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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

Ingenieros del alma (28 page)

BOOK: Ingenieros del alma
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El profesor vaticinó que incluso sin mencionar a Paustovski sería difícil obtener un
propusk
(me habló de un visado especial) para Cabo Bekdash.

Sugerí que en un país donde el desierto ocupaba un ochenta por ciento del territorio el jefe del Instituto del Desierto debía de ser un hombre poderoso.

—Pues no, está usted equivocado —replicó Babaiev, apoyándose en el borde del escritorio con las yemas de los dedos—. En un país donde el desierto ocupa el ochenta por ciento del territorio el poder reside en el Instituto del Agua.

A continuación pronunció un discurso sobre el rocío, cuyas gotas eran llamadas popularmente «granos de oro», y sobre el Ministerio de Ingeniería Hidráulica, alojado en un edificio más grande y más imponente que el de Hacienda. Según me explicó el profesor, la fachada se componía de un muro con una altura de varias decenas de metros del que caía «agua en cascada»; una construcción realizada con hormigón armado y, por tanto, a prueba de los temblores de tierra más intensos.

Como si fuera incapaz de concluir cualquier razonamiento sin aportar una prueba numérica, Babaiev agregó que en su instituto trabajaban 150 personas, en tanto que el Ministerio de Ingeniería Hidráulica contaba con diez mil trabajadores, nada menos.

¿Y no tenía ningún contacto allí dentro?

Una sonrisa iluminó el rostro de mi interlocutor. ¡Por supuesto que sí! Resultaba que Babaiev había casado a una de sus seis hijas con uno de los cinco viceministros de Ingeniería Hidráulica. El profesor me prometió que a través de él intentaría averiguar si yo podría optar a un «visado para Bekdash».

Le expresé mi más sincero agradecimiento, sin saber muy bien qué hacer. No tenía claro si Babaiev esperaba algo a cambio. ¿Tenía que entregarle allí mismo un fajo de manats atados con unas gomas elásticas? ¿O un billete de un dólar? ¿O haría mejor en mandarle una botella de whisky (en un país musulmán)?

Mientras me esforzaba por ordenar mis ideas caí en la cuenta de que llevaba encima un pequeño obsequio envuelto con un hermoso papel de regalo: el frasco de Gurbansoltan. Lo deposité encima de la mesa.

—Le agradecería que entregase esto a su hija a modo de reconocimiento anticipado.

Bajo una cubierta de hojas de plátano caminé de regreso a mi hotel. Me llamó la atención que las calles estuvieran barridas y los jardines municipales rastrillados. Ni siquiera los desaliñados conductores que se entretenían jugando al backgammon a la sombra de sus camiones marca Kamaz alzaban la voz al más puro estilo centroasiático. Pasé por delante de un descampado donde unas mujeres vestidas con faldas multicolores atizaban un pequeño horno de arcilla, en el que cocían pan para venderlo a los transeúntes.

Los bloques de viviendas se veían cubiertos por el velo grisáceo de la monotonía bolchevique, aunque en el centro de la ciudad se elevaban algunas cúpulas doradas, obeliscos y minaretes. Los edificios viejos y destartalados habían sido recubiertos con paneles de cristal de espejo y en la Plaza de la Independencia centelleaba una pantalla de televisión de varios metros de altura, sintonizada día y noche en el canal estatal. «El siglo
XXI
será el Siglo de Oro de Turkmenistán», podía leerse en la fachada de un banco de apariencia moderna.

En espera de la mediación de Babaiev llamé a Dzhamar Aliev, un renombrado biólogo cuyo número de teléfono me había sido facilitado en Moscú. Aliev era azerí, lo cual significaba que estaba por encima de las rivalidades tribales de los turcomanos y tampoco sufría el trato discriminatorio que recibían los rusos. Desde los años sesenta traía de cabeza a los fiziki soviéticos; sobre todo por su pronóstico (cumplido) de que la desecación del mar de Aral acabaría con el microclima aún levemente húmedo de las riberas del Amu Daria.

Quería que Dhamar Aliev me explicase cómo los ingenieros hidráulicos de la Unión Soviética habían podido campar a sus anchas durante tantos decenios.

—¿Así que es usted ingeniero? —me preguntó por teléfono. —Ingeniero agrónomo —precisé. Tras un breve silencio le oí decir: —Pobre hombre. No sabe cuánto le compadezco.

No se me ocurrió ninguna respuesta. Aliev tenía ochenta años y en Turkmenistán la vejez infundía respeto. Como podía esperarse de un geronte, no consentía que nadie le contradijera.

—¿Dónde se aloja? —preguntó al fin. —En el Hotel Nissa.

—Bien —concluyó—. Pasaré a recogerle.

Dzhamar Aliev tenía el aspecto de un maestro de yoga: nervudo y calvo, aunque con una cuidada barba. Llegó en un Lada todoterreno de color verde musgo. El viejo biólogo era tan bajo de estatura que apenas sobresalía tras el enorme volante.

—Entre, por favor —dijo Aliev señalando el asiento al lado del suyo—. Voy a enseñarle el legendario canal Lenin.

Por encima de las avenidas medio tupidas por los árboles plantados a ambos lados se entreveían las pálidas cumbres de la cordillera de Kopet-Dag. Por la mañana temprano, las montañas se recortaban con nitidez sobre el cielo azul, pero cuando el sol estaba en el cenit, como era el caso, parecían disolverse en una luz láctea.

Justo en el límite de la ciudad, allí donde las edificaciones cedían ante la arena del Karakum, discurría la vía férrea transcaspia, nexo de unión entre las repúblicas de Asia Central y Siberia. Poco después de atravesar un paso a nivel sin barrera, Aliev detuvo su Lada junto a un camino que conducía a un pontón.

—Allí está —observó—. La obra hidráulica más larga del mundo.

Hundida en el paisaje, se extendía una zanja con agua parduzca en cuyos márgenes se mecían al viento los juncos y sus plumas. En el lugar donde nos hallábamos, a la altura del poste kilométrico 809, el cauce tenía aún veinte metros de ancho.

Aliev me recitó los habituales datos de interés: «… excavado con el común esfuerzo de treinta y seis nacionalidades soviéticas diferentes… con la ayuda técnica de más de doscientas ciudades de la Unión Soviética… por solidaridad con el pueblo turcomano…».

Había un puesto de policía y una solitaria señal de tráfico en la que se aconsejaba a los automovilistas que tuvieran cuidado de no caer al agua. El texto decía: «canal Turkmenbashi».

—Pensaba que éste era el canal Lenin —dije.

—Y de hecho lo fue —respondió Aliev—. Pero cambió de nombre, como todo en este país.

Con un pie apoyado en el muro de contención de hormigón del canal me señaló la turbia agua que, dos metros más abajo, borbotaba entre los juncos. Lo que le interesaba al biólogo era ese borboteo:

—Ésta no es una charca estancada. ¿Ve cómo el agua corre libremente?

En opinión de Aliev, no había nada más que ver. Dio media vuelta y me llevó a un barracón un poco más allá del puesto de policía. Aquella casa rodante sin ventanas, revestida de cinc, hacía las veces de
caravanserai.
Antaño recibían este nombre las ventas y posadas de la Ruta de la Seda, pero después su significado se había ampliado a cualquier establecimiento apartado, aun tratándose de una gasolinera perdida donde sólo podían comerse brochetas de cordero karakul. Si bien el
caravanserai
no resultaba nada atractivo por fuera, en su fresco interior se estaba muy a gusto. Las paredes y el suelo se veían cubiertos con alfombras de tonalidades vinosas. Tomamos asiento en unos almohadones y enseguida nos ofrecieron una tacita de té que un sirviente volvía a llenar después de cada trago. Por lo que pude apreciar, el
samovar
de hojalata era el único objeto ruso allí presente.

Mi anfitrión pidió pescado, lo cual no era de extrañar teniendo en cuenta que se había especializado en ictiología.

—Los ingenieros hidráulicos casi nunca me comprenden, ¿sabe?

Aliev estaba sentado frente a mí con la espalda recta, como un buda.

—No sé dónde estudió usted —prosiguió—, pero me imagino que le habrán contado que el agua es óxido de hidrógeno. Le habrán dicho que el agua se congela a cero grados centígrados y hierve a cien grados centígrados, y que es incolora, inodora e insípida. ¿No es así?

Asentí con una inclinación de cabeza apenas perceptible, más por obligada cortesía que en señal de aprobación.

—El agua es transparente, ¿verdad? ¿Traslúcida?

Dzhamar Aliev desvió la mirada en un claro gesto de abatimiento. Se disculpó por su amargura. Me explicó que como secretario de la Academia de Ciencias había trabajado durante toda su vida rodeado de agrónomos e ingenieros hidráulicos. Había tenido en las manos sus informes y proyectos. Sabía, por tanto, de lo que estaba hablando.

—¿Le enseñaron hidráulica? —preguntó, aunque casi sonaba a reproche—. Entonces opinará que el agua busca siempre el punto más bajo. Usted es capaz de calcular las velocidades de flujo en función de las diferencias de nivel. Sabe determinar la capacidad de un canal de irrigación a partir de sus dimensiones.

Aliev me juró que no tenía nada en contra de mi persona ni de mis habilidades.

—Pero muy a nuestro pesar —continuó— la gente de su especie es muy numerosa y tiene mucho poder.

Nos sirvieron pescado rebozado, frito en aceite de algodón. Sabroso, pero plagado de espinas. Desde ese momento, nuestra conversación —si se puede llamar así— avanzó a trompicones. A ratos uno de los dos dejaba de masticar, con la mirada perdida, sospechando que algo punzante se había quedado clavado entre la úvula y el esófago.

Ajuicio de Aliev, todas esas generaciones de ingenieros soviéticos cometieron un error imperdonable: llevaban razón desde el punto de vista teórico, pero no en la práctica, siempre tan recalcitrante.

Por supuesto que el agua era transparente.

—Pero el hecho mismo de que el agua deje pasar la luz significa que puede haber fotosíntesis. Significa que dentro pueden crecer algas. Ello hace que se acabe formando una bi-oma-sa.

—Y el resultado es que la corriente se estanca —adiviné.

—Creando una zona pantanosa en lugar de un canal.

Aliev me miró con visible alivio; pese a su avanzada edad, aún no había renunciado al proselitismo.

Moví la cabeza, comprensivo, pero al biólogo no le parecía una reacción apropiada. Me dio a entender que yo no tenía la menor idea de la envergadura de ese malentendido.

—Usted ha aprendido que existen materias orgánicas e inorgánicas, y que el agua pertenece a esta última categoría —continuó—. Pues yo le digo que el agua no es ni una cosa ni la otra. El agua es fuente de vida. Pensará que es la visión típica del ictiólogo. Pero me gustaría que también la adoptaran los agrónomos y los ingenieros hidráulicos, porque entonces quizá se abstendrían de excavar charcos inútiles en el desierto.

En 1947, Aliev pudo ver cómo los ingenieros soviéticos preparaban la excavación del Gran Canal de Turkmenistán. La idea era reconducir el Amu Daria a su lecho original, el valle del Ushboi.

—Allí no había pueblos ni ciudades, ni tampoco carreteras o postes telegráficos, pero eso no le preocupaba a nadie: bastaba con añadirlos a los planos.

Le conté que Paustovski ya había descrito ese proyecto concreto en 1932, en
La bahía de Kara Bogaz.
Le hablé del «día del gran triunfo» en el que el agua del Amu Daria «se dirigió a raudales hacia el Ushboi sin que la arena le robase un solo balde». ¿Quería ello decir que Paustovski se había anticipado quince años al futuro?

—Depende de cómo se mire —matizó Aliev—. Jamás se ha conseguido desviar el Amu Daria hacia el valle del Ushboi.

Relató que las excavaciones se llevaron a cabo bajo 1a supervisión de un oficial del NKVD que se ocupaba asimismo de los campos penitenciarios.

—Llegué a conocer a ese hombre —prosiguió—. Era un militar despiadado que pensaba vencer al desierto enviando una división de presidiarios pertrechados con picos y palas. Cuando morían deshidratados simplemente enviaba una brigada nueva.

El terremoto de 1948 puso fin a las obras y, después de la muerte de Stalin, el proyecto del Gran Canal de Turkmenistán se abandonó por demencial («escasa aportación a la economía nacional»).

Sin embargo, Aliev opinaba que la alternativa, el canal Lenin, no era menos desafortunada. Su trazado corría paralelo a las montañas de Kopet-Dag. Si bien tenía la ventaja de que acabaría uniendo entre sí las ciudades y asentamientos existentes, hubo que cavar cada kilómetro en la tierra, puesto que el curso del canal no podía aprovechar en ningún momento el cauce natural de un río.

—Todos los niños han oído hablar en la escuela del maquinista Bitdy Yasmujamedov que, en 1954, extrajo con su excavadora el primer bocado de arena del Karakum —relató Aliev—. Es cierto que Bitdy y sus compañeros excavaron el canal más largo del mundo. Fue inaugurado con mucha pompa por Nikita Kruschev. Pero lo que sucedió después fue mantenido en secreto durante años.

Para infortunio de los gestores turcomanos del canal, el agua no se atenía a los modelos hidrográficos teóricos. El perfil se ajustaba perfectamente a los planos; ahí no estaba el problema. Pero a pesar de que por cada kilómetro había un desnivel de metro y medio, el agua no corría. Como consecuencia del trasvase, el Amu Daria se hundió en la arena, mezclándose con las capas freáticas, y terminó por saturar el subsuelo del desierto. Comenzaron a formarse charcas y lagos que enseguida quedaron cubiertos de algas, jacintos y lentejas de agua.

—¡No se imagina cuál fue la reacción de los ingenieros hidráulicos! —subrayó Aliev, todavía incrédulo—. ¡Lo negaron! Sostuvieron que no podía ser verdad que el agua se acumulase. Y, de todas formas, en caso de que lo fuera los culpables no eran ellos, sino los maquinistas de las excavadoras, por no haber respetado el trazado previsto.

Los ingenieros que fueron a inspeccionar la situación sufrieron ataques de fiebre. En unos momentos temblaban y tiritaban de frío, aun con unas temperaturas de cincuenta grados centígrados, y en otros sudaban a mares. No habían ingerido quinina como profilaxis, porque en el corazón del Karakum no existía la malaria, y no habían previsto que el mosquito anofeles encontraría en las ciénagas creadas por ellos un hábitat ideal. La malaria les ayudó a reconocer el problema, aunque, ajuicio de Aliev, sus penosas soluciones resultaron todavía más funestas.

Lo primero que hicieron fue diseñar unos tractores equipados con barras segadoras y redes de arrastre laterales para eliminar las algas y demás plantas acuáticas desde la orilla.

—Las redes se llenaban en un minuto —aseguró Aliev—. Nada más pasar la máquina, la vegetación se cerraba de nuevo. Con el agravante de que a los tractores aún les quedaban por recorrer 1.150 kilómetros…

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