—¿Y la nave de carga se metió por en medio? —preguntó Vorksigan. Parecía momentáneamente tan aturdido como Ekaterin.
El tío Vorthys no parecía mucho más seguro.
—No me gustaría decir eso en público, desde luego.
—¿Una fuerza gravitatoria? —preguntó Vorkosigan—. O tal vez… ¿una lanza de implosión gravítica?
El tío Vorthys se encogió otra vez de hombros.
—Desde luego no se parece al mapa de fuerzas de ninguna lanza de implosión que yo haya visto. Ah, bueno —recogió el café, y se dispuso a marcharse de nuevo.
—Estábamos planeando una salida —dijo Ekaterin—. ¿Te gustaría ver algo más de Serifosa? ¿Comprar un regalo para la profesora?
—Me gustaría, pero creo que me toca quedarme y leer esta mañana —dijo su tío—. Id vosotros dos y pasadlo bien. Aunque si ves algo que creas que le gustaría a tu tía, te agradeceré mucho que lo compres, y luego te lo pago.
—Muy bien…
¿Salir con Vorkosigan sola? Ella había supuesto que su tío los acompañaría como carabina. Con todo, si permanecían en lugares públicos, sería suficiente para aplacar cualquier sospecha incipiente por parte de Tien. No es que Tien pareciera ver en Vorkosigan ningún tipo de amenaza, claro.
—No tienes que ver nada más del departamento de Tien, ¿no?
Oh, cielos, no lo había expresado bien. ¿Y si decía que sí?
—Todavía no he revisado el primer montón de informes —suspiró su tío—. Quizá quieras encargarte, Miles…
—Sí, les echaré un vistazo —sus ojos se volvieron hacia el ansioso rostro de Ekaterin—. Más tarde. Cuando volvamos.
Ekaterin condujo a lord Vorkosigan hacia la estación de coches-burbuja más cercana, al otro lado del parque frente a su edificio de apartamentos. Las piernas de Miles podían ser cortas, pero sus pasos eran rápidos, y ella descubrió que no tenía que moderar el ritmo; si acaso, tenía que ir más rápido. Aquella rigidez que había visto lastrar sus movimientos parecía ser algo que iba y venía a lo largo del día. Su mirada también era rápida. En un momento dado, incluso se dio la vuelta y retrocedió, estudiando algo que había llamado su atención.
—¿Hay algún sitio en concreto al que le gustaría ir? —le preguntó ella.
—No conozco gran cosa de Serifosa. Estoy a su merced, señora. La última vez que fui realmente de compras, fue por un asunto militar.
Ella se echó a reír.
—Eso es muy distinto.
—No tanto como piensa. Para los artículos verdaderamente caros, envían ingenieros de ventas desde cualquier punto de la galaxia a visitarte. Es igual que como compra la ropa mi tía Vorpatril; en su caso, ahora que lo pienso, también son artículos caros. Los modistos le envían sus lacayos. Me he aficionado a los lacayos, en mi vejez.
La vejez no eran más de treinta años, decidió ella.
Unos treinta recién estrenados, como los suyos, a los que aún no se habían adaptado.
—¿Y también compra así su madre, la Condesa?
¿Cómo había llevado su madre el hecho de sus mutaciones? Bastante bien, a juzgar por los resultados.
—Mi madre sólo compra lo que le dice tía Vorpatril. Siempre he tenido la impresión de que era más feliz con su vieja ropa de trabajo de Investigación Astronómica Betana.
La famosa Condesa Cordelia Vorkosigan era una expatriada galáctica, de la clase más galáctica posible: una betana de la Colonia Beta. La progresista, altamente tecnificada, chispeante Colonia Beta, o la corrupta, peligrosa, siniestra Colonia Beta, según se mirara. No era extraño que lord Vorkosigan pareciera marcado por un leve aire galáctico: literalmente era medio galáctico.
—¿Ha estado alguna vez en la Colonia Beta? ¿Es tan sofisticada como dicen?
—Sí. Y no.
Llegaron al andén del coche-burbuja, y ella lo condujo al cuarto coche en la fila, en parte porque estaba vacío y en parte para concederse unos cuantos segundos más para seleccionar su destino. Automáticamente, lord Vorkosigan pulsó el interruptor para cerrar y sellar la burbuja en cuanto ocuparon el asiento delantero. O estaba acostumbrado a su intimidad, o aún no había visto la campaña «Comparte el viaje» que se estaba llevando a cabo en la Cúpula Serifosa. En cualquier caso, ella se alegró de no tener que ir con ningún desconocido komarrés en este viaje.
Komarr había sido una encrucijada comercial galáctica durante siglos, y el bazar del Imperio de Barrayar durante décadas; incluso un lugar relativamente sin importancia como Serifosa ofrecía una abundancia de artículos comparables a los de Vorbarr Sultana. Ella hizo una mueca, y luego introdujo su chip de crédito y pulsó el Distrito de Muelles del Espaciopuerto como destino en el panel del coche-burbuja. Un momento después, entraron en el tubo y empezaron a acelerar. La aceleración era escasa, lo cual no era buena señal.
—Creo haber visto a su madre unas cuantas veces en el holovid —dijo ella después de un momento—. Sentada junto a su padre en los desfiles y esas cosas. Sobre todo hace unos años, cuando él era todavía Regente. ¿Le parece extraño… le produce una visión diferente de sus padres, verlos en vid?
—No —dijo él—. Me produce una visión diferente de los holovids.
El coche-burbuja se zambulló en la oscuridad de un túnel iluminado por franjas laterales intermitentes, y luego se alzó bruscamente hacia la luz, recorriendo el arco hacia el siguiente complejo hermético. A mitad del arco, la velocidad se redujo aún más: ante ellos, en el tubo, Ekaterin pudo ver a otros coches-burbuja que se detenían, como perlas en una cuerda.
—Oh, no, me lo temía. Parece que tenemos un atasco.
Vorkosigan dobló el cuello.
—¿Un accidente?
—No, el sistema se sobrecarga. Hay momentos del día, en ciertas rutas, en que puedes quedar retenido entre veinte y cuarenta minutos. Ahora mismo hay una polémica respecto a los fondos para el sistema de coches-burbuja. Un grupo quiere acortar los márgenes de seguridad entre los coches y aumentar la velocidad. Otro quiere construir más rutas. Otro quiere racionar el acceso.
Los ojos de él chispeaban divertidos.
—Ah, sí, comprendo. ¿Y cuántos años lleva sin resolverse esta polémica?
—Al menos cinco, según me han dicho.
—¿No es maravillosa la democracia local? —murmuró él—. Y pensar que los komarreses pensaron que les hacíamos un favor al dejar que el tradicional control de sector volviera a hacerse cargo de sus asuntos.
—Espero que no le molesten las alturas —dijo ella, insegura, mientras el coche-burbuja gemía al detenerse en lo alto del arco. A través de las leves distorsiones del dosel y el tubo, la mitad del caótico entramado de estructuras de la Cúpula Serifosa parecía extenderse hasta donde alcanzaba la vista. Dos coches por delante de ellos, una pareja aprovechó la oportunidad para besuquearse. Ekaterin trató de no prestarles atención.
—O los… espacios cerrados.
Él sonrió, algo torvo.
—Mientras el espacio cerrado no esté congelado, puedo apañármelas.
¿Era una referencia a su crío-muerte? Ella no se atrevió a preguntarlo. Trató de pensar en un modo de volver la conversación hacia el tema de su madre, y de cómo se enfrentó a sus mutaciones.
—¿Investigaciones Astronómicas? Creía que su madre había servido en las Fuerzas Expedicionarias Betanas, en la Guerra de Escobar.
—Antes de la guerra, pasó once años en Investigación.
—¿Administración, o…? No se dedicaría a saltar agujeros de gusano a ciegas, ¿no? Quiero decir que todos los espaciales son un poco raros, pero se dice que los que se dedican a ir por los agujeros de gusano son los más locos de todos.
—Bastante cierto —él miró hacia abajo, ya que con una leve sacudida el coche-burbuja había empezado a moverse de nuevo, descendiendo hacia la siguiente sección de la ciudad—. He conocido a alguno de ellos. Confieso que nunca he considerado la Investigación gubernamental en la misma liga que los empresarios. Los independientes hacen saltos a ciegas hacia una posible muerte en espera de una gran fortuna. Los de Investigación… hacen saltos a ciegas hacia una posible muerte a cambio de un salario, bonificaciones y una pensión. Hum —se acomodó en su asiento, súbitamente divertido—. La nombraron capitana de nave, antes de la guerra. Tal vez trabajó para Barrayar más de lo que yo pensaba. Me pregunto si se cansó de jugar contra el muro, también. Tendré que preguntárselo.
—¿Jugar contra el muro?
—Lo siento, una metáfora personal. Cuando has corrido riesgos unas cuantas veces, puedes acabar pensando un poco raro. La adrenalina es un hábito difícil de olvidar. Siempre he supuesto que, bueno, mi antiguo gusto por ese tipo de vida procedía del lado barrayarés de mi genética. Pero las experiencias cercanas a la muerte tienden a hacer que uno reconsidere sus prioridades. Correr ese riesgo, tanto tiempo… uno acababa o completamente seguro de quién era y lo que quería, o… no sé, anestesiado.
—¿Y su madre?
—Bueno, desde luego no está anestesiada.
Ella se volvió aún más osada.
—¿Y usted?
—Hum —él mostró una sonrisita elusiva—. ¿Sabe? La mayoría de la gente, cuando intenta sonsacarme, me pregunta por mi padre.
—Oh —ella se ruborizó—. Lo siento. He sido una maleducada.
—En absoluto —de hecho, no parecía molesto. Su postura era abierta e invitadora, echado hacia atrás y contemplándola—. En absoluto.
Animada, decidió volver a atreverse. ¿Cuándo volvería a tener esa oportunidad, después de todo?
—Tal vez… lo que le sucedió a usted fue para ella un tipo distinto de muro.
—Sí, tiene sentido que usted lo vea desde su punto de vista, supongo.
—Qué… ¿sucedió exactamente?
—¿A mí? —terminó él. No se puso tenso, como había pasado en la cena la otra noche, pero la observó pensativo, con una especie de atenta seriedad que casi resultaba más alarmante—. ¿Qué es lo que sabe?
—No mucho. Había oído que el hijo del Lord Regente nació lisiado, durante la Guerra de los Pretendientes. El Lord Regente es famoso por mantener su vida privada muy privada.
De hecho, había oído que su heredero era un muti, y que lo mantenían apartado de la vista.
—¿Eso es todo? —Parecía casi ofendido. ¿Por no ser más famoso? ¿O impopular?
—No tengo mucho contacto con ese grupo social —se apresuró ella a explicar—. Ni con ningún otro. Mi padre fue sólo un burócrata provincial menor. Muchos de los Vor rurales de Barrayar son mucho más rurales que Vor, me temo.
Él siguió sonriendo.
—Y tanto. Tendría que haber conocido usted a mi abuelo. O… tal vez no. Bien. Hum. No hay mucho que decir, a estas alturas. Un asesino que pretendía matar a mi padre consiguió rociarle a él y a mi madre con un obsoleto gas militar venenoso llamado soltoxina.
—¿Durante su regencia?
—Antes, en realidad. Mi madre estaba embarazada de cinco meses. De ahí viene esto —con un gesto de la mano y con aquella nerviosa sacudida de cabeza, se señaló a sí mismo, desafiante—. El daño fue teratogénico, no genético —le dirigió una extraña mirada de reojo—. Antes me parecía muy importante que la gente lo supiera.
—¿Antes? ¿Y ahora no?
Muy listo por su parte… Bien se las había arreglado para decírselo a ella enseguida. Casi se sintió decepcionada. ¿Era cierto que sólo su cuerpo, y no sus cromosomas, habían resultado dañados?
—Ahora… creo que quizá sea mejor que piensen que soy un muti. Si puedo hacer que realmente no importe, tal vez importe menos para el siguiente muti que venga después de mí. Una forma de servicio que no me cuesta ningún esfuerzo adicional.
Le costaba algo, evidentemente. Ella pensó en Nikolai, que pronto sería un adolescente, y en los momentos difíciles que esa edad suponía incluso para los chicos normales.
—¿Le resultó difícil? ¿De joven?
—Bueno, naturalmente estaba bastante protegido por el rango y la posición de mi padre.
Ella advirtió el «bastante». «Bastante» no era lo mismo que «completamente». A veces, «bastante» era lo mismo que «nada».
—Moví unas cuantas montañas para entrar en el Servicio Militar Imperial. Después de, ejem, unos cuantos fallos iniciales, finalmente encontré un sitio en Seguridad Imperial, entre los irregulares. El resto de los irregulares. SegImp estaba más interesada en los resultados que en el aspecto, y descubrí que podía ofrecerles resultados. Excepto… un leve fallo de cálculo… que todos los logros que conseguía desaparecían al ser archivados por SegImp como confidenciales. Así me encontré después de trece años de carrera: un capitán con una baja médica a quien no conocía nadie, casi tan anónimo como cuando empecé —dejó escapar un suspiro.
—¡Los Auditores imperiales no son anónimos!
—No, sólo discretos —sonrió—. Así que todavía hay esperanza.
¿Por qué quería él hacerla reír? Ella contuvo las ganas.
—¿Desea ser famoso?
Sus ojos se estrecharon en un momento de introspección.
—Antes habría dicho que sí. Ahora pienso… sólo quería ser alguien por derecho propio. No se equivoque, me gusta ser hijo de mi padre. Es un gran hombre. En todos los sentidos, y ha sido un privilegio conocerlo. Pero tengo, sin embargo, una fantasía secreta, en la que, sólo por una vez, en la historia de alguna parte, Aral Vorkosigan aparece sobre todo por ser el padre de Miles Naismith Vorkosigan.
Ella se rió, aunque de inmediato se cubrió la boca con la mano. Pero él no pareció ofenderse, pues sus ojos simplemente la miraron, chispeantes.
—Es bastante divertido —dijo con tristeza.
—No… no, no es eso —negó ella rápidamente—. Sólo es que parece un poco de soberbia, supongo.
—Oh, es soberbia en grado sumo.
Pero no parecía agobiado en lo más mínimo por la perspectiva, sólo calculador.
Él la miró, pensativo. Se aclaró la garganta y empezó a decir:
—Cuando estaba trabajando en su comuconsola ayer por la mañana…
La deceleración del coche-burbuja lo interrumpió. El hombrecito dobló el cuello y vio que se detenían en la estación.
—Maldición —murmuró.
—¿Algo va mal? —preguntó ella, preocupada.
—No, no —pulsó el control para alzar el dosel—. Bien, vayamos a ver ese distrito de Muelles y Atracaderos…
Lord Vorkosigan parecía disfrutar del paseo por el caos organizado del distrito del Espaciopuerto, aunque la ruta que escogió era poco habitual: zigzagueó en dirección a lo que Ekaterin consideraba la zona inferior del área, donde personas y máquinas cargaban y descargaban, y donde los espaciales menos afortunados tenían sus hoteles y bares. Había un montón de gente de extraño aspecto, de todos los colores y tamaños, vestidos con extraños ropajes; ella captó de pasada fragmentos de conversaciones en idiomas completamente desconocidos. Las miradas que dirigieron a los dos barrayareses fueron notadas pero Vorkosigan no les prestó ninguna atención. Ekaterin decidió que él no se ofendía no porque los galácticos lo miraran con más o menos desprecio, sino porque miraban a todo el mundo de la misma forma.