudios.