La verdad es que no me tiene demasiada simpatía. Me consta que en su tertulia del Aero me critica sin contemplaciones. Una tarde dijo de mí que soy un «pichafloja», y cuando habla de Mamá se refiere a la «culona». Lo mío se lo perdono, pero lo de Mamá me hiere tanto, que no sé, no sé, si algún día voy a tener que pedirle explicaciones. No aseguro que vaya a hacerlo, porque hay tres mil hectáreas de por medio, pero ganas no me faltan.
Se me ha hecho tardísimo. Necesito descansar para estar mañana en buena forma. A las cinco en punto en El Acebuchal. Antes de acostarme, voy a pasar por el cuarto de Mamá para ver si está despierta. No lo creo, pues pasa ya de medianoche, y a esta hora, normalmente, «la culona» está soñando con los querubines.
Todo el norte de La Jaralera es sierra cerrada. Deriva en una dehesa de encinas viejas, como nuestras raíces. A los cuarteles serranos de casa los llamamos en conjunto La Manchona, aunque ésta se divida a su vez en La Solana del Cardenal —en recuerdo del cardenal Segura-, La Umbría del General —en memoria del general Queipo de Llano-, La Lentisquera, La Peña del Trabuco y La Praerilla. En total, más de tres mil hectáreas que sólo sirven para cazar.
Muchos venados y cochinos. También alguna pareja de linces, que ahora son intocables, como los lobos.
Nunca he visto un lobo, pero Rafael, el guarda mayor, me asegura que abundan. Que los haya, no lo dudo, pero creo que Rafael exagera. De todas formas, como es mejor prevenir que curar, siempre que me doy una vuelta por La Manchona llevo el arma preparada. Cuando era niño, tuve un ama gallega, Eduarda, que me contaba historias de lobos ocurridas en su tierra, y todavía, cuando las recuerdo, me tiemblan los huesos y me invade un cosquilleo por todo el cuerpo que nada tiene de agradable.
Este año he decidido, de acuerdo con Mamá, organizar una montería. Mamá pretendía que invitáramos a personas importantes e influyentes, pero estando como están las cosas en Andalucía, he creído más oportuno vender los puestos.
Treinta y siete puestos a doscientas cincuenta mil pesetas es un dinero que cae del cielo, aunque seis de ellos no puedan cobrarse. Cinco por cada rehala y el mío, que no me lo voy a pagar para cobrármelo después. Las cuentas me salen en siete millones setecientas cincuenta mil pesetas. Eso sí, sin limitaciones de número de reses ni trofeos.
En dos semanas, todos se han vendido. Leo la relación de los cazadores y no conozco a ninguno. Con la caza ha pasado lo mismo que con el golf, que lo juega todo el mundo.
Antes, para cazar, había que tener algo más que dinero. A la montería de invitación que organizó mi abuelo en 1908, vino lo que tenía que venir. Alba, Medinaceli, Tablantes, Cimera, Domecq, Osborne, Marismas, Monserrat, Laula, Aldama, Montellano, Almazán, Valdueza, el general Primo de Rivera cuando todavía era coronel, y la infanta Eulalia. El resultado fue magnífico. Se abatieron treinta y dos venados, siete cochinos y tres linces, y al vizconde de Monserrat le hicieron «novio». La infanta Eulalia le peló al cero, el marqués de Laula le pintó el rostro con sangre de venado a la usanza de los comanches, y don Miguel Primo de Rivera le hizo desfilar durante dos horas con el arma al hombro por toda La Praerilla. Se lo pasaron fenomenal. Porque eran amigos, porque se conocían de toda la vida, por las bromas, que fueron de buen gusto… pero lo de ahora me da miedo. Me dicen que viene un individuo que si no tiene suerte y le toca un puesto malo, insulta al propietario del campo y le exige la devolución del dinero.
Tengo avisada a la Guardia Civil por si acaso. Y que otro elemento que también se ha apuntado dispara a todo lo que se mueve, sea una res, sea un perro, sea un jilguero, o sea un propietario de finca. Los tres primeros supuestos son aceptables, pero el cuarto me preocupa hondamente.
Llevo diez días aprendiendo tacos y palabrotas. Mamá me reprende, pero la he convencido de que es lo mejor. El montero de hoy tiene que decir muchos tacos, porque si habla normalmente, los demás se creen que es maricón. Mi agente me ha recomendado que les reciba en casa al grito de «Bienvenidos, cabronazos, leches», pero no me sale.
En fin, que el 12 de diciembre monteamos La Manchona y entrarán en casa unos millones de pesetas, pero todavía ignoramos si nos va a compensar.
Me gusta tomar las decisiones con calma y participarlas desde la solemne sorpresa. La Historia y la dinastía ante todo. Tío Juan José me ha confirmado que soy el único heredero de El Acebuchal, pero me apremia con la descendencia. «Tienes que casarte pronto y tener un hijo.»
Me he encerrado a cal y canto en el cuarto de los libros y al fin, me he decidido. De las seis posibles candidatas he eliminado a cinco. A Cecilia Alberca-Seca, a Begoña Hernaniturri, a Minina Casa-Aznur y a las hermanas venezolanas Pérez Slazenger. La elegida es Olimpia de Bolka-Romanov, sobrina bisnieta en segundo grado del último zar de todas las Rusias, Nicolás II —el tío Nicolás-, víctima del odio bolchevique. Carece de fortuna personal —se la robó Lenin-, pero aporta a la familia el aire majestuoso de una princesa eslava.
He citado a Mamá en la recoleta de los magnolios. Desde allí se aprecia con toda nitidez la chimenea que corresponde al salón. Tomás, el mayordomo, tiene dispuestos los efectos necesarios para proceder a la ignición. Al mediodía culminará el rito. A las doce menos cinco ha llegado Mamá y se ha sentado junto a mí en la sombra de la gran higuera. A las doce en punto Tomás ha encendido la leña y ha volado el humo por la chimenea. Un humo blanco y altivo, decidido al cielo. «¡Fumata blanca!», ha gritado Mamá con la emoción de la Historia. No ha podido reprimirse y me ha puesto la frente para que se la bese. Inmediatamente todo el personal ha sido convocado en la capilla.
Al sagrado recinto han llegado los empleados de La Jaralera, incluidos los más rojos, desde el administrador al último peón. La mayordomía, la guardería mayor, los jardineros, los mayorales sin toros y los mozos de cuadra. También las mujeres y los hijos. Don Ignacio, el capellán, revestido de fiesta grande, ha hecho su entrada desde la sacristía. Mamá y yo, en el sitial de honor, con el repostero heráldico de la familia a nuestras espaldas.
Don Ignacio, turbado por la emoción, después de orar con brevedad ha abierto los brazos a la manera de Pío XII durante el bombardeo de Roma y anunciado la buena nueva:
«Habemus
marquesa.» El aplauso ha sonado unánime y rotundo, y creo haber percibido ojos enrojecidos por lágrimas a punto de cauce. Seguidamente don Ignacio ha leído mi comunicado.
Yo, Cristian Ildefonso Laus Deo María Ximénez de Andrada y Belvís de los Gazules, marqués de Sotoancho, conde de Buganda de don Fadrique y barón de la Dehesa, me honro en anunciar que, con la venia de mi querida madre, la excelentísima señora doña Cristina Victoria Jimena Belvís de los Gazules y Hendings, marquesa viuda de Sotoancho, condesa viuda de Buganda de don Fadrique y baronesa viuda de la Dehesa, he tenido a bien elegir como esposa a Su Relativa Alteza Imperial la señora doña Olimpia de Bolka-Romanov y Repulías, que con tanto agrado como generosidad ha aceptado ser vuestra señora. La fecha de la ceremonia de boda se anunciará cuando se estime oportuno. Siguiendo la tradición secular de esta casa, todos los empleados de La Jaralera percibirán un suplemento económico en concepto de gratificación voluntaria. Asimismo, se concede una amnistía general a todos aquellos trabajadores inmersos en procesos de sanción laboral o administrativa.
Firmado:
El marqués de Sotoancho.
Él griterío, ensordecedor. Mamá ha sido objeto de innumerables muestras de adhesión y cariño. Ella sabe que su papel institucional en el futuro no es otro que el de pasar discretamente a un segundo plano. Me alegro por ella, porque era mucha la responsabilidad para su edad avanzada. He comunicado mi decisión al tío Juan José, que me ha contestado por recado escrito felicitándome muy sinceramente.
Agotado por la tensión de la efeméride, he sufrido un conato de lipotimia. No he llegado a perder el conocimiento, pero sí la estabilidad del empaque. Ya repuesto, he llamado a Olimpia para compartir con ella la alegría. Está feliz. Me ha dicho que todavía no se lo cree. Que Dios la ayude en la difícil tarea que le ha encomendado.
Don Ignacio, el capellán, ha sido encargado de preparar los detalles de la boda. No pienso convidar a los Reyes. Ojo por ojo y diente por diente. Todavía estamos esperando Mamá y yo sus invitaciones para las bodas de las Infantas. El Rey reinará en España, pero en La Jaralera mando yo.
Como siempre que ocurre algo importante, ya con el equilibrio físico recuperado, me he dejado caer por la albariza de los juncos. Se han levantado una bandilla de azulones y cientos de gallaretas. Me he sentado en la orilla, frente a la isleta de los mandarines, y por primera vez en mi vida he sentido en el alma el abrazo tibio del deber cumplido.
Creo que fue el escritor Wodehouse el que definió los andares y movimientos de un mayordomo inglés como «la solemne procesión de un hombre solo». Está claro que Wodehouse no conoció a Práxedes, el ayuda de cámara de Papá. Desempeñó su brillantísima labor solamente durante dos años, pero el sello que dejó en casa todavía perdura. Según las malas lenguas —y en este caso tengo que reconocer, aunque me duela, que las malas lenguas no exceden más allá de la lengua de Mamá-, Práxedes era hijo natural de una jornalera y un conde mujeriego que gozó de los favores de la menestral como consecuencia de las falsas promesas del noble. El conde de Nabogrande —como su título indica— era un pichaloca que enamoraba a las mujeres con una facilidad pasmosa. Bobby Nabogrande no hizo ni un solo esfuerzo en su vida, excepto el de abrir la boca muy discretamente el día de su primera comunión. Se alimentaba a base de purés, para no dar tute a los maxilares, y hablaba sin mover apenas los labios. Por esa falta de ejercicio le sobrevino un desmoronamiento facial que quedaba muy elegante, muy de rey sádico del siglo XII de la dinastía de los Orange. Además, tenía una gran fortuna y un tono de displicencia que le hacía aún más irresistible. Según sus más allegados, en e
l post polvum
se arrepentía de su frenesí y regalaba a sus amantes estampitas de santa Sonsoles de Fiumicino, una joven cristiana que murió devorada por los leones en el circo romano por negarse a mantener relaciones carnales con el senador Publius Pretus, de los Pretus de toda la vida en Roma.
Así que la jornalera quedó embarazada y a los nueve meses nació Práxedes, que al cabo del tiempo pasaría por La Jaralera dejando un recuerdo imborrable de señorío. Práxedes era mucho más que el mejor mayordomo inglés, porque unía a su solemnidad un sentido estricto de la eficacia. Vestía a Papá, le aconsejaba en las inversiones, le acompañaba a cazar, cuidaba de su estado físico y terminó por ayudarle a bañarse. Un día que Papá se durmió antes de comer, Práxedes lo despertó con esta sabia excusa: «Señor marqués, si se duerme ahora no va a tener sueño para la siesta.» Porque Práxedes estaba en todo.
Pero una tarde alguien le hizo a Mamá un comentario demoledor. Que en Sevilla se decía que Práxedes tenía mejor pinta que Papá. Para Mamá eso era peor que comer carne en viernes de Cuaresma, y aprovechando un viaje de Papá a Madrid, echó a Práxedes. Cuando el gran mayordomo le preguntó por los motivos que habían originado su fulminante expulsión, Mamá fue clara y concisa:
—Porque su madre pecó contra el Sexto.
Práxedes reaccionó como sólo lo puede hacer quien lleva en su sangre diez generaciones de hematíes condales. Miró fijamente a Mamá, la llamó «¡Guaira!», subió a su cuarto, hizo la maleta, pidió un taxi y dejó La Jaralera para siempre. Cuando Papá volvió el disgusto fue de órdago a la grande, pero el argumento de Mamá mitigó un poco su decepción:
—Como comprenderás, yo no puedo permitir que sirva en casa una persona que me llama constantemente «guaira».
—Te lo ha llamado sólo una vez —le rebatió Papá.
—Sí, pero con eco —dijo Mamá para cerrar el debate.
Cosas de la vida, a Práxedes le fueron muy bien las cosas y a pesar de su avanzada edad, se casó con la señora de su nueva casa, una joven heredera extremeña con miles de hectáreas en la provincia de Badajoz. Tenía treinta años más que su mujer pero para ella no había en el mundo otro hombre que no fuera Práxedes. Hoy es una viuda inconsolada y lo que es peor, inconsolable.
A Mamá no se lo he dicho, pero creo que cometió un error gravísimo, además de una injusticia. Porque es verdad que Práxedes tenía mejor pinta que Papá. Y que el padre de Mamá, puestos a redondear las cosas.
Hoy, con un cielo encapotado que llama a la melancolía, me ha dado por recuperar ayeres. Mamá se ha levantado de mal humor y lo recomendable es dejarla tranquila. También ella tiene derecho a la nostalgia. La Jaralera, como todo el campo de la Baja Andalucía, se entristece demasiado con el sol ausente. Ni un rayo consigue traspasar las nubes, zainas y cimarronas. Más que lluvia, el cielo anuncia un aguacero, una caída loca de agua inoportuna. Se va a enfadar hasta el río Guadalmecín, que no quiere ser más río de lo que es.
He abierto uno de los álbumes de fotografías. De pronto, mi bautizo. Yo en brazos de Mamá, cipresa y deslumbrante. Papá en sus mejores tiempos. Fotografías sepia, rostros amarilleados. El magnolio central de la recoleta, que hoy alcanza con sus ramas toda la rotonda, apenas un tronquito de nada. La fachada sur de la casa, desnuda de glicinias. En la puerta, un viejo Austin negro, más taxi de Londres que coche de marqueses con su matrícula prodigiosa: SE 1247. Paso las cartulinas del álbum y me reencuentro con dos años, llorando abiertamente montando el Palomo. Papá deseaba que yo fuera rejoneador, pero a mí los caballos siempre me dieron miedo y los toros, muchísimo más. Los toros, terror. A los cinco años, Papá me regaló una cartujana preciosa, la Zahareña, pero nunca me hice con ella. Me notaba el desasosiego, y al menor descuido me desmontaba. En verdad, era una jaca deslumbrante, pero yegua al fin y al cabo, y con una inteligencia muy acusada. Lo he leído en algún libro: «Si un caballo razona, se acaba la equitación.» A mí me retiró la Zahareña, que razonaba mucho más y mejor que mi primo Freddy Altosedano, que a sus sesenta y tres años no ha razonado todavía.
Paso otra cartulina y veo a Mamá en la plaza de San Pedro de Roma, durante el entierro de Pío XII. A Mamá le encantaba Pío XII, porque tenía muy buena facha y era un señor. «Era un papa de una pieza, y estaba siempre en el Vaticano. Los de ahora parecen turistas, de lo que viajan.» A Mamá, esa costumbre que tienen los papas de ahora de viajar a todas partes le pone muy nerviosa. «Es como si el capitán general de Sevilla, en lugar de estar en Sevilla, está en Burgos, en Lérida o en La Coruña.» A Juan XXIII le cogió un poco de manía, a Pablo VI no lo soportaba, a Juan Pablo I «ni fu ni fa», porque el pobre no tuvo tiempo para ganarse la simpatía de Mamá, y a Juan Pablo II no lo tiene del todo encajado. De cualquier forma, y por si acaso, guarda en su cuarto los solideos de los cinco, cada uno en su respectivo marco.