—Por favor, hágalo, milord.
—Profesor, ¿quiere acompañarme?
Todos terminaron dirigiéndose al estudio de Vorsoisson. Miles pensó en privado que podría apañárselas sin Tien, pero Tuomonen no hizo ningún movimiento para excluirlo.
El informe no era aún un análisis en profundidad, sino más bien un puñado de datos agrupados lógicamente, con apresuradas notas preliminares y resúmenes proporcionados por Tuomonen. Sin duda llegaría un análisis completo por parte del Cuartel General de SegImp en Komarr. Todos retiraron las sillas y se sentaron alrededor del vid. Después de la presentación inicial, Miles dejó que el profesor siguiera el hilo de la carrera de Radovas.
—Perdió dos años de carrera durante la Revuelta —advirtió Vorthys—. La Universidad de Solsticio fue clausurada por completo durante una época.
—Pero parece que ganó puntos con esos dos años de posgraduado en Escobar —dijo Miles.
—Allí pudo pasarle cualquier cosa —opinó Tien.
—Pero no pasó mucho, según esto —dijo Vorthys, con cierta sequedad—. Trabajo comercial en los astilleros orbitales… ni siquiera presentó un buen trabajo de investigación. La Universidad de Solsticio no renovó su contrato. No era un hombre con dotes para la enseñanza, parece.
—Se le negó un puesto en el Instituto de Ciencias Imperiales por su relación con la Revuelta —señaló Tuomonen—. A pesar de la amnistía.
—Lo único que prometía la amnistía era que no los llevarían a fusilar —dijo Miles, algo impaciente.
—Pero no fue rechazado por incompetencia técnica —murmuró Vorthys—. Y obtiene un trabajo muy por debajo de sus cualificaciones, en los muelles orbitales komarreses.
Miles lo comprobó.
—Entonces tenía tres hijos pequeños. Tuvo que hacerlo por el dinero.
—Siguen varios años sin incidentes —continuó el profesor—. Cambia de empresa sólo una vez, por un respetable aumento de sueldo y posición. Entonces es contratado por… Soudha era nuevo entonces, pero fue contratado por él para el Proyecto de Terraformación, y se traslada al planeta de manera permanente.
—Esta vez no hay aumento de sueldo. Profesor… —comentó Miles. Tocó con el dedo el aire en el vid, señalando este giro en la carrera del difunto doctor Radovas—. ¿No le parece extraño este paso para un hombre con formación y experiencia en tecnologías de salto? Era un experto en matemáticas pentaespaciales.
Tuomonen sonrió levemente, por lo cual Miles dedujo que había puesto el dedo literalmente en el mismo punto que había llamado la curiosidad del capitán.
Vorthys se encogió de hombros.
—Puede que hubiera otras razones de peso. Podría estar aburrido de su antiguo trabajo. Podría haberse interesado por cosas nuevas. La señora Radovas tal vez se negara a vivir un día más en una estación espacial. Creo que tendrás que preguntárselo.
—Pero no es corriente —dijo Tuomonen.
—Tal vez sí —dijo Vorthys—. Tal vez no.
—Bien —suspiró Miles después de un largo silencio—. Vamos a por la peor parte.
El apartamento de los Radovas estaba al otro lado de la ciudad, pero a esta hora de la noche no había retrasos en el sistema de coches-burbuja. Siguiendo a Tuomonen, Miles, Vorthys y Tien (a quien Miles no recordaba haber invitado, pero que de algún modo se sumó a la expedición), entraron en el vestíbulo, donde encontraron a una joven vestida con el uniforme de Seguridad de la Cúpula Serifosa que les esperaba, algo impaciente.
—Ah, la poli de la Cúpula es una mujer —le murmuró Miles a Tuomonen. Miró al grupo que componían. Bien. Así no pareceremos un ejército invasor.
—Eso esperaba, milord.
Tras unas breves presentaciones, un ascensor les llevó a un pasillo casi idéntico al de cualquier otra residencia de la Cúpula que Miles hubiera visto hasta el momento. La policía, llamada Rigby, llamó al timbre.
Tras una pausa lo bastante larga para que Miles se preguntara si habría alguien en la casa, la puerta se abrió. La mujer que apareció era delgada y bien vestida, y Miles supuso que tendría unos cuarenta y tantos años, lo que probablemente significaba que tenía casi sesenta. Llevaba los habituales pantalones y blusa komarreses, y un grueso jersey. Parecía pálida y helada, pero desde luego no había nada en su aspecto que repeliera a ningún marido.
Sus ojos se ensancharon cuando vio tantos uniformes que radiaban el mensaje «malas noticias».
—Oh —suspiró cansada. Miles, que esperaba un arrebato de histeria, se relajó un poco. Parecía que la mujer iba a ser de las que se quedaban calladas. Su respuesta emergería poco a poco, oblicuamente y más tarde.
—¿Señora Radovas? —preguntó la policía. La mujer asintió—. Soy la patrullera Rigby. Lamento informarle que su marido, el doctor Barto Radovas, ha sido encontrado muerto. ¿Podemos pasar?
La señora Radovas se llevó una mano a los labios; no dijo nada por un instante.
—Bien —apartó la mirada—. No estoy tan contenta como pensaba que estaría. ¿Qué le ocurrió? Esa joven… ¿está bien?
—¿Podemos pasar a sentarnos? —insistió Rigby—. Me temo que vamos a tener que molestarla con algunas preguntas. Nosotros trataremos de responder a las suyas.
La señora Radovas observó cautelosa a Tuomonen, vestido con su uniforme verde de SegImp.
—Sí. Claro.
Los dejó pasar, haciéndose a un lado, e indicó que entraran todos.
El salón contenía otro típico círculo de conversación; Miles se sentó en un lado, dejando que Tuomonen y la patrullera, que los presentó a todos, lo hicieran frente a la señora Radovas. Tien ocupó el sofá, la viva imagen de la incomodidad. El profesor Vorthys sacudió levemente la cabeza y permaneció de pie, contemplando la habitación.
—¿Qué le pasó a Barto? ¿Hubo un accidente? —la voz de la señora Radovas era ronca, apenas controlada, mientras empezaba a asimilar la noticia.
—No estamos seguros —dijo Rigby—. Encontraron su cuerpo en el espacio, al parecer asociado con el desastre del espejo solar de hace tres semanas. ¿Sabía que había ido arriba? ¿Dijo algo antes de marcharse que pueda arrojar alguna luz sobre este asunto?
—Yo… —ella apartó la mirada—. No me habló antes de marcharse. Creo que no fue muy valiente. Me dejó una nota en la comuconsola. Hasta que la encontré, creí que era un viaje de trabajo corriente.
—¿Puedo verla? —Tuomonen habló por primera vez.
—La borré. Lo siento —ella lo miró, frunciendo el ceño.
—El plan de su… marcha, ¿cree usted que fue de su marido, o de Marie Trogir? —preguntó Rigby.
—Veo que lo sabe todo respecto a ellos. No tengo ni idea. Me sorprendió. No lo sé —su voz se hizo más brusca—. No me consultaron.
—¿Hacía a menudo viajes de trabajo? —preguntó Rigby.
—Bastante a menudo. A veces iba a las conferencias de terraformación en Solsticio. Normalmente yo lo acompañaba —su voz vaciló, luego recuperó el control.
—¿Qué se llevó consigo? ¿Algo desacostumbrado? —preguntó Rigby pacientemente.
—Lo que normalmente se llevaba en sus viajes —la mujer dudó—. Se llevó todos sus archivos personales. Así fue como supe que no iba a volver.
—¿Habló con alguien de su trabajo sobre esta ausencia?
Tien negó con la cabeza, pero la señora Radovas le contradijo.
—Hablé con el administrador Soudha —replicó—. Después de encontrar la nota. Tratando de descubrir… qué había salido mal.
—¿Le ayudó el administrador Soudha? —preguntó Tuomonen.
—No mucho —ella volvió a fruncir el ceño—. Parecía que no consideraba asunto suyo lo que pudiera pasar después de que Barto dimitiera.
—Lo siento —dijo Vorsoisson—. Soudha no me dijo nada. Lo amonestaré. No lo sabía.
Y no preguntaste
. Pero por mucho que le gustara a Miles, incluso a él le costaba trabajo echarle la culpa a Tien por mantenerse al margen de lo que parecía una embarazosa situación doméstica. La forma en que la señora Radovas miró a Vorsoisson fue casi violenta.
—Tengo entendido que usted y su marido se trasladaron aquí abajo hace cuatro años —dijo Tuomonen—. Parece un cambio de carrera inusitado, del pentaespacio a lo que es una forma de ingeniería civil. ¿Le interesaba a él la terraformación desde hacía mucho?
Ella pareció momentáneamente despistada.
—A Barto le preocupaba el futuro de Komarr. Yo… estábamos cansados de la vida en la estación. Queríamos algo más seguro para los niños. El doctor Soudha buscaba gente para su equipo, gente con experiencia en diversos campos. Consideró valiosa la experiencia de Barto en la estación. Supongo que la ingeniería es la ingeniería.
El profesor Vorthys había estado deambulando por la habitación prestando atención a la charla y examinando los recuerdos de viaje y las fotos de los hijos de varias edades que componían la principal decoración. Se detuvo ante la biblioteca, repleta de discos, y empezó a examinar los títulos al azar. La señora Radovas le dirigió una leve mirada de curiosidad.
—Debido a la inusitada situación en la que fue hallado el cadáver del doctor Radovas, la ley requiere un examen médico completo —continuó Rigby—. Dadas sus circunstancias personales, cuando concluya, ¿desea que le entreguemos el cadáver o las cenizas, o lo hacemos a algún otro pariente?
—Oh. Sí. A mí, por favor. Debería haber una ceremonia. Por los niños. Por el bien de todos —parecía a punto de perder el control, y las lágrimas asomaban a sus ojos—. ¿Pueden…? No sé. ¿Se encargarán de eso?
—El consejero de Asuntos Familiares de nuestro departamento le aconsejará y asistirá. Le daré su número antes de marcharnos.
—Gracias.
Tuomonen se aclaró la garganta.
—Debido a las misteriosas circunstancias de la muerte del doctor Radovas, SegImp de Komarr ha de intervenir también en este asunto. Me pregunto si nos daría su permiso para examinar su comuconsola y archivos personales, para ver si sugieren algo.
La señora Radovas se llevó una mano a los labios.
—Barto se llevó todos sus archivos personales. No quedan más que los míos.
—A veces un examen técnico puede descubrir más.
Ella sacudió la cabeza.
—Bueno… supongo que sí —dijo y añadió con más fuerza—: Aunque no creía que SegImp tuviera que molestarse con permisos.
Tuomonen no lo negó, pero dijo:
—Me gusta mantener la cortesía, señora, pese a nuestras crudas necesidades.
—Examinen también la biblioteca —añadió con tono distante el profesor Vorthys desde el otro lado de la habitación, con las manos llenas de discos.
Con un destello de furia asombrada, la señora Radovas se volvió hacia él.
—¿Por qué quieren llevarse la biblioteca de mi pobre marido?
Vorthys la miró y le dirigió una sonrisa amable y desarmante.
—La biblioteca de un hombre da tanta información sobre el estado de su mente como su armario lo da sobre el estado de su cuerpo. Las conexiones entre temas aparentemente desconexos pueden existir solamente en sus pensamientos. Hay una triste desconexión que inunda una biblioteca cuando su propietario no está. Creo que me habría gustado conocer a su marido en vida. De esta manera fantasmal, tal vez pueda hacerlo, un poco.
—No veo por qué…
—Podemos disponer que se la devuelvan dentro de un par de días —tranquilizó Tuomonen—. ¿Hay algo que necesite ahora mismo?
—No, pero… oh… no sé. Llévensela. Llévense lo que quieran, ya no me importa nada —sus ojos empezaron a lagrimear al fin. La patrullera Rigby le tendió un pañuelo que sacó de uno de los muchos bolsillos de su uniforme y miró a los barrayareses con el ceño fruncido.
Tien se agitó, incómodo; Tuomonen permaneció profesional. Aprovechando el momento, el capitán de SegImp se levantó y se dirigió con su maleta hacia la comuconsola del rincón, la abrió y conectó una caja negra estándar a un lado de la máquina. A un gesto de Vorthys, Rigby y Miles lo ayudaron a retirar la biblioteca de la pared, y la sellaron para transportarla. Tuomonen, después de vaciar la comuconsola, pasó un escáner por la biblioteca, que en estimación de Miles contenía casi mil discos, y entregó una vid-factura a la señora Radovas. Ella se metió el fino plástico en el bolsillo de sus pantalones grises sin mirarlo, y permaneció cruzada de brazos hasta que los invasores se dispusieron a partir.
—Administrador Vorsoisson —estalló en el último momento—. No habrá… obtendré… ¿habrá la pensión normal por la muerte de Barto?
¿Estaba necesitada de dinero? Según los informes de Tuomonen, sus dos hijos menores estaban todavía en la universidad, y dependían de sus padres; claro que lo estaba. Pero Vorsoisson sacudió la cabeza tristemente.
—Me temo que no, señora Radovas. El examen médico parece dejar bien claro que la muerte tuvo lugar después de su dimisión.
Si hubiera sido al revés, sería un problema mucho más interesante para SegImp
.
—¿Entonces no cobrará nada? —preguntó Miles—. ¿Aunque no fuera culpa suya, se ve privada de la pensión normal de una viuda por culpa de la… —borró unos cuantos adjetivos peyorativos—.., inquietud de su marido?
Vorsoisson se encogió de hombros y se dio la vuelta para salir.
—Espere —dijo Miles. No había sido de ninguna utilidad hasta el momento—. Gregor no aprueba que las viudas queden desamparadas. Confíe en mí. Vorsoisson, encárguese de que se le pague la pensión.
—No puedo… ¿cómo…? ¿Quiere que altere la fecha de su dimisión?
¿Y crear así la curiosa paradoja legal de un hombre que dimite el día después de su muerte? ¿Por qué medio, mesa ouija?
—No, por supuesto que no. Que sea simplemente por orden imperial.
—¡No hay sitio en los impresos para una orden imperial! —dijo Vorsoisson, sorprendido.
Miles digirió esto. Tuomonen, levemente acalorado, siguió mirando fascinado. Incluso las cejas de la señora Radovas se alzaron divertidas. Miró directamente a Miles como si lo viera por primera vez.
—Un defecto de diseño que tendrá que corregir, administrador Vorsoisson —dijo Miles suavemente.
La boca de Tien se abrió para protestar, pero luego, inteligentemente, la cerró. El profesor Vorthys parecía aliviado. La señora Radovas se llevó la mano a la mejilla para expresar algo parecido al asombro.
—Gracias… lord Vorkosigan —dijo.
Después de los habituales si-recuerda-algo-más-llame-a-este-número y la despedida, el puñado de investigadores se encaminó hacia el pasillo. Vorthys le tendió a Tien la maleta con la biblioteca para que la cargara. De vuelta al vestíbulo del edificio, la patrullera se dispuso a marcharse.