Ingenieros del alma (38 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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Ajuicio del profesor, los responsables del «pensamiento
projet»
fueron los escritores soviéticos, ya que empujaron a los
fiziki a
unas proezas cada vez más ambiciosas, hasta el absurdo. En época de Gogol, y a pesar de vivir bajo el inclemente régimen de los zares, los literatos ejercían al menos cierta crítica social.

—Nosotros sólo cosechábamos elogios. Nuestras presas e instalaciones de bombeo eran consideradas invariablemente «más monumentales que las pirámides de Egipto». Así lo decían los periódicos. ¡Cómo no íbamos a perder el sentido de la proporción!

La hidráulica soviética entró en una vorágine indomable. El Ministerio del Agua (abreviado: MinVodChoz) creció sin parar, convirtiéndose en un gigante con un millón de funcionarios, distribuidos por quince repúblicas soviéticas. MinVodChoz poseía su propio sistema de clasificación para documentos sensibles, asignándole a cada horario de servicios y a cada factura como mínimo el sello de «secreto». Los fuertes grupos de presión infiltrados en los círculos de poder consiguieron que MinVodChoz se erigiera en el segundo departamento más influyente de la URSS, sólo por detrás de Defensa, lo cual despertó («automáticamente», recalcó el profesor) una implacable sed de grandes gestas épicas. La irrigación por goteo, un método humilde que permitía a los israelíes sacar adelante sus naranjales, no logró suscitar el interés de la burocracia hidráulica de la Unión Soviética, proclive a una solución más vistosa: la construcción de canales.

—La existencia de un aparato de tal envergadura sólo podía legitimarse con la puesta en marcha de unas obras hidráulicas que rebasaran los límites de la imaginación.

Velikanov me habló de la «gigantomanía» que había comenzado a apoderarse de los dirigentes. Mientras lo escuchaba veía aparecer ante mis ojos los contornos de la «sociedad hidráulica» descrita por Karl August Wittfogel. Se manifestaba con más claridad que nunca el mecanismo según el cual las obras hidráulicas de grandes dimensiones engendran estructuras totalitarias: sería del todo imposible ejecutar unas obras públicas de la talla de la
perebroska
sin autoridad, obediencia, disciplina, órdenes estrictas y mano de obra barata. Y, al mismo tiempo, parecía que los regímenes totalitarios necesitaban realizar proyectos de construcción de gran envergadura para autojustificarse.

Velikanov admitió que fueron las inagotables reservas de trabajadores forzados las que permitieron a Stalin mandar construir tantos canales y presas. De hecho, sus sucesores vieron peligrar la ejecución práctica de la
perebroska,
no así su viabilidad técnica o económica. Dicho de otro modo: las probabilidades de llevar a término el plan de desvío disminuían a medida que se vaciaban los campos de trabajo. Para seguir construyendo al ritmo marcado por Stalin había que explotar nuevos yacimientos de mano de obra. Se barajaron diversas posibilidades, desde la colaboración del Ejército Rojo o la instauración de «un servicio civil obligatorio en obras públicas», hasta el lanzamiento de una campaña antialcohólica condenando a los borrachos del país a «una cura de trabajo en las obras hidráulicas con una duración máxima de tres años».

Sin embargo, todas esas propuestas de movilización quedaron en papel mojado. Era como si la política de amnistía de Kruschev hubiera hecho mella en el dinamismo de la Unión Soviética. Sobraban funcionarios, ése no era el problema, y tampoco faltaban ingenieros y maestros de obras, pero al liberar de golpe a más de un millón de prisioneros (el 27 de marzo de 1953; tres semanas después de la muerte de Stalin), la jerarquía soviética redujo considerablemente su base de «esclavos» sin derechos.

Dado que la
perebroska
no terminaba por despegar, la Unión Soviética empezó a exportar su pericia técnica. Entre 1957 y 1970, 35.000 obreros egipcios levantaron en el Nilo, cerca de la pequeña localidad de Asuán, una presa de 111 metros de alto y tres kilómetros de ancho bajo la dirección de unos ingenieros soviéticos. En Egipto, la cuna del despotismo oriental, los expertos hidráulicos de la Unión Soviética demostraron al mundo de lo que eran capaces.

Sin embargo, de puertas para dentro, Kruschev encargaba cada vez más estudios de impacto en un supuesto intento de disimular su propia incapacidad para poner en práctica la
perebroska.
El profesor Velikanov no podía dejar de considerar todos esos análisis suplementarios como un mero pretexto para entretenerlo a él y a sus colegas. Al final, se habían publicado tantos informes sobre la
perebroska
que una sola vida no bastaría para leerlos todos.

Más que ese dato me acongojó la idea de que tantos millones de horas de esfuerzo mental humano no hubieran servido para nada.

—Pero si no he dicho eso —replicó el profesor—. Todo lo contrario, la
perebroska
ha sido muy beneficiosa para el desarrollo de las matemáticas, sobre todo para la programación lineal.

La finca familiar donde Paustovski había pasado su infancia, emplazada sobre una islita de forma oblonga en el río Ros, había sido engullida por un embalse, al igual que las colmenas del tío Ilko. Hasta el Ros, un pequeño afluente del Dniepr que antaño «se abría paso por la cadena montañosa como una furia», había quedado cerrado en favor del progreso.

Para Paustovski, ansioso por enseñar el «lugar más misterioso del planeta» a Tatiana y Galia, aquello fue una decepción. Sin embargo, en el verano de 1954, durante una excursión por la campiña ucraniana, pudo evocar otros recuerdos de juventud. Reconoció las casas de sus tíos, la escuela donde había cursado sus primeros estudios y la iglesia a la que iba a rezar su madre, de sangre polaca.

A Galia le sorprendió que por aquella zona vivieran tantos Paustovskis.

—Era como si ante nuestros ojos cobraran vida las escenas de
Años lejanos
—contó acerca de aquel viaje memorable—. Se me abrió un mundo nuevo. Todos vestían trajes regionales. Incluso los niños.

Madre e hija recomendaron a Paustovski que retomase su autobiografía. Superado el zhdanovismo, las editoriales soviéticas ya no ponían reparos a las obras «apolíticas».

Es la época en la que comienzan a producirse cambios espectaculares en lo que se puede o no decir y escribir. La primera promoción de disidentes después de la muerte de Stalin rechaza la
lakirovka
(literalmente: engaño) impuesta a los escritores. En 1954 Ilia Ehrenburg publica una novela corta sobre un artista que «conspira, hace trampas y miente como todo el mundo». La obra lleva por título
Deshielo,
nombre con el que pasará a la historia la era Kruschev.

Yevgeni Yevtushenko hace un llamamiento para «devolver a los vocablos su sonido original». Por la mañana, las sirenas de las fábricas no «cantan», sino que ululan. Y el fundidor al que va destinado ese ulular de las sirenas se da media vuelta y se queda un rato más en la cama en lugar de levantarse de un salto. Paustovski respalda las críticas vertidas contra el carácter artificioso de la literatura soviética: en su opinión, hay demasiados libros que irradian una sensación de «impotencia», reflejando «un falso entusiasmo con objeto de sugerir alegría, y sobre todo, alegría en el trabajo».

Un puñado de escritores, hartos del intrusismo de GlavLit, busca métodos para eludir la censura. Una vez terminada la novela
El doctor Zhivago,
resultado de muchos años de trabajo en silencio, Boris Pasternak no logra que ninguna editorial soviética acepte el manuscrito. La
Literaturnaya Gazeta
justifica el rechazo argumentando que el texto desacredita la Revolución de Octubre. La inesperada aparición del libro en Italia en 1957 y la concesión del premio Nobel al escritor en 1958 desatan un conflicto político-literario en el que se ven enfrascados, lo quieran o no, todos los literatos soviéticos. Pasternak es declarado culpable de
tamizdat
el acto de editar
(izdat)
una obra literaria en el extranjero
(tam,
es decir: allí).

Los estudiantes del Instituto Literario Gorki más fieles al Partido reciben órdenes de salir a la calle para incriminar a Pasternak, llamándole «Judas». Enarbolan pancartas con el mensaje: ¡FUERA! ¡VETE DE LA UNIÓN SOVIÉTICA! Mientras tanto, unos jóvenes del Komsomol tratan de incendiar la dacha del literato en Peredelkino.

La Unión de Escritores Soviéticos participa también en el asunto: da de baja a Pasternak como miembro. La sección de Moscú insta al Gobierno de la Unión Soviética a que «retire la nacionalidad soviética a Pasternak por traidor». Y por si ello fuera poco se convoca a una serie de famosos escritores soviéticos para que condenen el gesto cobarde de su colega. Éstos lo atacarán, uno tras otro, durante las sesiones vespertinas celebradas en el restaurante de la Casa de los Escritores.

Paustovski también es llamado a ejercer de detractor.

—Estábamos en la dacha cuando vinieron a buscarlo —narró Galia, sentada a la mesa de la cocina en Tarusa—. Uno de esos funcionarios sin rostro de la Unión de Escritores acompañado de su chófer.

—Serían las once de la mañana —añadió Volodia—. Vi llegar un coche negro, aquí en la calle Proletarios. De él se bajó el secretario de la Unión de Escritores de Moscú, un tal Smirnov. Un tipo distinguido. Con aspecto de hombre importante.

Después del desayuno, Paustovski había salido a pescar en su barca por el río Oka, aprovechando el sol de otoño.

—¿Pero qué me dicen? —exclamó Smirnov, incrédulo, cuando le explicaron que Paustovski no solía regresar de sus excursiones hasta el final del día.

Para dar más énfasis a sus palabras alegó que era urgente, pero Galia y Volodia no podían hacer nada por él.

—Entonces se encaminó al comité del Partido, aquí en el pueblo. Salieron en busca de mi padrastro en una lancha motora.

Y lo encontraron. Desde la lancha, a resguardo de un sauce llorón, Smirnov exhortó a Paustovski a que se pronunciara en contra de Pasternak.

—Necesitamos a alguien de su categoría.

Paustovski pidió tiempo para reflexionar. Si bien no se atrevió a ofender al enviado de la Unión de Escritores con una negativa categórica le dio a entender que no había leído
El doctor Zhivago.
¿Cómo se podía esperar de él que hubiera leído el libro si estaba prohibido en la Unión Soviética?

—De modo que usted pretende que yo condene un libro que no conozco —le hizo ver Paustovski—. ¿No resultará eso poco creíble en el extranjero?

Smirnov y los suyos jamás volvieron a hablarle del tema.

«Difícil de atrapar», así era como Tatiana había descrito también a su esposo. Según ella, Paustovski daba pruebas de esa misma «astucia» en la vida matrimonial. Un día, Tatiana confesó a Dima Paustovski que a su padre le gustaba que le mandaran («yo era como una dictadora para él»), pero que se evadía en cuanto algo le desagradaba.

—Entonces se volvía testarudo e intratable y adoptaba una conducta casi cruel.

Aunque la relación entre ambos perduró hasta la muerte de Paustovski, Tatiana la recordaba con cierta amargura. Poco después del caso Pasternak, y durante una de sus escapadas, su esposo había iniciado un romance con una admiradora de Leningrado. Se trataba sobre todo de un idilio platónico, que se desarrollaba sobre papel de cartas, pero aun así Tatiana se sintió muy dolida.

Cuando más tarde Dima tuvo la oportunidad de leer esa correspondencia, descubrió que las frases y expresiones empleadas por su padre eran idénticas a las que había dirigido medio siglo antes a su primera esposa, Katia.

A Paustovski le salvó su sentido de la prudencia. Jamás desairó a nadie en público. Para las autoridades soviéticas siguió siendo un escritor leal. En 1962, con motivo de su setenta cumpleaños, fue honrado con la Orden de la Bandera Roja, una condecoración acorde con su rango. Y más importante aún: al ser considerada persona digna de confianza, obtuvo permiso para realizar breves viajes al extranjero. En el verano de 1962 permaneció un mes en París invitado por su editor francés, que había publicado una traducción de su autobiografía. Depositó un ramo de flores en la tumba de Ivan Bunin, se entrevistó con Pablo Picasso (encuentro del que da fe la dedicatoria
Pour Constantin Paustovski
garabateada en un libro con reproducciones) y se dejó asediar por un batallón de jóvenes francesas durante la firma de libros en la librería Globus.

Paustovski se guardó en todo momento de hacer declaraciones políticas. Los estudiantes de La Sorbona le preguntaron en vano por su punto de vista acerca de la fase decisiva de la desestalinización. Poco antes, el cuerpo embalsamado del «Sol glorioso» había sido retirado del mausoleo para ser inhumado entre los abetos blancos al pie del muro del Kremlin. En adelante, se responsabilizaría a Stalin de todos los males del sistema soviético. Para que ese mensaje resultase creíble había que desvelar sus crímenes, una tarea para la que Kruschev se sirvió de la literatura. En diciembre de 1962 apareció, bajo la supervisión personal del dirigente soviético, una novela corta sobre el Gulag. Llevaba por título
Un día en la vida de Ivan Denisovich
y estaba escrita por Alexandr Solzhenitsyn, un matemático desconocido que dio forma literaria a las experiencias vividas en un campo de trabajo de Kazajstán. Su descripción, fría y distante, de la crueldad diaria sufrida en una de las colonias penitenciarias de Stalin, desde el toque de diana hasta el de silencio, acabaría convirtiéndose en el punto culminante del deshielo protagonizado por Kruschev: los miembros conservadores del Politburó consideraron que la publicación de aquel ignominioso relato iba demasiado lejos. Apenas dos años más tarde, durante el pleno del Partido del 14 de octubre de 1964, Kruschev, el hijo de un minero, habría de ceder el sitio a Leonid Brezhnev.

En Tarusa, Paustovski sufre por primera vez ataques de asma. La mayoría de las veces se manifestaban a eso de las cuatro de la madrugada y se prolongaban hasta el alba. Galia recordaba que los accesos de tos perturbaban incluso a los gallos de la calle Proletarios.

Con el consentimiento de los altos dignatarios, el laureado escritor soviético se traslada una temporada a Capri para hacer una cura. Pero no sólo le fallan los pulmones; también comienzan a resentirse sus arterias coronarias.

—Entre 1962 y 1968 padeció al menos ocho pequeños infartos —me explicó su hijastra.

Gracias a la intervención de la Unión de Escritores, Paustovski es ingresado una y otra vez en el elitista hospital del Kremlin. Al darlo de baja, los médicos le prescriben reposo y tranquilidad. Sin embargo, Paustovski se altera cada vez más, debido en gran parte a la rigidez de Brezhnev y su séquito de incondicionales.

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