—A partir de ahora, quiero que vayas vestido de tirolés en homenaje a la monarquía austríaca.
Ni el sastre de Jerez ni el de Sevilla sabían hacer trajes tiroleses. Entonces Mamá me tomó personalmente las medidas y las envió por correo certificado a una sastrería muy famosa de Viena, que todavía no sé cómo se enteró de las señas, pero siempre consigue lo que se propone. Ya me había olvidado de todo, cuando a los tres meses llegó un paquete enorme remitido desde Viena con el traje, otro con un sombrero y un tercero con las medias y los zapatos típicos del Tirol. Me lo probé y me estaba perfecto, pero sentí un poco de vergüenza ajena, como un aviso de mengua de autoridad con los trabajadores de La Jaralera. Cuando se lo comenté a Mamá se puso como una pantera de Java:
—El conde Maximiliano se lo ponía todos los días, y el pueblo le adoraba —me dijo como única explicación.
Salí al patio vestido de tirolés. Allí estaba Alcoceba, el administrador, hablando con el Renco, un mozo de carga al que llamaban así porque a su abuelo le amputaron una pierna por no sé qué bicho que se le infectó. Mamá me había recomendado que actuara con la mayor naturalidad, y así intenté hacerlo. El problema estaba en los muslos. Los pantalones eran cortos y un poco anchos de boca, y mis muslos, demasiado flacos, no les prestaban la normal armonía austríaca. Los tiroleses, incluido el conde Maximiliano, son gente de muslos gordos, pero a los Sotoancho los muslos se nos desarrollan muy largos y poco musculosos. En esas condiciones, la naturalidad era muy difícil, y fallé. En lugar de decirles «¡Buenos días!», que era lo natural, me salió un «¡Pjuff!». Un volcán de rubor se extendió por todo mi rostro. Alcoceba me dedicó una sutil reverencia de respeto, y el Renco, que es bastante rojo, se volvió de espaldas para que yo no descubriera que se estaba riendo.
Me encontré indefenso, débil y abrumado. Supe que un golpe de autoridad era necesario para que las aguas volvieran a su cauce, e inesperadamente grité: «¡A trabajar!» Mano de santo. Alcoceba salió corriendo hacia su despachillo y el revolucionario del Renco se puso a cepillar a la Faralaera, una jaca que me caía muy antipática.
Subí a casa y me cambié de traje. Mamá se llevó uno de los mayores disgustos de su vida.
Estaba sentada y me daba la espalda cuando le dije que no quería ponerme más el traje tirolés.
—Dímelo a los ojos —me ordenó con esa autoridad que le rebosa.
Llegué hasta ella y me quedé de una pieza. Ahí estaba Mamá, majestuosa, también vestida de tirolesa.
En ese momento comprendí que nunca llegaría a ser como ella.
Escribiendo estaba estas memorias cuando ha venido un mayordomo a comunicarme que Mamá reclamaba mi presencia. A su lado he acudido inmediatamente, como es habitual. Mamá se encontraba en su sillón de media tarde y entre sus manos mantenía unos cartones apaisados.
—Siéntate, hijo mío —me ha ordenado con su característica dulzura cortante.
Y me he sentado, frente a ella, consciente de que el momento que iba a vivir necesitaba de mi aplomo.
—Hijo; has cumplido sesenta años y todavía no te has casado. Si algo malo te sucediera, el título y el patrimonio de los Sotoancho recaerían en tu primo Andrés. Eso significaría el fin de nuestra familia. Me consta que no has elegido aún a la madre de tu heredero por respeto a mí. Te lo agradezco con toda mi alma. Pero ha llegado el momento de sacrificarse. Si yo tengo que pasar a un segundo plano, lo hago gustosa. Mi obligación y obediencia hacia nuestra casa y la historia de España me alientan a hablarte con claridad. No voy a exigirte una elección precipitada, pero sí una primera reflexión. Aquí, en estas cartulinas, están las catorce pretendientes posibles. Todas ellas, por su virtud y decencia, merecen mi aprobación. Enciérrate en tu cuarto, encomiéndate a san Cirilo del Baix Llobregat, patrono de los agobiados, para que te ilumine, y lleva a cabo el primer descarte. Tienes que eliminar a la mitad. Las siete restantes, una de las cuales será la madre de tu heredero y de mi nieto, serán objeto de un examen más minucioso y severo tanto por tu parte como por la mía. Buenas noches, hijo, y que san Cirilo del Baix Llobregat te regale el milagro de su luz.
Mamá estiró el brazo derecho y me invitó a coger las cartulinas. Besé su frente y me encerré en mi cuarto. Oí su voz advirtiendo al servicio:
—Si llaman al señor marqués, que no se puede poner, que está de cónclave.
Y aquí estoy, en efecto, ante el reto más difícil de mi vida. Catorce cartulinas, catorce fotografías, catorce biografías redactadas, resumidas y manuscritas por Mamá.
Están numeradas. La primera corresponde a Cecilia Alberca-Seca. No la conozco. Es bastante gorda. Tiene treinta y ocho años y vive en Madrid. Mamá subraya que le gusta coser y hacer
petit point.
Su padre, el conde de Alberca-Seca, es muy buen cazador y tira divinamente a las perdices. Su madre falleció cuando nació Cecilia. No me disgusta. Está bien de dinero y no se le conocen novios anteriores. Pero su boca es demasiado grande, y los labios muy gordos, como los del infortunado Mobutu. No sé, no sé.
La segunda, eliminada. Es la idiota de mi prima Esperanza San Quismondo. La llamamos el Conejo por las muchas zanahorias que devora al día. Tiene cuarenta y siete años y fue novia de un portugués durante seis meses. Seguro que en ese tiempo, algo la tocó. Mamá la ha incluido —seguro— porque es la propietaria de La Guadaña, uno de los campos mejores de Córdoba. Renuncio a La Guadaña y al Conejo.
La tercera me atrae. Se trata de Olimpia de Bolka-Romanov, y es sobrina nieta en segundo grado del último zar de todas las Rusias. Cuando se refiere a él lo hace como «tío Nicolás». Tiene buena edad para ser madre y su aspecto es magnífico. De dinero, ni un rublo, pero da lo mismo. Una mujer que puede llamar «tío Nicolás» al zar me conviene.
La cuarta es espantosa. Un «no» rotundo. Se trata de Amparito Batufré, hija de los barones de Batufré-Ripoll. Su padre tira fatal a las perdices. La única vez que he bailado con ella, en la puesta de largo de Fefina Tres-Castillos, olía a sudorina.
La quinta, también a la papelera. Pepita Batufré, hermana menor de la anterior. Algún día le preguntaré a Mamá qué le pasa con las Batufré-Ripoll. Que su padre sea el mayor productor del mundo de chufas no le hace tan importante. Además, si es hija del mismo padre y de la misma madre también olerá a sudorina en las puestas de largo. No y no.
La sexta me encanta. Como mujer, la que más. Me recuerda a mi única experiencia sexual, que fue con la hija del administrador, en venganza por lo que nos robó un año con la remolacha. Esta mujer, Bego Hernaniturri, reúne todo lo bueno en su ser. Espléndida físicamente, católica de las de toda la vida y bastante rica. Tiene una casa en Biarritz. Aprobada con sobresaliente.
Lamentable y doloroso error de Mamá en la séptima. Fernanda Humosa de Portugal es de buenísima familia, tiene grandes virtudes, su belleza se acerca a lo espectacular y su simpatía se recuerda como arrolladora. Pero tiene un defecto insalvable. Falleció repentinamente el pasado 19 de agosto, día de San Magín.
Bien por la octava, Guillermina —Minina— Casa-Aznur. Se lleva muy bien con Mamá, y eso es una garantía de principio. Su hermano mayor, Andy Casa-Aznur, tira fenomenal. Es una gozada verle tirar. Lo malo son sus encías. Cada vez que se ríe —y lo hace con frecuencia-, muestra unas encías mayores que un salmón ahumado antes de ser troceado. No obstante, pasa el descarte.
No a la novena, Lucía Hernán de la Umbría. Es la actual duquesa del Valle de Vejorís. Si me casara con ella, pretendería que yo usara su título, por ser de más rango. Inadmisible pretensión. La historia de los Sotoancho no me lo perdonaría.
La décima tampoco. Con las prisas, Mamá se ha equivocado de nuevo. Lolo Sopiequemado tiene setenta y ocho años. La medicina ha evolucionado, pero no tanto como para confiar en la capacidad de Lolo para ser madre.
Sí a la undécima y la duodécima. Se trata de las hermanas Susana y Teresa Pérez Slazenger, de Venezuela. Su padre, el licenciado Pérez de Acebal posee una finca en los alrededores del Orinoco de trescientas mil hectáreas. Se puede cazar el jaguar. Y su madre, que es norteamericana, tiene algo que ver con una marca de raquetas de tenis. No me dejo influir por el dinero, pero ante fortunas de esta índole, me conmuevo. De casarme con alguna de ellas, podría comprar el cerro del Bandolero, la laguna del Tablaque, la Hinojosilla y los Castañones. Eso, unido a La Jaralera, es media provincia.
No a la decimotercera. El 13 da mala suerte. Y encima, es Pichota Lomenzana, que presume de culta. Hace años me tocó a su lado en una cena. Hablaba mucho de Ortega. Yo creía que se trataba de Domingo, pero se refería a un tal don José, que se pasó la vida pensando y escribiendo. Tararí que te vi.
Y tampoco a la última, Charo Fuentepoca. Monta bien y tira divinamente al pichón. En el Alcornoquillo derribó una tarde trescientas tórtolas. Pero su madre, Cinta Fuentepoca, es un bicho.
El cónclave ha terminado. Todavía, «fumata» negra. Ocho han sido eliminadas y seis aprobadas. Entre Cecilia Alberca-Seca, Olimpia de Bolka-Romanov, Bego Hernaniturri, Minina Casa-Aznur y las hermanas Susana y Teresa Pérez Slazenger está la futura marquesa de Sotoancho. Voy a comunicárselo a Mamá. Antes del 31 de diciembre, la decisión.
Nadie ha trabajado hoy en La Jaralera. Mamá ha concedido una dispensa laboral a todos los empleados. La bandera del mástil con los colores de nuestra familia ha sido resignada a ondear a media asta. Los jornaleros han cobrado sin dar un palo al agua. Ni cuando murió Papá se guardaron tantos respetos. Mamá ha declarado el día de hoy de «luto oficial». Y ha convocado al personal que sirve en casa a ver la televisión. Se retransmite en directo la ceremonia fúnebre en honor de la princesa de Gales; y Mamá ha querido estar a la altura de las circunstancias. Eso sí; nadie tiene permiso para ir a sus casas. El que no vea el entierro en La Jaralera, no cobra.
Estaban todos. Desde Jonás, el herrero, a Manolín
el Músico.
A Manolín le dicen el Músico porque es capaz de tocar «una copita de ojén» con una pedorreta. Manolín es nieto del Siete duros, un guarda de tiempos de mi abuelo. Le pusieron Siete duros porque mantenía en su miembro viril siete duros de plata de la época de Alfonso XIII en perfecto equilibrio. Cosas de las viejas generaciones. María Luisa, la mujer de Manolín, que es una deslenguada, dice que al nieto del Siete duros, que es su marido, le tendrían que llamar el Tres pesetas, porque con tres monedas de una peseta de las de hoy la fuchinguilla se le dobla.
En torno a la televisión estábamos todos. Mamá y yo en primera fila, el sacerdote y el administrador inmediatamente detrás, y ya de pie, a su libre albedrío, el resto de la gente. El funeral ha sido precioso y a Mamá en un momento determinado —cuando cantó el marica-, le brillaron los ojos más de lo normal. Pero esa emoción no le ha impedido vigilar las reacciones de los operarios. A cinco de ellos, que ni se han emocionado ni nada parecido, los ha puesto en su lista negra.
Cuando apareció la reina Isabel II, Felipe, el cochero, que tiene la voz como Manolo Caracol pero sin duende, ha comentado que es una «estirada». Mamá, que estaba en el fondo de acuerdo con Felipe, le ha mandado callar. «La reina de Inglaterra no es estirada, Felipe, es apaisada.» Al cochero le ha dado un sofoco, pero una mayoría del personal ha murmurado en su favor. Tomás, el guarda de la Collada, que es más rojo que Antonio Gades, se ha permitido el lujo de insinuar que Diana de Gales ha sido víctima de un complot urdido entre el príncipe Carlos, Camilla Parker y la CIA. Mamá, indignada, le ha expulsado del salón.
Pero lo que más ha herido a Mamá ha sido lo de Fermina, la planchadora. Cuando el féretro de Diana ha pasado Knightbridge, Fermina ha dicho: «Ahí, a la verita de eso, están los almacenes
Jarro
, que son propiedad del suegro de Lady Di.» Mamá se ha puesto como una pantera al enterarse de que Fermina, la planchadora, ha estado en Londres siete veces, dos más que nosotros. «Para que luego digan que pagamos poco a la gente que trabaja en casa. Mi hijo y yo sacando el campo adelante, y la planchadora en Londres gastándose las libras esterlinas.» Lo malo es que Fermina, que tiene un carácter muy especial, no ha sabido dominarse y ha gritado con muy mala intención: «¡Pues si no le gusta a la señora marquesa que yo haya estado en Londres más veces que ella que se rasque el culo, qué lo tiene como una morsa!»
Entonces Mamá ha hecho lo mismo que la reina Isabel. Se ha comido el marrón y ha bajado la cabeza. Porque nadie plancha las camisas como Fermina. Gracias, Mamá.
Terminada la retransmisión, Mamá me ha reunido en convocatoria urgente. Su corazón estaba con la fallecida, y su cabeza, con la Corona inglesa. Había olvidado el exabrupto de Fermina, pero no la frialdad de algunos de los obreros.
En homenaje a Diana, decidió no despedir a ninguno. Y en la isleta de la albariza de los juncos, bajo el álamo que se confunde con el magnolio, ha ordenado posar una corona de flores con la siguiente inscripción: «Diana: La marquesa viuda de Sotoancho ni te aplaude ni te riñe.»
Escribo para comerme la indignación. Lo que ha hecho la Familia Real con nosotros no tiene perdón de Dios. Mamá está destrozada. Un golpe se aguanta, pero dos son demasiados. Cuando se casó en Sevilla la infanta Elena, Mamá esperó hasta el último día la llegada del correo real con la invitación. Llamó incluso a La Zarzuela, para conocer las razones del extravío. La Jaralera está a caballo entre las provincias de Sevilla y Cádiz, y a veces es un lío. La frontera de ambas provincias divide la casa en dos. Cuando Mamá descansa en el mirador del norte y yo trabajo en el despacho del sur, Mamá está en Sevilla y yo en Cádiz. Así de grandioso y así de simple. La casa de La Jaralera es interprovincial, y eso les debe molestar muchísimo a los Reyes. Mucho Palacio de La Zarzuela, pero no salen de la provincia de Madrid.
Esperamos en vano la llegada de la invitación. Mamá justificó su ausencia inventándose una indisposición pasajera. Que se celebre la boda de una infanta de España en Sevilla y no inviten a ningún miembro de la familia Sotoancho es una provocación. Pero supimos olvidar el agravio gracias a la serenidad y el sentido dinástico de Mamá.