Ingenieros del alma (31 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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«Parodia cínica y difamación del hombre soviético», escribió un crítico inspirado por Zhdanov. ¿Acaso existía algún militar soviético de carácter débil? Y menos aún tratándose de un vencedor.
«La familia Ivanov
entraña una calumniosa falsificación de nuestra realidad soviética».

Esa condena marcó el final definitivo de Andrei Platonov. Los últimos años de su vida transcurrieron en la habitación 27 de una de las alas laterales del Instituto Literario Gorki. Se aficionó al vodka y dejó de cuidarse. Los escritores en ciernes lo tomaban por el bedel.

Konstantin Paustovski, profesor de la escuela, veía cómo Platonov se iba consumiendo.

—Aquel hombre que está barriendo la entrada es un genio —señaló un día en la intimidad de la clase.

Pese a todo, ninguno de los profesores de literatura, ni siquiera Paustovski, osó acudir en su defensa. El que se relacionaba con un excluido corría el riesgo de ser excluido a su vez. Tal era el miedo que, tras la muerte de Platonov (el 9 de enero de 1951), nadie se atrevió a escribir una necrológica encomiástica o expresar cualquier otra muestra de aprecio.

Paustovski estaba intranquilo. Desde 1945 se ganaba la vida en el Instituto Gorki, iniciando a los escritores noveles en la prosa del realismo socialista. Sin embargo, la docencia no le satisfacía del todo: quería escribir. ¿Pero dónde? Como miembro de la Unión de Escritores tenía derecho a permanecer, aunque sólo durante unas pocas semanas, en una de las residencias que gestionaba LitFond en Crimea y el mar Báltico.

En su nuevo hogar tampoco encontró sosiego. Nada más instalarse en casa de su tercera mujer, Tatiana se quedó embarazada.

—¡No quedaba ni un hueco para un bebé! —exclamó Galia, rememorando con asombro la falta de responsabilidad de sus padres.

En sus recuerdos, la familia no cabía literalmente en el único cuarto que componía el apartamento cuando en 1950 vino al mundo su hermanastro Aliosha. Me habló de «aquel maldito cochecito» que molestaba a los vecinos en el pasillo comunal y que, al guardarlo dentro de casa, obstruía la puerta por falta de espacio.

—Antes de salir teníamos que sacar al pasillo el cochecito por lo pequeño que era nuestro apartamento.

Poco después del nacimiento de Aliosha, Paustovski fue convocado por el secretario general de la Unión de Escritores. Éste le informó de que habían recibido un encargo del
joziain
(el «jefe»): Stalin deseaba publicar un libro sobre la excavación del canal Volga-Don, un proyecto que, tras una demora de diez años, se hallaba por fin en plena fase de ejecución. ¿Podía el camarada Paustovski llevar a buen término esa honrosa tarea en un plazo razonable?

—Nada más enterarse, mi madre le dijo: «¡No lo hagas, Kostia! Quieren que vendas tu alma al diablo».

Galia se movió en su silla, interpretando ella sola el diálogo que se había desarrollado entre sus padres.

—¡Pero nos hace falta el dinero!

—Vamos tirando, ¿no?

Paustovski no lo veía tan claro.

—Si renuncio, corro el riesgo de que no vuelvan a pedirme nada más.

—Alégrate de no tener que depender de los encargos públicos.

—Pero si declino esta oferta pueden interpretarlo como un insulto, y, ¿quién sabe?, quizá se nieguen a imprimir cualquier obra mía…

Para alivio de Galia, su padrastro aceptó el trabajo.

El resultado fue publicado en 1952 por el Ministerio de Defensa soviético bajo el título
El nacimiento del mar.
Era un ejemplo clásico de «historiografía instantánea» según el método de Máximo Gorki, aplicada a la construcción del canal Volga-Don en los alrededores de Leningrado, «la ciudad de los héroes». Soldado solitario en medio del campo de batalla de los escritores, diezmados por las purgas y la guerra, Paustovski mantenía bien alta la bandera de la literatura hidráulica soviética.

Al igual que
La bahía de Kara Bogaz, El nacimiento del mar
trata del desarrollo del socialismo. Contiene, sin embargo, más signos de exclamación, más números ordinales y más cifras. El principal recurso estilístico del autor es el grado superlativo: «No hay lengua más flexible, más plástica, más precisa y más mágica que la lengua rusa. Aun así, nosotros, sus usuarios, somos cada vez más conscientes de que nos faltan palabras para hacer justicia a la esencia de nuestra época, para expresar la enorme envergadura de nuestras obras y tareas».

El nacimiento del mar
no había resistido los estragos del tiempo. Las bibliotecas no lo tenían ni lo conocían. Solicité información a través de una página de librerías de viejo alojada en
ru.net,
la Internet rusa, pero no me llegó respuesta alguna. Era curioso, puesto que a excepción de la biografía de Blucher, el mariscal ejecutado, ningún texto de Paustovski había sido retirado de la circulación. En una obra de consulta alemana, el relato de Paustovski sobre el canal Volga-Don era considerado «un clásico de la segunda ola de manifestaciones literarias asociadas a los planes quinquenales». Pero ni rastro del libro.

Al final tuve que conformarme con una copia del ejemplar que se conservaba en la Fundación Paustovski, sirviéndome de la fotocopiadora de la sala de estudios ubicada en el desván del edificio. En la guarda figuraba el número asignado por GlavLit (G-92215), así como la fecha en que fue «autorizada la difusión» (13 de octubre de 1952).

El nacimiento del mar
tiene como protagonista al intachable maestro de obras Basargin. Durante una deliberación en el Kremlin promete «en nombre de las masas» que el canal Volga-Don estará terminado medio año antes de lo previsto, habida cuenta de que el transporte marítimo ya no puede esperar por más tiempo a que se unan ambos ríos. Basargin se ve a sí mismo como el realizador de las «geniales ideas del camarada Stalin». Al abandonar Moscú, antes de iniciar la última fase del proyecto, insta al piloto a sobrevolar las nuevas vías fluviales del imperio soviético.

El narrador Paustovski, que se encuentra a bordo, percibe el paisaje como un mapa viviente, escala 1/1, donde «el pulso del trabajo se oye en muchos kilómetros a la redonda». En su imaginación, incluso el ronroneo producido por las hilaturas de algodón de la ciudad textil de Ivanovo se mezcla con el ruido de la hélice. El avión sigue el curso del canal Moscú-Volga para luego describir una amplia curva por encima de las sucesivas presas del Volga. Paustovski se pregunta cómo es posible que estas construcciones hidráulicas hayan aportado tal bienestar material al hombre soviético. Pero enseguida llega a la conclusión de que difícilmente puede ser de otra manera, dado que la abundancia es la compañera inseparable, o mejor aún, «el sputnik del comunismo».

Su talante de escritor soviético no parecía haberse resentido. Un joven poeta con el que Paustovski había tenido mucho trato en Stalingrado durante —la primavera de 1951 recordaría más tarde que el popular escritor romántico caminaba ya un poco encorvado y tenía perfil de ave rapaz.

—Pero bastaba con mirarlo a la cara para sentirse tranquilo. Detrás de sus gruesas gafas se ocultaban unos rasgos faciales que no irradiaban ningún sarcasmo.

Durante sus excursiones por las riberas del Volga, abrasadas por el sol, Paustovski calza un par de sandalias pasadas de moda y, en uno de los descansos, está a punto de sentarse encima de una mina antitanque. A pesar de sus cincuenta y ocho años, mantiene prolongadas conversaciones nocturnas con el dirigente del Komsomol que, por edad, podría ser su hijo. Entre ambos buscan un nombre para el nuevo barrio de viviendas que se está construyendo junto a la enorme central hidroeléctrica del Volga. «Elektrogrado», propone el escritor. O, si no, «Hydrogrado».

Después de leer
El nacimiento del mar
subí al tren expreso Madre Rusia en dirección a Volgogrado (el antiguo Stalingrado). Deseaba ver con mis propios ojos lo que había descrito Paustovski. La construcción del canal Volga-Don era un logro nada desdeñable, sobre todo teniendo en cuenta los numerosos intentos fracasados —aproximadamente una docena— de los siglos anteriores. Además, con ese canal de navegación, que medía nada menos que 101 kilómetros, Stalin puso el broche final a su plan de convertir Moscú en un puerto marítimo. Con anterioridad a la guerra ya había garantizado el acceso desde la capital al mar Blanco, el mar Báltico y el mar Caspio. Gracias a la nueva vía navegable se añadía a la lista el mar Negro.

Había concertado una visita guiada con la reputada agencia estatal Inturist, por entonces ya privatizada. Mi guía, Ludmila Danilova, estaba esperándome junto a una parada de tranvía en el bulevar Friedrich Engels. Si en algún lugar abundaban los eslóganes era allí. «SALUD Y GLORIA A LOS OBREROS SOVIÉTICOS DE LA CONSTRUCCIÓN», decían unas pálidas letras de neón suspendidas en la fachada de un edificio de apartamentos que daba a la parada. Una sola ráfaga de viento bastaría para que el montaje de tubos de neón se fuera desplomando por los balcones no menos desvencijados en medio de un ruido atronador. Pero Ludmila no hizo caso de la amenaza que se cernía sobre su cabeza. Lucía un conjunto veraniego en tonos lilas y calzaba unas sandalias de charol (del mismo color) que hacían resaltar las uñas de sus pies (violeta metalizado).

—Por favor, no se fije en las malas hierbas —me dijo.

Ludmila, de cuarenta y pocos años, me llevó por un sendero turístico que bordeaba el canal. Pese a llevar gafas lograba descifrar desde muy lejos los aforismos e inscripciones dispuestos a diestro y siniestro. Me contó maquinalmente la historia de la gran presa («la más grande de Europa»), llamada Hidrocentral del
XXII
Congreso del Partido, que se situaba a escasa distancia de la ciudad en dirección norte. Daba por descontado que la denominación y el objeto denominado constituían una unidad indisoluble, máximo símbolo de perseverancia. Al igual que el lejano faro, que marcaba la entrada del canal Volga-Don.

«En honor a los héroes vencedores del fascismo», declamó Ludmila antes de que a mí me diera tiempo a leerlo. Al compás de sus tacones me explicó que los obeliscos, las esculturas y los arcos de triunfo erigidos a lo largo del canal relataban la victoria sobre el Sexto Ejército de Hitler, cercado y aniquilado en el invierno de 1943 a expensas de cientos de miles de vidas humanas.

Hacía exactamente medio siglo que Paustovski había visto agitarse en ese mismo lugar los brazos mecánicos de las grúas y dragas. Ludmila conocía su obra, pero jamás había oído hablar de
El nacimiento del mar.
Estaba convencida de que yo me equivocaba: si un escritor de la talla de Paustovski hubiera escrito sobre su ciudad natal, ella estaría al tanto.

—¿Está usted seguro de que el libro trata del canal Volga-Don?

A mi guía de Inturist, que acompañaba a turistas desde tiempos soviéticos, le habían inculcado que jamás debía perder el control de la situación.

—De todos modos, es un librito poco conocido —observé para tranquilizarla—. En Moscú no lo tienen en ninguna parte.

Tuve que enseñarle las fotocopias para que se convenciera. Anotó los datos de la edición en su agenda, con el firme propósito de colmar sin dilación esa laguna en sus conocimientos. A continuación me confesó que no era guía diplomada, sino metalúrgica.

—Me vi metida en esto antes de darme cuenta —reconoció—. En los años setenta, Inturist carecía de personal.

Probada su lealtad y superados los cursos de inglés de rigor, le concedieron la licencia para tratar con turistas occidentales. Stalingrado no faltaba casi nunca en el itinerario de los forasteros que visitaban la Unión Soviética. Después de la guerra, la ciudad había sido reconstruida desde los cimientos, como modelo de la utopía comunista. Amnésica, sin iglesias ni edificios antiguos, pero con plazas más amplias, bulevares más espaciosos y esculturas más altas que en cualquier otro lado.

En la época en la que los visitantes aún no estaban autorizados a elegir libremente su destino, las excursiones a la Hidrocentral del XXII Congreso del Partido y los cruceros por el canal Volga-Don figuraban entre las máximas atracciones de la ciudad. «Las sucesivas esclusas reposan en el paisaje como cisnes blancos», decía un folleto propagandístico de 1965. Los ingenieros hidráulicos las habían elevado al nivel de monumentos arquitectónicos, engalanándolas con cúpulas, columnas, obeliscos, antorchas, estatuas ecuestres y gavillas de trigo realizadas en bronce. Como elemento recurrente aparecían en cada esclusa una o dos construcciones gráciles de reducidas dimensiones («cuellos de cisne»), dotadas de un balcón o un pequeño camino de ronda, desde donde el esclusero uniformado regulaba el paso de los buques. Todas ellas templos del socialismo, consagrados por Paustovski en su oda.

La realidad resultó ser más sórdida. Ludmila se avergonzaba de las latas de gin-tonic vacías y los restos de cangrejos de río acumulados en las riberas del canal. Desde que, de una temporada a otra
(1991—1992),
el flujo de turistas cayera en picado, la ex guía enseñaba inglés en un instituto de educación secundaria. Hacía años que no organizaba un paseo por el canal, por lo que le sorprendían las áreas de picnic asaltadas espontáneamente por sus conciudadanos.

—Playas salvajes —resumió, horrorizada.

El sendero de asfalto deteriorado conducía, como un vía crucis laico, hacia una colina coronada por una gigantesca estatua de Lenin, más alta que el faro. El camino pasaba por delante de un palacio con galería («la sede del Consejo de Administración del canal») y un arco de honor de piedras blancas, por el que se accedía a la primera esclusa. A juzgar por la forma y el tamaño, la construcción intentaba emular el Arco de Triunfo de París. Dos petroleros de mediana eslora, el
Lukoil Neft 114 y
el
Lukoil Neft 66,
esperaban turno. No pudimos aproximarnos mucho, puesto que la escalera que descendía a la esclusa estaba cerrada con vallas y señales de prohibido el paso.

—¡Lo que faltaba! —se disculpó Ludmila—. Aunque por otro lado lo entiendo. Todo el mundo teme atentados contra objetivos estratégicos. A fin de cuentas, nosotros estamos más cerca de Chechenia que ustedes allí en Moscú.

En el frontón del arco triunfal, por debajo del cual pasarían un poco más tarde los petroleros, podía leerse «SALUD Y GLORIA AL GRAN LENIN». Como si Ludmila fuera capaz de atravesar con la mirada varios metros de hormigón me leyó también las letras entalladas a la vuelta: «SALUD Y GLORIA AL PUEBLO SOVIÉTICO / CONSTRUCTORES DEL COMUNISMO».

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