Ingenieros del alma (4 page)

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Authors: Frank Westerman

Tags: #Ensayo,Historia

BOOK: Ingenieros del alma
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La plaza frente a la estación de Bielorrusia, donde la estatua de granito de Gorki se ve hoy envuelta por un ruidoso tráfico, está atestada de gente desde primera hora de la mañana. Cientos de miles de moscovitas desean contemplar con sus propios ojos el regreso del hijo pródigo soviético. Las masas perdonan a Gorki su exilio de siete años, según anuncia el Comisariado Popular de Cultura. Es más: «El proletariado triunfante lo recibió entusiasmado con un gigantesco abrazo». A pesar de su frágil aparato óseo, Gorki es llevado a hombros, sacudido y palmeado como un campeón de lucha libre.

A Yekaterina, que está en Nizhny Novgorod, le escribe: «He tenido que salir a la calle maquillado y con una barba postiza; ha sido la única manera de ver algo de Moscú».

Socialistas y no socialistas del resto del mundo siguen el viaje de reconocimiento de Gorki con la respiración contenida. Quieren conocer su opinión acerca del régimen soviético. El mejor indicador de la validez del nuevo gobierno, y lo que genera mayor controversia, lo constituye la pregunta: ¿cómo trata el régimen revolucionario a sus disidentes, rebeldes y enemigos?

Los emigrantes rusos afincados en París y Harbin, ciudad del norte de China, aseguran que los bolcheviques han instaurado un régimen de terror. Llevan años tragando bilis junto a sus maletas, esperando reconquistar sus propiedades expropiadas y desvalijadas. En 1925 se había publicado un libro negro acerca del servicio secreto soviético bajo la implacable dirección de Felix Dzerzhinski, el hombre de «hierro»:
En las garras de la Checa.
El libro incluía un fragmento de una carta de un guardia blanco que en 1921 fue enviado a las islas Solovki, en el Subártico. «Somos ochocientos hombres, y nos encontramos a 250 verstas de Arjangelsk. No tenemos nada que comer, pasamos frío, y no tenemos esperanzas de salir de aquí con vida. Por favor, ayúdenos. ¡Adiós! Vuestro hijo, E.»

Es innegable que durante la guerra civil las islas Solovki sirvieron de vertedero de seres humanos. Desembarcaban allí a los prisioneros de guerra y los abandonaban a su suerte, sin alimentos. Pero en los años veinte este lugar de destierro cerca del círculo polar se transformaría en un campo de «reeducación» más humano, que se autoabastecía. Los comunistas europeos y americanos aseguran que los transgresores de la ley bajo la dictadura del proletariado tuvieron un trato más justo que las víctimas de la «justicia clasista» del hemisferio capitalista. A su juicio, los camaradas poseían un sistema judicial humano: al menos se tomaban la molestia de proporcionar a los individuos antisociales una reeducación para convertirlos en personas mejores, menos egoístas.

«Lavado de cerebro», opinan sus oponentes. El Campo de Destino Especial (abreviado: SLON) de las islas Solovki en el mar Blanco fue el que generó más controversia. Fueron enviados a ese lugar mayoritariamente presos políticos, condenados en virtud del artículo 58 de la Constitución soviética (actividades contrarrevolucionarias) a una reclusión de tres años por término medio como procedimiento «correctivo». Eran artistas e intelectuales, pero también anarquistas, oscurantistas, monárquicos.

Inesperadamente, Stalin concede a Gorki permiso para visitar el Campo de Destino Especial. Es la primera vez que se permite el acceso a alguien de fuera. Gorki tendrá la ocasión de inspeccionar el SLON durante su segundo viaje por la Unión Soviética, en el verano de 1929.

El escritor llega al campo un soleado día de junio, vestido con traje beige. Le acompaña una mujer joven con un pantalón de piel, a quien se ve apoyada en la borda del vapor
Gleb Vokin:
su nuera, Nadezhda.

Durante la temporada de navegación, junto a la lonja de pescado de Bielomorsk, un barco de pasajeros zarpa cada día rumbo a las islas Solovki. Yo me embarqué una mañana de otoño del año 2000 en compañía de unos vociferantes moscovitas dispuestos a practicar el «turismo gulag» organizado por una agencia de viajes. Soplaba un fuerte viento terral, pero el mar Blanco se resistía a picarse. Nuestro transbordador se bandeó un par de grados, problema que el capitán «compensó», apoyándose cómodamente contra la pared lateral de su timonera. Entre brindis y brindis con los moscovitas, el hombre logró mantener el rumbo, y tras tres horas de travesía avistamos tierra.

Lo primero que vimos fue el convento de eremitas de Solovki. Yo ya lo conocía en su forma estilizada: la abadía figura en los nuevos billetes de 500 rublos, en tinta morada. Las fortificaciones del monasterio y las torres que sobresalen, con su cúpula de bulbo, constituyen un emblema de la Rusia postcomunista. Durante seis siglos, este monasterio fue el principal lugar de peregrinación para los penitentes rusos ortodoxos. Debido a su aislamiento se convirtió también en un centro de reunión para monjes, un ámbito de meditación que cada invierno quedaba envuelto por una gorguera de hielo y cubierto por un manto de nieve.

Nada más llegar a la Bahía de la Prosperidad, mis compañeros de viaje asaltaron los gruesos muros del monasterio armados con cámaras de fotos y de vídeo, por lo que decidí salir primero a explorar la isla. Dejé tras de mí los embarcaderos con los balandros atracados, pasé por delante de un cobertizo que contenía equipos de salvamento y un arriate de barrón con instrumentos meteorológicos. Al parecer, las casas de los 1.340 isleños se agrupaban en un mismo lugar; pasado el casco urbano, el camino de hormigón se cortaba bruscamente.

Una moto con sidecar de la marca URAL me adelantó; el motorista señalaba con el dedo el asiento vacío para indicar que se ofrecía como taxista. Acepté su oferta y haciéndome oír por encima del rugido del motor le pregunté por el Monte de las Hachas.

El hombre asintió con la cabeza, y yo subí al sidecar.

En mi mapa turístico de Solovki, el Monte de las Hachas, el punto más elevado de las seis islas, aparecía marcado con dos estrellas: una por su condición de «vista pintoresca», la otra por su «interés histórico».

Después de media hora de traqueteo por un camino monótonamente flanqueado por árboles, Igor —que así se llamaba el motorista— me dejó al pie de una colina poblada de pinos y arces. Me dijo que cobraba por horas y que me esperaría todo el tiempo que yo aguantara en ese montículo.

Tomé un sendero con olor a pino que serpenteaba cuesta arriba como en un cuento infantil. En ese mismo sendero, Gorki y sus invitados se habían detenido a medio trayecto para descansar. Poco se sabe de su estancia de tres días en Solovki, además de que había subido al Monte de las Hachas, como testimonia la única fotografía conservada. El escritor aparece en la foto encogido de hombros, apoyado en su bastón. Uno de los guardas del campo sujeta una rama en flor. El hombre ríe.

Un poco más arriba, los arces se diseminaron y apareció ante mí una estilizada capilla recién pintada: la iglesia de la Decapitación. Un pequeño edificio cuadrado con grandes ventanales. A la altura del tejado con forma de bulbo atisbé un faro de fabricación soviética. Ya conocía toda la variedad de métodos bolcheviques de profanación de iglesias, sinagogas y mezquitas. Los templos solían transformarse en graneros o establos (en el campo) y en planetarios o museos del ateísmo (en las ciudades). También los había reconvertidos en fábrica de calzado, almacén de pesticidas, comisaría de policía, gimnasio o prisión. Pero un templo reconvertido en faro no lo había visto nunca.

En un prado que se entreveía por encima de las copas de los árboles había una cabra pastando. La barba le penduleaba como un metrónomo y ante sus ojos se extendía un paisaje de espejeantes lagos bordeados de bosques de coníferas, con el mar Blanco al fondo. En mi guía había leído que las Islas Solovki (con una superficie total de 300 kilómetros cuadrados) cuentan con 562 lagos de agua dulce que «gracias a su privilegiada situación, constituyen una zona de reposo muy apreciada por toda clase de aves».

Costaba imaginarse que la iglesia de la Decapitación se emplease en su día como celda de aislamiento y centro de torturas. Según las historias de terror que circulaban acerca del período de la SLON, en este suelo sagrado fueron torturadas hasta la muerte un gran número de personas: músicos de jazz, hablantes del esperanto, poetas satíricos y todo aquel acusado de ser «enemigo del pueblo». En la ladera este de la colina, los prisioneros eran arrojados por una escalera de 365 peldaños atados a pequeños troncos.

Descubrí la escalera: un destartalado armatoste de madera podrida. «Acceso por propia cuenta y riesgo», advertía un cartelito. Justo en el instante en que me disponía a comprobar la capacidad de resistencia de la barandilla, oí a mis espaldas unos pasos sobre la tierra vegetal. Una mujer venía hacia mí, una aparición desgreñada y lanuda: cabellos que sobresalían de un moño, un chal de lana sobre los hombros, calentadores de punto. Debía de ser la farera.

Saludé a la mujer y le pregunté si era verdad que en este lugar arrojaban al vacío a los prisioneros atados a troncos. —Eso dicen, sí.

—¿Quiénes lo dicen?, si me permite la pregunta.

La farera extrajo del suelo el punzón de hierro al que estaba sujeta la cabra para volver a clavarlo en la tierra unos metros más allá, de un taconazo.

—Que yo sepa, eso lo dijo Alexandr Solzhenitsyn. Fue él quien lo escribió.

—¿Y esta barandilla? Los troncos se habrían quedado enganchados en ella, ¿no?

—Sí, pero dicen que la barandilla la construyeron más adelante.

—¿Quién lo dice?

—Alexandr Solzhenitsyn —la farera se incorporó con una mano a la espalda y añadió—: ¿Tiene usted más preguntas? Negué con la cabeza y le di las gracias.

—Seis rublos, por favor.

—¿Seis rublos?

—Es el precio de la entrada.

En
Archipiélago Gulag,
Solzhenitsyn describió el viaje de Gorki a Solovki, cuarenta años después de que éste tuviera lugar, como un acontecimiento trágico. Su teoría es que al escritor le mostraron, a la vieja usanza rusa, lo que se llama una «aldea Potiomkin», es decir, un montaje de cartón piedra. El término data de 1787, año en que el ex amante de Catalina la Grande, el conde Potiomkin, hizo levantar fachadas de pueblos en madera a lo largo del camino para que la zarina tuviera desde su carruaje la impresión de que atravesaba prósperas regiones.

En opinión del autor de
Archipiélago Gulag,
lo que Gorki vio fue una prisión Potiomkin. En el prado que hay detrás de la iglesia de la Decapitación, los prisioneros estaban sentados al sol leyendo relajadamente el diario del Partido, según relata Solzhenitsyn. Las semanas previas a la llegada del invitado de honor, los directivos del campo andaban ya muy nerviosos: había que desinfectar la enfermería, entregar a los prisioneros una nueva muda de ropa, y plantar a toda prisa unos abetos blancos para formar un paseo arbolado. En la recepción se sirvió arenque fresco con cebolletas tiernas. En resumidas cuentas, se organizó toda una mascarada para que, durante la inspección, Gorki y su nuera no descubriesen cómo era realmente la vida en el campo. Pero los guardas subestimaron la inventiva de los reos: como señal de protesta, éstos sujetaron boca abajo los periódicos que les habían repartido. «Gorki se acercó a uno de ellos y sin pronunciar palabra le dio la vuelta al periódico», se relata en
Archipiélago Gulag.
Según Solzhenitsyn, el escritor-inspector faltó a su deber por no hacer preguntas; por si fuera poco, al término de su visita elogió a la dirección del campo «en el libro de visitas especialmente encuadernado para él». «No soy capaz de expresar mi opinión en pocas palabras. No me apetece —y me abochornaría— caer en manidas alabanzas a los perspicaces e infatigables guardianes de la Revolución, quienes al mismo tiempo ejercen de audaces creadores culturales».

Para Solzhenitsyn, esto era motivo suficiente para condenar sin más el «mezquino comportamiento de Gorki». Y sin embargo, a mí me asaltó la duda de si el escritor se había hecho el ciego. Cierto que su capacidad crítica estaba algo mermada debido a su necesidad de creer que Solovki era «una isla-prisión con rostro humano». Pero, por otro lado: ¿en qué se basaba Solzhenitsyn para pronunciarse con tanta seguridad? Gorki realizó su inspección dos décadas antes del paso de Solzhenitsyn por el Gulag. ¿Y si en 1929 el sistema penitenciario de los soviets no había caído aún en el desprecio por la vida humana?

De nuevo en el sidecar pregunté a Igor lo que me había quedado con ganas de preguntar a la farera: ¿a qué debía su nombre la iglesia de la Decapitación?

En el semblante de Igor, tenso por el esfuerzo, se dibujó una sonrisa. Con su mano libre hizo un movimiento cortante en el aire
(chac, chac),
al tiempo que pronunciaba el nombre de Juan Bautista.

—¿Comprendes?

Avanzada la tarde, volví a ver a los moscovitas en el claustro de la abadía. Estaban en la galería superior y filmaban el patio con sus cámaras de vídeo. Abajo, unas monjas retiraban las malas hierbas con unos azadones, absortas en su labor. Mis compañeros de viaje tenían como guía a Oleg Filipov, un historiador de San Petersburgo «especialista en Gulag» que se había instalado en el monasterio. Filipov era un hombre serio y tímido. Se le caían las gafas al hablar y tenía la costumbre de volver a subirlas rápidamente sobre la nariz. El guía nos condujo a las mazmorras, donde un monje enfundado en un hábito que le llegaba hasta los tobillos se encargaba de una antigua caja registradora.

«Entrada: 8 rublos. Ex prisioneros y sus descendientes: GRATIS», anunciaba un cartelito de cartón escrito con rotulador.

A través de una puerta de hierro se accedía a una exposición sobre el período SLON. En la sala escasamente iluminada colgaba una fotografía de unos trabajadores retirando de las torres las cruces ortodoxas y reemplazándolas por las estrellas de cinco puntas. Oleg Filipov explicó que al principio habían dejado en paz a los monjes, concediéndoles permiso para orar y llevar una vida contemplativa siempre que renunciaran a sus cantos y toques de campana.

En los años veinte, a los reos se les brindó la oportunidad de desarrollar actividades culturales y académicas. Los que habían sido actores formaron una compañía teatral (el comedor junto a la Iglesia de la Transfiguración se transformó en una sala de teatro de 750 butacas), y los músicos montaron una orquesta de cámara (de quince miembros y un director). El Campo de Destino Especial disponía de un periódico, el
Cocodrilo de Solovki,
dirigido e impreso por los propios prisioneros.

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