Veinte años, más o menos, lleva Mamá sin salir de casa. Dice que el mundo está lleno de peligros y tentaciones, y que no quiere estropear a última hora su currículum vitae.
«Yo me quiero presentar ante Dios en el Juicio Final con la cabeza muy alta», repite constantemente. Para ello, ha cumplido escrupulosamente con los Diez Mandamientos, que se los sabe de memoria a la antigua usanza. Con esa gracia que tiene cuando le sale su otro yo, asegura que le va a decir a san Pedro cuando lo vea: «¡Cobardón, que eres un cobardón!» Me figuro que será por las tres veces que negó a Jesús. He intentado disuadirla, pero me temo que no me va a hacer caso. Se le ha metido en la cabeza llamarle «cobardón» a san Pedro, y no sería Mamá si no lo hiciera.
—Cuidadito, Mamá, que san Pedro es san Pedro y puede hacerte una faena.
Pero Mamá no se arruga:
—Con mi curriculum, san Pedro no tiene nada que hacer. A lo sumo, decirme: «No me sea usted guasona, señora marquesa.»
Mamá cree que cuando llegue al Cielo la va a recibir Papá montado en un caballo blanco, y que juntos galoparán por las nubes, y que cuando el caballo esté harto de galopar por entre las nubes con Papá a las riendas y Mamá a la grupa, van a elegir un cirro de algodón para pasar ahí la eternidad. «Y cuando tú te mueras, los tres unidos, para siempre.» La verdad es que a mí la muerte me da bastante susto, y la eternidad, muchísima pereza. Me encantaría vivirla con Papá y Mamá en La Jaralera, pero no en una nube. El Cielo me agobia una barbaridad, porque no le encuentro compensación demostrable. ¿Cómo vamos a ser todos iguales? Mamá intuye que Dios es muy respetuoso con las costumbres de los hombres, y que en el Cielo seguiremos siendo los Sotoancho de siempre, pero he leído en algún panfleto que ha caído en mis manos que las almas no conservan el título nobiliario, ni el dinero, ni la clase, ni el aspecto físico. Que las almas son muy parecidas y que el empaque de los genes desaparece en el momento del tránsito. Estoy hecho un lío y cuanto más lo pienso, más lío me hago. Espero que, al menos, si es cierto que todos vamos a ser iguales en el Cielo, haya unos cursillos de adaptación, para que nos vayamos resignando poco a poco a esa situación tan injusta. Cuando yo nací, no exigí ser marqués. Me parece muy duro que al morir me conminen a dejar de serlo. Me horroriza figurarme que María Antonieta y Robespierre están en el Cielo hablando tan tranquilos y como si no hubiera pasado nada entre ellos. Lo lógico sería que Robespierre estuviera en el Infierno. Mamá me lo ha garantizado, pero sigo sin estar seguro.
Y cuando pasen dos añitos de nubes, ¿qué haremos? ¿Habrá en el Cielo copitas? Y si sentimos un tabanillo de hambre, ¿quién servirá las tapas? ¿Quién cortará el jamoncito de media mañana? ¿Y esos boquerones frescos y esas acedías de la bahía frititas en su punto? ¿Y la emoción repentina de la hembra joven que mira porque te mira y te pide el paso del riesgo? ¿Y la decencia en el quehacer del mando y la administración de los bienes terrenales? ¿Y el frenesí perfumado de la noche perdida entre faralaes voladores, palmas de angustia, voces de mimbre y palabras de poetas? Y ese acariciar al perro en la sumisión de su amor, y ver que el perro está contigo… Y esa lujuria de los árboles que renacen, y las buganvillas que florecen, y las hojas que se resignan, y los mares que se mueven…
Empiezo a pensar que ser bueno puede resultar demasiado aburrido. Pero Mamá impone, y me temo que vamos a terminar juntos en esa nube que nada me sugiere.
Cuando cumplí diez años, Mamá y Papá decidieron que tenía que aprender idiomas. Sin consultarme, contrataron a una alemana para que fuera mi sombra y mi educadora. Era huérfana, como Heidi, pero no debía de tener abuelo en las montañas, detalle muy de agradecer. Lo que sí tenía
fräulein
María —así se llamaba-, era un cuerpo escultural, bellísimo, alto y decidido como un álamo joven.
Fräulein
María llegó una tarde de un día del mes de febrero a La Jaralera. Aquel año, la primavera nació en febrero. Mamá había calculado todo, menos su belleza. Era católica, soltera y sin compromiso, y en el colegio de las carmelitas de Aughentaller se la consideraba como la alumna más dispuesta y piadosa de toda su historia. En la frialdad del papel no se podía encontrar a una institutriz con mejores referencias. Pero el papel no delataba su prodigio, ni su atractivo, ni su encanto. Aquel año, insisto, la primavera nació en febrero, y en febrero estuvo a punto de morir, porque al ver Mamá a
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María, a un dedo estuvo de devolverla a Alemania. Menos mal que Papá intervino.
—No tiene ninguna culpa de ser tan guapa. Si es así, es porque Dios lo ha querido.
Ante ese argumento, rebosante de suprema fe, Mamá claudicó. Y se quedó
fräulein
María.
Lo era todo. Un amanecer resuelto, una jaca rompiente, un vendaval de aire tibio, una Jacaranda insultante, un sueño compartido. Para mí, fue la felicidad rotunda. Pepillo, el cartero, venía todos los días aunque no trajera correo. Román, el mayoral sin toros, rondaba cada tarde por la recoleta de las magnolias para saludarla como si fuera una princesa, y cuando ella le correspondía al saludo, a Román le desaparecían las arrugas del sol de campo, que es el sol más infame de todos los soles. Y sonreía como un niño grande, que nada quería más que una mirada
de fräulein
María.
Era tanto, que se me voló el tiempo, que nada merecía la pena si ella no estaba, que todo era prodigio. Con ella conocí La Jaralera, desde la Huerta de las Abubillas al Cerrillo del Ombú, llamado así por un gran árbol que plantó mi bisabuelo, traído de la Pampa argentina. Y con
fräulein
María aprendí el sentido de la atardecida de los patos, del despertar de los venados y de la serenidad cambiante y medida del rincón más amado por mí de toda La Jaralera, la albariza de los juncos, el regalo marismeño que hasta nuestra casa alcanza, no sé por qué milagro o capricho de la naturaleza.
Era tanto, que se perdió todo cuando Mamá la despidió. La culpa la tuvo Papá, pero eso no es culpa. A
fräulein
María la habían instalado en el cuarto del corredor de las buganvillas. Papá, todas las noches, se excusaba de Mamá con justificaciones de ausencia extraña. Papá calculaba el tiempo y sabía que María se acostaba a las once en punto. Por algo era alemana. Y a las once menos cinco, Papá bajaba al jardín, se camuflaba tras los granados y contemplaba, desde su escondite, el limpio desnudo de la maravilla. Por mayo era cuando Mamá le sorprendió.
Ni culpa de María, ni culpa de Papá. La ventana del cuarto de
fräulein
María no tenía visillos y ése fue el argumento de defensa de mi padre. Pero ganó la fiscal y el bellísimo reo fue condenado al destierro definitivo. Nunca he llorado tanto. Nunca he sentido tanto la fuerza de la injusticia. Nunca me he visto tan débil ante mi propia debilidad.
Se fue María. Del alemán, ni una palabra. De su recuerdo, todo. Mamá recuperó su seguridad, y yo conocí la extensión de la pena. Y una noche, no importa qué noche, sorprendí a Papá escondido tras los granados, intentando devolver a su mirada el perfil desnudo de María. El cuarto estaba solo, vacío, sin luz y sin figura. Papá estuvo más de una hora inventando su presencia. Mamá se había acostado. En una ráfaga de vista Papá me descubrió. Y me levantó una mano de saludo triste, unas buenas noches de comprensión mutua. Aquella noche, por primera vez en mi vida, mi padre fue mi padre y mi madre, una circunstancia.
O mucho me equivoco, o aquella noche a Papá le empezó la muerte.
E1 sol brillaba con ganas aquella mañana. Me vestí con ilusión de campo. La vieja chaqueta de
tweed
verde y los
knickers
de espiguilla que me hice en Londres para cazar en El Esparragal, la finquita que por aquí cerca tienen los Oriol. En el comedor no estaba Mamá, tan puntual y precisa en su hábitos. «La señora marquesa viuda se encuentra algo débil y ha ordenado que se le lleve el desayuno a la cama», me informó Tomás, uno de los mayordomos de toda la vida.
Sin apenas regodearme en el café con leche y el cruasán con mantequilla, me dirigí al cuarto de Mamá para interesarme por ella. Estaba acostada, tumbada de lado, apoyada en el costado izquierdo. Besé su frente con devoto cariño y me interesé por su malestar. Como una flor de granado se tiñó su rostro cuando le pregunté la razón de su permanencia en cama.
—Me ha salido un forúnculo en el trasero que me duele una barbaridad.
Al verme ahí de pie, lejano a cualquier decisión, se mostró más explícita:
—Un forúnculo, hijo mío, es un grano supurado que se forma en el pompis, y que al menor roce, presión o contacto, hace ver las estrellas.
—Si quieres, llamamos al médico —le dije para tranquilizarla.
—Quiero y no quiero —me respondió.
Una respuesta así deja muy estrecho margen de maniobra al responsable máximo de la salud de una madre, y cuando le hice ver mi difícil situación, Mamá me invitó a tomar asiento junto a su cama.
—Quiero que venga el médico porque estoy muy molesta. Quiero que venga el médico porque me recetaría una pomada para aliviarme el dolor y adelantar el ciclo de crecimiento del forúnculo. Quiero que venga el médico porque, en el último caso, me lo sajaría para sacarme toda la porquería infectada que tiene dentro. Y no quiero que venga el médico porque, lógicamente, para curarme un forúnculo en el pompis tiene que verme el pompis, y a mí el pompis no me lo ve nadie si no es en presencia de tu padre, que Dios lo tenga en su Gloria. Y como tu padre no puede venir para estar presente mientras el médico me ve el pompis, no quiero que venga el médico. ¿Has entendido por qué quiero y no quiero?
Aquella postura firme y decente ante el dolor me estremeció. De niño había leído la novela
Miguel Strogoff
, el correo del Zar, y sentí algo parecido cuando un malvado tártaro le quemaba los ojos con un sable ardiente y Miguel aguantaba la canallada sin decir ni pío. Después se sabe que Miguel se acordó de su madre en aquel momento, y que las lágrimas le salvaron la vista. Comprendí que Mamá, en la situación que narro, era como Miguel Strogoff, y respeté su actitud. Tan heroica, tan bizarra, tan limpia.
No pude comer. Me pasé todo el día pendiente de los dolores de Mamá. Todo el día, y el siguiente, y uno más, y otro… Cinco días de angustia y vela, de preocupación constante, de lucha contra la infección de un grano y el dolor de una madre única en su género. Al fin, en la madrugada del quinto día, Tomás me despertó con la mejor noticia:
—Me informa Julia, la doncella, que el forúnculo de la señora marquesa viuda ha estallado inesperadamente y que el alivio de la señora es grande.
Salté de la cama, me puse la bata en un segundo, llegué corriendo hasta el cuarto de Mamá, pedí permiso de acceso, me fue concedido, y cuando estuve frente a ella, no pude remediarlo y la abracé como sólo un hijo y una madre pueden hacerlo. Julia, la doncella, emocionada por la escena, sonreía. Matilde, el ama de llaves, retiraba en un recipiente las gasas receptoras de la infección. Y Mamá, radiante, ya apoyada normalmente, me miraba complacida por su resistencia y su triunfo. Papá, desde el Cielo, aplaudió por lo del pompis.
En casa tenemos varios automóviles, pero «el coche», por antonomasia, es el Bentley. Lo compró Papá en 1949, y ahí sigue. Cuando se jubiló Manolo, ascendió a primer chófer su sobrino Julio, que es el encargado de mantener el Bentley en perfecto estado. Todos los días lo pone en marcha, y al menor ruido sospechoso en el motor, se ajusta el mono de mecánico, prepara sus herramientas y deja el coche como nuevo. Nos lo quiso comprar don Juan March, pero nos entró la risa.
El coche se utiliza sólo en las grandes ocasiones. El día de la Junta General del Aero, la tarde del Domingo de Resurrección, para asistir al palco de la Real Maestranza, y cuando nos invita el capitán general. Mamá no lo usa jamás porque le recuerda a Papá y le entra la melancolía callada.
Hace años fui en el Bentley a Pilatos. Se ponía de largo mi sobrina Pelaya Guadalén y Mamá se empeñó en enviarme a mí en representación de la jefatura familiar. Estuve muy poco tiempo porque no me colocaron en el sitio que me correspondía. Los Medinaceli son muy suyos en cuestiones de protocolo. A mí, personalmente, no me importa sentarme en una mesa de segundo rango, pero me debo a la Historia y a mi familia. Menuda es Mamá para estas cosas. Se entera de que me han colocado mal y que he aceptado el desaire, y deja de hablarme durante varias semanas. Así que le dije a Pelaya que me iba, me repanchigué en el asiento trasero del coche, le ordené a Julio que arrancara y me presenté en La Jaralera cuando Mamá no se había acostado todavía.
—¿Por qué has regresado tan pronto, hijo? —me preguntó intrigada.
—Porque en lugar de sentarme en la mesa de la infanta Dolores, los Medinaceli me han colocado en la del gobernador civil.
Una pantera de Java contenida. Eso es lo que era Mamá.
Tres meses después, la venganza. Invitó a los Medinaceli y a los Alba a cenar en La Jaralera. El todo Sevilla de verdad. Mamá les mandó a los Medinaceli el coche a Pilatos para recogerlos. En el jardín de las buganvillas se instalaron las mesas. Quince en total, cada una con ocho cubiertos. Los Braganza se disculparon a última hora y los Alba tampoco vinieron por culpa de un viaje inesperado. Pero menos ellos, el todo Sevilla de verdad estaba en casa. A la derecha de Mamá, en la mesa principal, se sentó el arzobispo. A su izquierda, el capitán general. A mi derecha, la mujer del capitán general, y a mi izquierda, una princesa medio alemana que estaba en casa de Ibarra. A los Medinaceli les sentamos en la mesa del director del banco, que se había portado muy bien al concedernos con un interés muy bajo un crédito para renovar la flota de tractores. Mamá no olvida, y devuelve los pellizcos. Terminada la cena, el coche llevó a los Medinaceli a Pilatos.
Redacto estos recuerdos mientras gotea la lluvia en las ventanas de mi despacho. Bienvenida sea el agua. Trasanteayer, el Guadalmecín bajaba triste y cauteloso, como intentando convencer a la corriente de que no siguiera su curso.
Mañana bajará más rompiente y claro, con decisión de río abundante. El guarda mayor me acaba de dar el parte diario. En La Manchona, concretamente en La Praerilla, ha aparecido el cadáver de un buitre negro. Si se enteran los ecologistas, la hemos liado. Lo han enterrado en la rastrojera, y han cubierto después el hoyo con junquillos y matojos. La mujer de Félix, el guarda de La Dehesilla, ha tenido que ser ingresada de urgencia en el hospital. Se le ha adelantado el niño y debe estar ahora en plenos menesteres del parto. Se lo he comunicado a Mamá y le hemos enviado al hospital un ramo de rosas y una cruz de plata, como hacemos siempre cuando nacen niños de La Jaralera. Todavía no es tarde y voy a darme una vuelta. Me encanta sentir la lluvia, y el olor a campo húmedo. Quizás, a la vuelta, pase por el garaje, donde Julián estará a buen seguro deseándole las buenas noches y un feliz descanso al Bentley de Papá.