Kitchen

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Authors: Banana Yoshimoto

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Kitchen
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Cuando se le muere la abuela, la jovencísima Mikage queda absolutamente sola en una casa demasiado grande y se refugia en la cocina, pues sólo en ella se siente a salvo («El lugar donde mejor se duerme es en la nevera», confiesa). Pero un día «ocurre un milagro»: Yûichi, «un chico simpático», llama a la puerta de Mikage y le sugiere que vaya a vivir a su casa, con su madre Eriko. Pero esta hermosa y acogedora mujer no es una mujer: es un hombre que pasó a ser mujer cuando la verdadera madre de Yûichi perdió la vida. Esta fábula, que se desarrolla entre ordenadores, electrodomésticos y sobre todo alimentos y guisos, pero también entre sentimientos de amor, amistad y complicidad, es en realidad una historia terrible, en que la soledad y la aridez emocional quedan, como por «milagro», mitigados por la inmensa sabiduría de otro mundo ancestral, afortunadamente aún latente, aún perceptible.

Banana Yoshimoto

Kitchen

キッチン

ePUB v1.3

Mística
16.07.12

Título original:
キッチン

Banana Yoshimoto, 1988.

Traducción: Junichi Matsuura y Lourdes Porta

Editor original: Mística (v1.0 a v1.3)

Corrección de erratas: Mística, jugaor

ePub base v2.0

Título original:
キッチン

Traducción: Junichi Matsuura y Lourdes Porta

Kitchen

Creo que la cocina es el lugar del mundo que más me gusta. En la cocina, no importa de quién ni cómo sea, o en cualquier sitio donde se haga comida, no sufro. Si es posible, prefiero que sea funcional y que esté muy usada. Con los trapos secos y limpios, y los azulejos blancos y brillantes.

Incluso las cocinas sucísimas me encantan.

Aunque haya restos de verduras esparcidos por el suelo y esté tan sucio que la suela de las zapatillas quede ennegrecida, si la cocina es muy grande, me gusta. Si allí se yergue una nevera enorme, llena de comida como para pasar un invierno, me gusta apoyarme en su puerta plateada. Cuando levanto los ojos de la cocina de gas grasienta y del cuchillo oxidado, en la ventana brillan estrellas solitarias.

Sólo estamos la cocina y yo. Pero creo que es mejor que pensar que en este mundo estoy yo sola.

Cuando estoy agotada suelo quedarme absorta. Cuando llegue el momento, quiero morir en la cocina. Sola en un lugar frío, o junto a alguien en un lugar cálido, me gustaría ver claramente mi muerte sin sentir miedo. Creo que me gustaría que fuese en la cocina.

Antes de que me acogiera la familia Tanabe, dormía siempre en la cocina. Una noche en que no podía conciliar el sueño, salí de mi habitación y busqué un lugar cómodo. Me di cuenta, al amanecer, de que donde mejor podía dormir era junto a la nevera.

Yo, Mikage Sakurai, soy huérfana. Mis padres murieron jóvenes. Me criaron mis abuelos. Mi abuelo murió en la época de mi ingreso en la escuela secundaria. Desde entonces, vivíamos solas mi abuela y yo.

Hace poco murió mi abuela inesperadamente. Me asusté.

La familia, esta familia que realmente he tenido, fue reduciéndose poco a poco a lo largo de los años, y ahora, cuando recuerdo que estoy aquí, sola, todo lo que tengo ante los ojos me parece irreal. Ahora, en la habitación en la que nací y crecí, me sorprende ver que el tiempo ha pasado y que estoy sola.

Como en la ciencia ficción. Es la oscuridad del universo.

Después del entierro estuve como ausente tres días.

Yo arrastraba suavemente un sueño tranquilo que acompañaba a una tristeza inmensa sin hacerme apenas derramar lágrimas, y extendí el
futon
[1]
en la cocina, que brillaba en silencio. Como Linus, dormí envuelta en una manta. El zumbido de la nevera me protegía de los pensamientos de soledad. Allí, la noche, larga, pasó bastante sosegada y llegó la mañana.

Sólo quería dormir bajo las estrellas.

Sólo quería despertarme con la luz de la mañana.

Todo lo demás, simplemente, fue pasando despacio.

¡Pero… yo no podía seguir así! La realidad es dura.

Mi abuela me había dejado algún dinero, pero el apartamento era demasiado grande para una persona sola y tenía que buscar otro.

Qué remedio. Compré una revista de apartamentos de alquiler y la hojeé, pero al ver, uno tras otro, tantos apartamentos parecidos, me mareé. Una mudanza es un trabajo pesado. Hace falta fuerza.

No me sentía bien. Tumbada día y noche en la cocina, tenía el cuerpo entumecido, y tampoco me importaba aclarar mis ideas. Total, para ir a ver apartamentos, trasladarme, solicitar el teléfono…

Enumerando todas las dificultades que se me ocurrían, me desanimaba y me pasaba los días sin hacer nada. Fue entonces, lo recuerdo muy bien, cuando él vino como un milagro caído del cielo.

—¡Ding-dong! —el timbre sonó inesperadamente.

Era una tarde de primavera un poco nublada. Harta ya de hojear revistas de apartamentos, estaba empaquetándolas con una cuerda. De todos modos tenía que mudarme. Salí corriendo atolondrada con una especie de camisón y, sin pensar, descorrí el cerrojo, abrí la puerta (no era un ladrón, por suerte) y allí estaba Yûichi Tanabe.

—Te agradezco lo del otro día —dije.

Era un chico muy amable, un año menor que yo. Me ayudó mucho el día del funeral. Me dijo que estudiaba en la misma universidad que yo. En aquella época yo no iba mucho por clase.

—No tiene importancia —dijo—. ¿Has decidido ya dónde vas a vivir?

—No, aún no —y sonreí.

—Me lo imaginaba.

—¿Por qué no entras? ¿Te apetece un té?

—No. Ahora tengo prisa —sonrió—. He pasado un momento a decirte sólo una cosa. Lo he estado hablando con mi madre. ¿Quieres vivir una temporada en casa?

—¿Qué? —dije.

—De todos modos, pásate por casa esta noche alrededor de las siete. Mira, te he hecho un plano.

—Sí —cogí el papel, confusa.

—Bueno, entonces hasta luego. A mi madre y a mí nos encantaría que vinieras, Mikage.

Sonrió. Como su expresión era alegre, me quedé mirándolo fijamente a los ojos, allí de pie en el recibidor que tan acostumbrada estaba a ver. También era porque había dicho mi nombre inesperadamente.

—Bueno, sí…, iré a veros, sea como sea.

Por un momento me había tentado su ofrecimiento. Su actitud, muy serena, me hacía confiar en él. En la oscuridad que se cerraba delante de mis ojos se veía un camino seguro que brillaba con una luz blanca. Por eso había hablado así.

—Hasta luego —dijo sonriendo, y se fue.

Hasta el entierro de mi abuela apenas lo conocía. Aquel día, cuando Yûichi Tanabe vino, me pregunté, de verdad, si no había sido el amante de mi abuela. Mientras quemaba incienso le habían temblado las manos y cerró los ojos llorosos. Al mirar la fotografía de mi abuela, volvió a derramar lágrimas.

Parecía tan triste que, por un momento, pensé que quería a mi abuela más que yo.

Enjugándose las lágrimas con un pañuelo, había dicho:

—Déjame que te ayude.

Y me ayudó mucho.

Yûichi Tanabe.

Debía de estar aturdida, porque me costó recordar cuándo había oído a mi abuela decir aquel nombre.

Trabajaba en la floristería a la que mi abuela solía ir. Recuerdo que decía a menudo: «Hay un chico muy amable…», «Yûichi Tanabe…», «Hoy también…».

A mi abuela le gustaban mucho las flores, y nunca dejó de poner un ramo en la cocina. Por eso iba a la floristería dos veces por semana.

Pensándolo bien, creo que él vino una vez a casa, detrás de mi abuela, llevando una planta en los brazos.

Era guapo, de brazos y piernas largos. Yo no lo conocía, pero estaba segura de haberlo visto en la tienda trabajando con verdadera pasión. Después, cuando al fin lo conocí, pensé que transmitía una sensación de aislamiento, no sé por qué. Aunque su forma de ser y de hablar eran dulces, me pareció que estaba solo. En fin, lo conocía tan poco que para mí era un perfecto extraño.

Aquella noche llovía. Fui andando, con el plano, en la noche brumosa de primavera mientras una lluvia tibia envolvía las calles.

La familia Tanabe vivía justo frente a mi casa. Pero entre su casa y la mía estaba el parque central. Al atravesarlo, casi me ahogó el aroma del verdor de la noche. Caminé, chapoteando, por el arco iris reflejado en el camino brillante y mojado.

Sinceramente, me dirigía a casa de los Tanabe sólo porque me habían invitado. No pensaba en nada.

Cuando levanté los ojos y vi lo alto que estaba el décimo piso, pensé que, seguramente, desde su casa habría una vista nocturna preciosa.

Salí del ascensor, avancé por el pasillo en el que mis pasos resonaban demasiado. Al apretar el timbre, Yûichi abrió la puerta.

—Bienvenida —dijo.

—Hola —dije, y entré en una habitación bastante extraña.

Lo primero que atrajo mi mirada fue un enorme sofá que dominaba el salón, junto a la cocina. De espaldas a los estantes donde se alineaban ollas y potes, en vez de la mesa y la alfombra, estaba el sofá. Era un sofá tapizado en beige, como para un anuncio publicitario, como para que se sentara toda una familia a ver la televisión, como para que frente a él se tumbara un perro demasiado grande para una casa japonesa. Realmente era un sofá magnífico.

A través de un gran ventanal se veía la terraza, tan llena de plantas, en macetas y jardineras, que parecía una jungla. Toda la casa estaba llena de flores. Por todas partes había jarrones, todos diferentes, llenos de flores.

—Mi madre ha dicho que se escaparía un rato del bar. Mientras, si quieres, puedes mirar la casa. ¿Quieres que te la enseñe? ¿En qué te fijas tú? —dijo Yûichi, sirviendo el té.

—¿Para qué? —dije, desde el blando sofá.

—Para juzgar la casa y a los que viven en ella. Dicen que se puede conocer a la gente viendo su lavabo.

Hablaba con sosiego, sonriendo débilmente.

—En la cocina —dije.

—¿Ah, sí? Aquí está. Puedes mirar lo que quieras —dijo él.

Fui dando vueltas, mirándolo todo con atención, detrás de Yûichi, que preparaba té.

La alfombra, sobre el parqué reluciente, era suave; las zapatillas de Yûichi, de buena calidad; los cacharros de cocina, justo los necesarios y muy usados, estaban colgados en fila, ordenadamente. Junto a una sartén plateada, había un cuchillo de pelar alemán que también yo tenía en casa. Mi abuela, que era muy perezosa, estaba encantada con lo fácil que resultaba pelar con él las verduras.

El pequeño fluorescente iluminaba los vasos de cristal brillantes y los cacharros que aguardaban silenciosamente su turno. Estos objetos, a pesar de no ser uniformes, tenían una elegancia extraña. También había utensilios para algún uso específico, como los tazones, la fuente para gratinar, bandejas gigantescas, jarras de cerveza con tapa… No sé por qué, pero era fantástico que estuvieran allí todas estas cosas. También había una nevera pequeña. Yûichi me dijo que podía abrirla y, cuando lo hice, vi que estaba muy bien ordenada, sin sobras de comida.

Asintiendo con la cabeza, di unas vueltas mirándolo todo. Era una buena cocina. Me enamoré sólo con verla.

Cuando volví a sentarme en el sofá, me trajo un té caliente.

Estar frente a alguien que apenas conocía, y en su casa, me hizo sentir que no tenía a nadie en el mundo.

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