Kitchen (4 page)

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Authors: Banana Yoshimoto

Tags: #Drama, Relato

BOOK: Kitchen
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—¿Cómo es que…? ¿Y el bar? —dijo Yûichi que se había vuelto a mirarla.

—Ahora voy. ¡Escuchad! He comprado una licuadora —dijo Eriko alegremente mientras sacaba una caja grande de la bolsa.

«¿Otra vez?», pensé.

—Y he venido a dejarla. Ya podéis usarla.

—Si hubieras llamado, habría ido a recogerla —dijo Yûichi mientras cortaba el cordel con unas tijeras.

—Da igual…

Y, quitando rápidamente la envoltura, sacó una licuadora preciosa que podía hacer cualquier clase de zumo.

—Quiero que se me ponga la piel bonita bebiendo zumos naturales —dijo alegremente Eriko, contenta.

—Tú ya no tienes nada que hacer, eres demasiado vieja —dijo Yûichi mientras leía las instrucciones.

Las dos personas que tenía ante mis ojos mantenían una conversación intrascendente, normal entre una madre y un hijo, y por eso mismo me quedé de piedra. Parecía una escena de
Embrujada.
¿Cómo se podía ser tan jovial en una representación tan poco sana?

—¡Vaya! Si Mikage está escribiendo tarjetas de cambio de domicilio… —Eriko observaba la que tenía en la mano—. Me parece muy bien. Aquí tienes mi regalo de cambio de domicilio.

Y me ofreció otro paquete envuelto en papel. Lo abrí y salió un bonito vaso con el dibujo de un plátano.

—Y ahora beberás zumo, ¿verdad? —dijo Eriko.

—Para beber zumo de plátano, puede estar bien —dijo Yûichi.

—Estoy contentísima —dije.

Y parecía que iba a ponerme a llorar.

«Cuando me vaya me lo llevaré y, después de que me haya ido, vendré, muchas veces, y haré arroz».

Lo pensé sin que saliera de mi boca ni una palabra.

Es un paso importante, importante.

A la mañana siguiente dejaba de manera oficial mi antigua casa. Lo recogí todo, al fin. Me había demorado mucho.

En una tarde bastante despejada, sin viento ni nubes, la luz dorada del sol atravesaba las habitaciones vacías del lugar que había sido mi patria.

Visité al casero para disculparme por la tardanza.

Hablé con él y tomé el té que me sirvió, en aquella oficina donde tantas veces había entrado de niña. «También él ha envejecido», pienso con sentimiento. «Es normal que la abuela haya muerto».

Mi abuela había estado a menudo sentada en aquella pequeña silla bebiendo té, y me parecía extraño estar yo, ahora, sentada en la misma silla, bebiendo té, mientras hablábamos del tiempo y de la seguridad pública. Me resulta extraño.

Todas las cosas que habían sucedido un poco antes pasaron corriendo velozmente ante mí, no sé por qué. Yo me he quedado atrás boquiabierta, lucho con todas mis fuerzas para ir alcanzándolas, a paso de tortuga.

No quiero reconocerlo, y por eso digo: «No era yo quien corría a toda velocidad. No es así, en absoluto».

Pero todo esto me entristece profundamente.

La luz que penetra en la habitación ordenada; antes olía a la casa en la que yo estaba acostumbrada a vivir.

La ventana de la cocina. La cara sonriente de un amigo, el verde nítido del jardín de la universidad que se veía tras el perfil de Sôtarô, la voz de la abuela a través del teléfono cuando llamaba tarde por la noche, el
futon
de las mañanas frías, el roce de las zapatillas de la abuela en el pasillo, el color de la cortina…,
el tatami
[3]
…, el reloj de la pared.

Todo eso. Y también que ya no pueda estar aquí.

Cuando salí, fuera estaba anocheciendo.

Desciende un crepúsculo suave. Sopla el viento, hace un poco de frío. Yo esperaba el autobús con los faldones del abrigo ligero ondeando.

Frente a la parada, las ventanas en hilera de un edificio alto que había al otro lado de la calle se veían muy bonitas flotando en el azul. La gente que se movía dentro, y los ascensores que subían y bajaban, brillaban en silencio y parecía que fueran diluyéndose en la penumbra.

Tengo el último paquete junto a las piernas. Al pensar que ahora sí me he quedado sin nada, siento una extraña emoción que casi me hace llorar.

El autobús dobla una esquina y viene. Se acerca corriendo delante de mis ojos, se detiene lentamente y los pasajeros, en fila, van subiendo uno tras otro.

El autobús iba muy lleno. Yo, apoyada en el brazo con el que agarraba la asidera, miraba fijamente cómo, a lo lejos, el cielo del atardecer desaparecía detrás del edificio.

Cuando posé los ojos en una luna todavía creciente que cruzaba el cielo despacio, el autobús arrancó.

Cada vez que se detenía con brusquedad me ponía de malhumor y eso probaba que estaba agotada. Una de las muchas veces en que me enfadé, al mirar hacia fuera, vi que en el cielo, lejos, flotaba un dirigible.

Se movía despacio, contra el viento.

Me puse contenta y me quedé mirándolo fijamente. El dirigible hacía parpadear una pequeña luz que flotaba en el cielo como una pálida luz de luna.

Cerca, delante de mí, se sentaba una niña pequeña, y la abuela, que estaba en el asiento de detrás, se dirigió a ella y le dijo en voz baja:

—Mira, Yuki-chan
[4]
, un dirigible. Míralo qué bonito.

La niña, que se le parecía mucho y debía de ser su nieta, estaba malhumorada porque la calle y el autobús estaban llenos y, revolviéndose, dijo enfadada:

—No sé. Esto no es un dirigible.

—Quizá no —contestó la abuela sonriendo, sin turbarse.

—¿Todavía no llegamos? ¡Tengo sueño!

Yuki-chan siguió importunando.

«¡Mocosa!» Yo también estaba cansada y acabé pensando maldades de manera inconsciente. «El arrepentimiento nunca llega antes. No hables a tu abuela de esta forma».

—Sí, sí…, enseguida. Mira, mira detrás. Mamá se ha dormido. Yuki-chan, ¿la despiertas?

—Sí, sí, vale.

Yuki-chan se vuelve a mirar a su madre que duerme en el asiento de atrás y sonríe, al fin.

«¡Qué bien!», pensé. Envidié las palabras cariñosas de la abuela y la cara sonriente de la niña que, de pronto, se veía preciosa.

«Yo, jamás…».

No me gusta demasiado el sentimentalismo de la palabra «jamás» ni la sensación que da de determinar el futuro. Pero, entonces, el peso enorme y la desesperanza de la palabra que se me había ocurrido: «jamás», tenían una intensidad difícil de olvidar.

Juro por Dios que creía estar pensando todo aquello sin darle demasiada importancia. Mientras el autobús traqueteaba, todavía iba siguiendo con la mirada, no sé por qué, el pequeño dirigible que iba alejándose en el cielo, allá a lo lejos.

Pero ¿no están corriendo las lágrimas por mis mejillas y caen a goterones sobre mi pecho?

Me sorprendió.

Pensé que el funcionamiento de mi cuerpo se había estropeado. Igual que cuando una está muy borracha y las lágrimas van saliendo, una tras otra, sin parar, por algo que no tiene relación con una misma. A continuación me ruboricé de vergüenza. Y bajé precipitadamente del autobús.

Seguí con la mirada el autobús que se alejaba y, sin pensar, entré corriendo en un callejón oscuro.

Me acurruqué entre mis paquetes en la oscuridad y lloré. Era la primera vez que lloraba tanto desde que nací. Y mientras vertía lágrimas calientes e incesantes recordé que no había llorado desde que murió mi abuela.

Pero no era tristeza; tuve la sensación de que lloraba por muchas cosas distintas.

Y, de repente, me di cuenta de que se veía un vapor blanco flotando en la oscuridad que salía de una ventana iluminada, situada sobre mi cabeza. Agucé el oído, y desde dentro llegaban ruidos de cubiertos y ollas junto con voces de trabajo bullicioso.

… Eran unas cocinas.

Yo me sentía irremediablemente triste, pero fui animándome poco a poco, me llevé las manos a la cabeza y sonreí débilmente. Y me levanté, me sacudí la falda, decidí reanudar el regreso a casa de los Tanabe y empecé a andar.

Dios mío, dame fuerzas.

—Me estoy cayendo de sueño —le dije a Yûichi en cuanto llegué a casa de los Tanabe, y me metí en la cama.

Había sido un día agotador. Pero llorar me había aliviado mucho y pronto me visitó un sueño apacible.

«¡Caramba! Si ya está durmiendo», tuve la sensación… de que oía en algún rincón de mi mente la voz de Yûichi, que había ido a la cocina a tomar un té.

Yo, yo estaba soñando.

Limpiaba el fregadero de la cocina de la casa que acababa de dejar.

Echaba de menos el color verde amarillento del suelo de la cocina… Cuando vivía allí lo odiaba, pero al separarme de él empecé a añorarlo con toda mi alma.

Terminamos de preparar la mudanza, e imaginé que ya no quedaba nada ni dentro del armario ni encima del carrito. En realidad, estas cosas ya no estaban allí desde hacía tiempo.

Entonces me di cuenta de que Yûichi estaba secando el suelo, a mano, con una bayeta. Esto me era de gran ayuda.

—Descansa un poco, que te hago un té —dije.

Estaba vacío y la voz resonaba mucho. La sentía resonar y resonar.

—Bueno —dijo.

Y levantó la cabeza. Yo pensé que no hacía falta sudar tanto para limpiar una casa que va a dejarse. Era muy propio de él.

—¿Es ésta tu cocina?

Yûichi se sentó en un cojín que había en el suelo, y, mientras tomaba el té que le había servido en un vaso porque ya había empaquetado las tazas, dijo:

—Era una buena cocina, ¿verdad?

—Sí, desde luego —dije.

Yo, por mi parte, estaba bebiendo té en un bol de arroz, sosteniéndolo con las dos manos como en la ceremonia del té.

Había tanta tranquilidad como dentro de una caja de cristal. Levantó los ojos hacia la pared y sólo quedaba la huella del reloj.

—¿Qué hora debe de ser? —dije.

—Será medianoche —dijo Yûichi.

—¿Cómo lo sabes?

—Fuera está oscuro y, además, por la tranquilidad…

—Entonces, es una fuga nocturna, ¿verdad?

—Pues, como íbamos diciendo… —dijo Yûichi—, ¿también te irás de casa, verdad? No te vayas.

Me sorprendió porque eso no tenía nada que ver con lo que estábamos diciendo y miré a Yûichi.

—Supongo que crees que yo también vivo sólo para mis caprichos, como Eriko; pero decirte que vinieras a casa es algo que pensé con mucho detenimiento. Tu abuela siempre se preocupaba por ti, pero quizá sea yo quien mejor comprenda cómo te sientes. Sé que cuando estés bien te irás, a pesar de que intentemos retenerte. Pero ahora es imposible. No hay nadie cercano a ti para decírtelo, por eso yo, a cambio, te he observado. El dinero que gana mi madre es para gastar en cosas así, no sólo para comprar licuadoras —sonrió—. Hazme el favor de aprovecharlo. No tengas prisa. —Decía una palabra tras otra, sin poner sentimiento alguno, mirándome a los ojos con sinceridad, como si estuviera convenciendo a un asesino de que se entregara.

Asentí.

—… Bien, sigamos limpiando el suelo —dijo.

Yo también cogí los trastos de fregar y me levanté.

Mientras lavaba los vasos, entre el ruido del agua, oí a Yûichi canturrear una canción:

«Para no quebrar

la sombra de la luz de luna

he detenido la barca en el extremo del cabo».

—Me suena. ¿Qué es? Me gusta mucho. ¿De quién es? —dije.

—Pues… de Momoko Kikuchi. Es pegadiza, ¿verdad?

Yûichi sonrió.

—Sí, mucho.

Mientras yo limpiaba el fregadero y Yûichi fregaba el suelo, seguimos cantando a dúo. A medianoche, nuestras voces resonaban en la cocina silenciosa y nos lo pasábamos en grande.

—Aquí, éste es el trozo que más me gusta.

Y canté el encabezamiento de la segunda estrofa:

«La luz que gira…

… el faro

… lejos

… nuestra noche

… un rayo de luz

entre las hojas…».

Los dos volvimos a cantar en voz alta:

«La luz que gira

en el faro

allá lejos

en nuestra noche

es como un rayo de luz

entre las hojas de los árboles».

Y me fui de la lengua:

—Oye, la abuela duerme cerca, y si cantamos tan fuerte, se despertará.

De inmediato comprendí que había metido la pata.

Yûichi pareció creerlo todavía más que yo y la mano que estaba fregando el suelo se detuvo por completo. Se volvió y me miró con cara de susto.

Yo no sabía qué hacer y, sonriendo, disimulé.

Y el hijo que Eriko había criado con cariño se convirtió, de repente, en un príncipe. Dijo:

—Cuando terminemos de ordenar todo esto, al volver a casa, a medio camino en el parque, comeremos
ramen
en una caseta.

Y me desperté.

En el sofá de los Tanabe, de madrugada… No solía acostarme pronto. Fui a la cocina a beber agua, pensando: «¡Qué sueño tan raro!». Tenía algo helado en el corazón. La madre aún no había vuelto. Eran las dos.

Todavía permanecía vívida la sensación del sueño. Al oír salpicar el agua en el acero inoxidable, pensé vagamente en limpiar el fregadero.

Era una noche tan silenciosa y solitaria que parecía que el ruido de las estrellas al deslizarse por el cielo llegaba hasta el fondo del oído. Mi corazón seco iba absorbiendo un vaso de agua. Hacía un poco de frío y mis pies desnudos tiritaban dentro de las zapatillas.

—Buenas noches —dijo Yûichi, apareciendo por detrás.

Me asusté.

—Ah, ¿qué pasa?

Me di la vuelta.

—Me he despertado y tenía hambre, así que he pensado en… hacerme
ramen
o algo…

Farfulló atontado, con la cara abotagada, el Yûichi real, completamente diferente de mi sueño. Y yo, aún con los ojos hinchados de llorar:

—Voy a hacerte algo, siéntate. En mi sofá —dije.

—Ah, en tu sofá.

Y diciendo eso, se dirigió tambaleante al sofá y se sentó.

Abrí la nevera bajo la luz de aquella pequeña habitación que flota en la oscuridad. Corté las verduras. Y en aquella cocina, en mi preferida… De repente, pensé que lo del
ramen
era una extraña coincidencia y, bromeando, dije a Yûichi sin volverme:

—En un sueño también hablábamos de
ramen,
¿sabes? —dije.

Y no hubo ninguna reacción. Pensé que se había dormido y, al volverme, vi que Yûichi me miraba con ojos atónitos.

—Qué increíble, ¿no? —dije.

Y Yûichi, como si murmurara:

—El suelo de tu casa de antes, ¿era verde amarillento? —dijo—. Y esto no es un acertijo.

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