A mí me pareció chocante, pero después me convencí:
—Gracias por haberme ayudado a limpiar —dije. ¿Será porque una mujer siempre tiene una respuesta más rápida?
—Me he despertado —dijo. Y como es humillante perder la competición—: Quiero que me sirvas el té en algo que no sea un vaso —sonrió.
Y al decir:
—Sír… vetelo tú mismo.
—Eso. Voy a hacer zumo con la licuadora, ¿quieres uno? —dijo.
—Sí.
Yûichi, contento, cogió unos pomelos de la nevera y sacó la licuadora de la caja.
Yo cocía el
ramen
mientras oía el ruido estrepitoso de la licuadora haciendo los dos zumos, en la cocina, de madrugada.
Podría pensarse que era algo extraordinario, pero también podría pensarse que era algo sin importancia. Y que era un milagro y, también, que era algo natural.
Sea como sea, guardo en mi corazón una emoción suave que desaparece cuando se expresa con palabras. El futuro es largo. En las noches y mañanas que irán sucediéndose, alguna vez, quizás este momento se convierta en un sueño.
—También convertirse en una mujer es tremendo, ¿sabes? —dijo Eriko un anochecer.
Levanté los ojos de la revista que estaba leyendo, y dije:
—¿Cómo?
La hermosa madre estaba regando las plantas de la ventana poco antes de ir al trabajo.
—Mikage, espero mucho de ti, por eso he tenido ganas de decírtelo. Yo también, cuando tenía a Yûichi entre mis brazos, mientras lo criaba, lo comprendí, ¿sabes? Hay muchas cosas amargas, muchas. En realidad, una persona que quiera independizarse tiene que cuidar de algo, ¿sabes? De niños, o de plantas, algo. Así conoces tus propios límites. Éste es el principio de todo.
Me explicó su filosofía de la vida en un tono cantarín, como una canción.
Me emocioné y dije:
—Hay muchas cosas duras, ¿verdad?
—Pues sí, pero una persona tiene que estar completamente desesperada una vez en su vida y, entonces, sabe a qué cosas de sí misma no puede renunciar. Si no, llegará a la madurez sin saber qué es realmente lo importante. Yo he tenido suerte, ¿no crees? —dijo ella. El cabello que caía sobre su hombro ondeaba—. Hay muchas cosas que…, creo que hay cosas tan desagradables que parecen estar podridas. Hay cosas tan duras que dan ganas de apartar la vista. Ni siquiera el amor puede salvarte del todo.
Sin embargo, ella envuelta en el sol poniente del crepúsculo, iba regando las plantas con sus manos delgadas. El anillo del arco iris pareció brillar con una luz cálida en el chorro de agua transparente.
—Me parece que te comprendo —dije.
—Mikage, me gusta mucho tu corazón puro. La abuela que te educó debía de ser una persona magnífica —dijo su madre.
—Era una persona de la que podías sentirte orgullosa.
Sonreí.
—¡Qué bien! —dijo.
Y se rió dándome la espalda.
Yo dirijo los ojos de nuevo a la revista y pienso: «No puedo quedarme siempre aquí». Es tan doloroso que me hace dudar, pero es evidente.
Alguna vez, en otro lugar, ¿pensaré en este sitio con añoranza?
¿O volveré a estar en esta cocina alguna otra vez?
Pero ahora estoy en este lugar con el chico de ojos dulces y con esta madre activa. Esto es todo.
Cuando crezca más y más, me pasarán cosas diferentes, muchas veces me hundiré hasta el fondo. Muchas veces sufriré, muchas reapareceré. No habrá derrota. No dejaré de luchar.
Una cocina de sueño.
Habrá muchas, muchas. En mi corazón. O en la realidad. O en el destino de un viaje. O sola, o con muchos otros, o dos a solas, en todos los lugares de mi vida habrá seguramente muchas cocinas.
Eriko murió a finales de otoño. Un loco la acosaba, y acabó asesinándola. Aquel hombre vio a Eriko por primera vez en la calle, le gustó y la siguió y, así, supo que ella trabajaba en un bar gay. Luego le escribió una larga carta diciéndole que había sido un golpe para él que ella, una mujer tan hermosa, fuese un hombre, pero empezó a frecuentar el local. Cuanto más a menudo iba, más frías se mostraban Eriko y las chicas del bar, y, una noche, él gritó que lo habían puesto en ridículo y se abalanzó sobre Eriko con un cuchillo. Eriko, a pesar de estar desangrándose, asió con las dos manos una pesa de adorno que había sobre la barra y mató a golpes a su agresor.
Dicen que éstas fueron sus últimas palabras: «… Ha sido en defensa propia, así que estamos en paz, ¿no?».
Cuando yo, Mikage Sakurai, me enteré de esto ya era invierno. Yûichi me llamó, al fin, mucho tiempo después de que todo hubiera terminado.
—Murió luchando —dijo Yûichi de repente. Era la una de la madrugada. Yo, que me había despertado con un sobresalto al sonar el teléfono en la oscuridad, descolgué y no entendía nada. Mi cabeza medio dormida imaginaba alguna escena de una película bélica.
—¿Yûichi? ¿Qué? ¿De qué me hablas? —repetí la pregunta.
Yûichi, tras un silencio, dijo:
—Mi madre…, bueno, tendría que decir mi padre…, lo han asesinado.
Yo no comprendía nada. Nada en absoluto. En realidad, Yûichi no parecía tener muchas ganas de hablar, pero poco a poco fue contándome la muerte de Eriko mientras yo enmudecía conteniendo el aliento. Me costaba creerlo, cada vez más. Mis pupilas se quedaron inmóviles y el auricular del teléfono se alejó un instante.
—Eso… ¿cuándo ha sucedido? ¿Hace poco?
Se lo pregunté sin saber ni de dónde salía mi voz ni lo que decía.
—… No, hace ya mucho tiempo. Hice un funeral sencillo sólo con la gente del bar… Perdóname, me fue imposible avisarte.
Sentí como si me arrancasen el corazón. «Entonces, ella ya no está. Ya no está en ninguna parte».
—Lo siento, lo siento de veras —repitió Yûichi.
El teléfono no transmite nada. No podía ver la cara de Yûichi, no sabía si él quería llorar, reír a carcajadas, hablar a solas conmigo tranquilamente, o estar solo.
—Yûichi, voy ahora mismo, ¿te importa? Me gustaría verte y hablar contigo —dije.
—Ven, y luego te acompaño a casa.
Por su manera de asentir fui incapaz de interpretar sus sentimientos.
—Hasta ahora —y colgué.
¿Cuándo la vi por última vez? ¿Nos despedimos con una sonrisa? La cabeza me daba vueltas. A principios de otoño dejé la universidad y empecé a trabajar como ayudante de una profesora de cocina. Poco tiempo después me fui de casa de los Tanabe. Había vivido medio año en aquella casa con Yûichi y su madre, que era un hombre, después de quedarme sola tras la muerte de mi abuela… Cuando volví a mudarme, ¿fue ésa la última vez en que la vi?, Eriko lloró un poco y me dijo que, como iba a vivir cerca de su casa, la visitara algunos fines de semana… No. La vi a finales del mes pasado. Sí, aquella vez, de noche. Sí, fue aquella noche.
No podía dormir y salí a comprar unos flanes al Family Mart
[5]
. Eriko estaba en la puerta, comiendo
oden
y bebiendo café en un vaso con las chicas de su bar, que en realidad eran hombres, después del trabajo. Cuando la llamé: «Eriko», me cogió las manos y dijo sonriendo: «Pero, oye, si has adelgazado mucho desde que no estás en casa». Llevaba un traje azul de una pieza.
Cuando salí de la tienda, después de comprar los flanes, Eriko, con el vaso en la mano, estaba mirando con ojos duros la calle que brillaba en la oscuridad. Le dije bromeando:
—Eriko, tienes cara de hombre.
Ella se rió y dijo:
—Cállate. Tengo una hija que no hace más que decir cosas desagradables. Deben de ser tonterías de adolescente.
Le dije:
—Ya soy adulta —y las chicas del bar se rieron.
—Nos visitarás, ¿verdad? Me he alegrado mucho de verte.
Nos despedimos con una sonrisa. Fue la última vez.
¿Cuántos minutos tardé en encontrar el pequeño juego de cepillo de dientes para viaje y la toallita? No hice más que cosas incoherentes: abrir y cerrar los cajones y la puerta del lavabo, tirar un jarrón y secar el suelo, dar vueltas por la habitación… y, al darme cuenta de que no tenía nada en las manos, me reí un poco, con toda la razón, y me dije cerrando los ojos: «Cálmate».
Metí el cepillo de dientes y la toalla en el bolso, comprobé varias veces si el gas estaba cerrado y el contestador automático puesto, y salí del apartamento tambaleándome.
Y, poco después, advertí que estaba ya andando por las calles en la noche de invierno, de camino a casa de los Tanabe. Caminaba bajo el cielo estrellado haciendo tintinear las llaves cuando empecé a derramar lágrimas, una tras otra. La calle, mis pies y la hilera de casas se veían cálidamente distorsionados. Pronto me quedé sin aliento, casi me muero. Intenté desesperadamente aspirar el aire frío, pero tuve la sensación de que entraba muy poco en mi pecho. Sentía que algo punzante, oculto en el fondo de mis pupilas, iba enfriándose deprisa al ser expuesto al viento.
No podía ver con claridad ni los postes eléctricos ni las farolas ni los coches aparcados ni el cielo negro que se presentaban siempre ante mis ojos. Todo brillaba irrealmente, bonito y deformado, como una ilusión, y se acercaba a mis ojos con rapidez. Sentí que, sin poder evitarlo, la energía salía a raudales de mi cuerpo y desaparecía con un silbido en la oscuridad.
Cuando murieron mis padres, yo era todavía una niña. Cuando murió mi abuelo, estaba enamorada. Y, ahora, siento la soledad mucho más aún que cuando murió mi abuela y me dejó sola.
Desde el fondo de mi corazón quería renunciar a la vida, a seguir adelante. Sin falta, llegará mañana, y pasado mañana, y, pronto, la semana que viene. Nunca había pensado que esto pudiera ser tan fastidioso. Seguramente, mi estado de ánimo, también en aquel momento, era triste y oscuro, y esto me desagradó de veras. Mi imagen, andando sin ánimo por la calle oscura con una tormenta en el corazón, era patética.
Quería poner punto final a todo aquello: «Cuando vea a Yûichi», pensé, «y me lo cuente todo detalladamente…». Pero ¿y qué?, ¿de qué serviría? Era como si una lluvia fría cesara en la oscuridad. No era una esperanza. Era una corriente pequeña y oscura que desembocaba en una desesperación aún mayor.
Llamé al timbre de casa de los Tanabe sumida en un cúmulo de sensaciones y jadeando, ya que había subido a pie hasta la décima planta sin darme cuenta de lo que hacía.
Oí que Yûichi se acercaba a la puerta con el sonido inolvidable de sus pasos. Cuando vivía en esta casa, a menudo salía sin llaves, y acostumbraba a llamar al timbre a medianoche. Siempre se levantaba Yûichi, y yo oía cómo él quitaba la cadena.
Se abrió la puerta y Yûichi, un poco más delgado, se asomó.
—Hola —dijo.
—Cuánto tiempo sin verte —y me alegré de que viera mi rostro sonriente. Mi corazón estaba realmente contento de verlo—. ¿Puedo pasar?
Al oírme, Yûichi, que estaba perplejo, reaccionó, sonrió débilmente y dijo:
—Sí, claro. Me has sorprendido porque creía que estarías muy enfadada. Perdona, pasa.
—Yo —dije— no me enfado por esas cosas. Ya lo sabes.
Yûichi me mostró, esforzándose, la cara sonriente de siempre y dijo:
—Sí.
Yo le devolví la sonrisa y me quité los zapatos.
Al principio, la habitación donde había vivido hasta poco antes se me hizo extraña, pero pronto me acostumbré a su olor y me llenó de gratos recuerdos. Mientras pensaba todo esto, hundida en el sofá, Yûichi trajo café.
—Me da la sensación de no haber entrado en esta casa desde hace mucho tiempo —dije.
—Y es verdad. Estabas muy ocupada. ¿Cómo va el trabajo? ¿Es interesante? —dijo Yûichi, sereno.
—Sí, de momento todo me lo parece. Incluso disfruto pelando patatas. Estoy en esta fase —contesté sonriendo.
Entonces Yûichi dejó la taza y abordó el tema:
—Esta noche, por primera vez, he pensado con claridad. Me he dicho: «No puedo seguir sin avisar a Mikage, tengo que hacerlo ahora mismo», y te he llamado.
Yo lo escuchaba inclinada hacia él y lo miré fijamente. Yûichi empezó a hablar:
—Hasta el entierro, estuve muy aturdido. Tenía la mente en blanco y a mi alrededor todo estaba oscuro. Ella era la única persona que había vivido conmigo desde que tengo uso de razón, y me quedé más confuso de lo que jamás pude imaginar. Tenía que hacer muchas cosas y pasaron los días, uno tras otro, sin saber cómo. Como ves, no fue una muerte natural, lo que es muy propio de ella, sino un asesinato, un caso criminal. Tuve que ver a la mujer y a los hijos del asesino. Las chicas del bar estaban histéricas y, si no llego a comportarme como el hijo mayor, la situación no se hubiera solucionado. Siempre te tenía en mi mente. De verdad. Siempre pensaba en ti. Pero me sentía incapaz de llamarte. Tenía miedo de que, en cuanto te lo dijera, todo se hiciese real. Tenía miedo de haberme quedado completamente solo al morir de aquella forma mi padre, que era mi madre. De todas formas, ahora me doy cuenta de que es imperdonable no haberte avisado antes, siendo como era también para ti una persona tan querida, ¿verdad? Seguramente perdí la razón —dijo Yûichi mirando el vaso que tenía en la mano.
—Parece como si, a nuestro alrededor —éstas fueron las palabras que salieron de mis labios—, siempre estuviera lleno de muerte. Mis padres, mi abuelo, mi abuela…, la madre que te dio a luz y, además, Eriko. Es horrible. No creo que haya, en todo el universo, nadie como nosotros dos. Si fuese casualidad que nos lleváramos bien, sería una casualidad extraordinaria… La muerte, la muerte.
—Sí —sonrió Yûichi—. Seguramente podríamos hacer un buen negocio viviendo junto a alguien de quien se desea la muerte. Seríamos unos asesinos pasivos.
Mostraba un rostro sonriente, triste y luminoso al tiempo, como si esparciera luz. La noche se hacía más y más profunda. Me di la vuelta y contemplé el parpadeo del hermoso paisaje nocturno al otro lado de la ventana. Las calles que se veían desde lo alto estaban bordeadas por pequeñas luces e hileras de coches que corrían por la noche como ríos de luz.
—Me he quedado solo, al fin —dijo Yûichi.
—Para mí es ya la segunda vez. Y no es que me sienta orgullosa de ello.
Lo dije riendo y, de repente, de los ojos de Yûichi cayeron lágrimas.
—Echaba de menos tus bromas —dijo secándose los ojos con el brazo—. De veras, tenía muchas ganas de oírlas.
Alargué los brazos, le abracé fuerte la cabeza, y dije:
—Gracias por llamarme.
Me quedé el jersey rojo de Eriko como recuerdo. Porque recordaba que una noche me lo hizo probar y dijo: «Te sienta mejor que a mí. Qué rabia, y mira que me ha costado caro».