La cosa fue que, terminada la merienda, el señor obispo quiso mantener una conversación privada con Mamá. Mandó a don Cirilo y al padre Iturrieta a pasear por el sotillo de las garzas, y cuando se quedó a solas con mi madre le anunció algo terrible:
—Señora marquesa. Su capellán, don Cirilo, no es sacerdote. Hemos averiguado que se trata de un amable impostor. No queremos perjudicarlo, pero debemos actuar con determinación. El padre Iturrieta está informándole en estos momentos de la situación, porque hemos querido privarla de un mal rato.
Mamá se quedó como el urogallo disecado del comedor. Paralizada, con la cabeza elevada, la boca abierta y la voz muda. Ya recuperada del patatús, pensó en mis circunstancias y compartió sus preocupaciones con el señor obispo. Mi madre sabía que yo había sido bautizado por don Cirilo, y que en el
Nuevo Ripalda
se leía claramente que todos los niños que no estuvieran correctamente bautizados, aunque fueran muy buenos, no irían al Cielo sino al Limbo. Y a Mamá le tembló el mentón.
—A mi hijo lo bautizó don Cirilo, y yo no quiero que al morir se vaya al Limbo —dijo mi madre con la color perdida.
—No se preocupe, señora marquesa —la tranquilizó el obispo-. En un pispás arreglamos este enojoso asunto.
Enviaron recado de urgencia a mi ama de cría, que era vasca y se llamaba Vichori. Al rato bajó Vichori conmigo y el obispo me bautizó por segunda vez. De padrinos, Mamá y José, uno de los jardineros. Mientras tanto, don Cirilo se marchaba por la puerta del servicio con todas sus pertenencias. Habían pedido un coche y se iba con el padre Iturrieta. Pero yo estaba salvado para siempre, y Mamá, que no acudió a despedirlo, supo perdonar su impostura. Lo importante era mi salvación, porque como Mamá decía: «No sé qué va a hacer mi hijo en el Limbo entre todos los del Domund.»
Cuando crecí, Mamá me contó el asunto, y estuve cinco días sin poder dormir. El
Nuevo Ripalda
lo decía bien clarito. Siempre me acuerdo de don Pedro, el obispo de Jaén, y cada veintinueve de junio, Hilario, el chófer de casa, lleva hasta su tumba dos kilos de tocinillos de cielo de Alcalá de Guadaira, que llegan hechos una pena, porque don Pedro era natural de Huesca y de La Jaralera a Huesca hay la tira de distancia. Pero el Cielo se lo deberé siempre a él. Y a Mamá, claro, como casi todo.
Cuando Mamá se enteró de que al Generalísimo le gustaba cazar, se puso inmediatamente en movimiento; y nunca mejor dicho, lo del Movimiento. La Jaralera tiene dos cuarteles muy perdiceros, La Sembraera y el Cerrillo de Doña Eulalia. Se llama así el último en honor de la infanta Eulalia, que cazó muchos años en casa. La verdad es que mi bisabuelo, mi abuelo y mis padres, cada uno en sus tiempos, invitaban a cazar a los reyes. Primero a Alfonso XII y después a Alfonso XIII. Ninguno de los dos llegó a venir, a pesar de sus buenas intenciones. La que siempre se presentaba era la infanta Eulalia. A la infanta le encantaba el ojeo del cerrillo, y cuando falleció, la familia lo bautizó con su nombre. Los Reyes y La Jaralera no coinciden. Mamá está empeñada en organizar una cacería en honor de don Juan Carlos, pero nuestra agenda y la de Su Majestad no se han puesto todavía de acuerdo. Hace cinco años estuvo a punto de venir, pero se murió Adennauer y el Rey se excusó. Después he sabido que Adennauer se murió hace treinta años, pero no he querido revolver el asunto ni enrarecer el ambiente.
Conozco a Mamá y sé cómo reacciona cuando no aceptan sus invitaciones. Mamá republicana es más peligrosa que Victoria Kent, La Pasionaria y Pilar Rahola juntas. Mejor dejar las cosas como están.
Vuelta hacia atrás, Mamá se enteró en una merienda del gusto del Generalísimo por la caza. Mi padre había saludado a Franco cuando éste inauguró el pantano del Moraledo. El encuentro fue breve y preciso. Mi padre estrechó la mano del Caudillo y se presentó:
—Soy el marqués de Sotoancho.
Cuando esperaba una respuesta, reparó en que Franco miraba al que iba detrás, que a su vez le proporcionaba al Generalísimo datos sobre su identidad:
—Soy Julio Campillo.
Pero Papá le contó a Mamá que había estado con Franco, y Mamá interpretó que entre Franco y Papá había nacido una estrecha y honda amistad. A partir de aquel día, cuando Mamá se refería a Franco lo hacía como «nuestro amigo el Caudillo», lo que impresionaba mucho, a los gobernadores civiles. Un año de pertinaz sequía, Papá tuvo que hacer una pequeña trampa para administrar más agua que las fincas colindantes. Construyó un pequeño embalse y secó el río Guadalmecín. Los propietarios de los campos limítrofes se pusieron como hienas y el gobernador civil impuso a Papá una multa impresionante. Cuando Mamá llamó al gobernador para protestar, la conversación fue tensa. En un momento dado le soltó: «Menudo disgusto se va a llevar nuestro amigo el Caudillo cuando se entere.» Mano de santo. El gobernador perdonó la multa y nos quedamos con toda el agua del Guadalmecín.
Entonces, de su puño y letra, le escribió a Franco una carta invitándole a cazar. Guardo la copia y la transcribo:
Excelencia:
Soy la marquesa de Sotoancho, esposa de su buen amigo el marqués del mismo nombre, y en homenaje a Su Excelencia he decidido organizar una cacería de perdices en mi casa, La Jaralera. Le adjunto un plano para que no se pierda. La cacería tendrá lugar el próximo 17 de diciembre, y le ruego que sea puntual. Puede traer Su Excelencia a los ministros que guste, pero le agradecería que me informara a su debido tiempo cuántos de ellos van a venir. No me cae muy bien el de Agricultura, pero si Su Excelencia decide que venga, por nosotros no habrá problema. Con el afecto de nuestra vieja amistad, le envía un fuerte abrazo su buena amiga,
la marquesa de Sotoancho.
Posdata: Aunque no haga falta, puede traer los guardias que quiera.
Tampoco vino Franco. No hubo ni respuesta. Cuando Papá agonizaba, le preguntó a Mamá:
—¿Ha llamado Franco interesándose por mí?
Mamá le respondió afirmativamente. Nunca ha querido desvelarme el secreto. Pero Papá murió tranquilo.
Volvía a casa con Mamá. Habíamos pasado tres días en Sevilla acompañando a mi padre, que era consejero de la sociedad Alcoholes de Guadalquivir, S.A. En marzo se celebraba la Junta General de Accionistas y a Mamá le encantaba asistir a la misma para ver a Papá sentado en la mesa presidencial. Aquel año se repartieron unos buenos dividendos, y mis padres se mostraron felices y optimistas. Papá se quedó en Sevilla para arreglar unos asuntillos, y Mamá y yo nos volvimos a La Jaralera. Nunca me la topé tan bonita. La primavera se había adelantado y el interminable jaral se rompía de flores blancas. En la albariza de los juncos se mezclaban las garcillas con las avocetas y, para darle más color al paisaje, se instalaron en sus orillas unas cuantas docenas de ánsares, seguramente aburridos de tanto Coto de Doñana. Nos recibió Inés, el ama de llaves, y Raúl, el jardinero jefe, que regaló a Mamá la primera flor del magnolio grande. Todo precioso.
Pero al entrar en casa, Mamá se quedó de muestra, como una
pointer.
No movía ni un párpado. Con un ademán seco nos ordenó quietud y silencio. Orientó su olfato hacia la escalera principal y comenzó a subir por ella. En la mitad del ascenso volvió a detenerse. En esta ocasión me recordó a Lady Black, la setter del tío Gonzalo Viñamustia.
—Hay un ladrón en casa —susurró- y está escondido tras las cortinas del salón del Parte.
Mamá llamaba «salón del Parte» al cuarto de estar de invierno, que es donde estaba el aparato de radio, todos los días a las doce lo encendía para oír el parte de Radio Nacional, de ahí la denominación del aposento.
—Si hay un ladrón en el salón del Parte, habrá que llamar a la Guardia Civil —apuntó quedamente Raúl, el jardinero jefe, que estaba muerto de miedo.
—No —comentó secamente Mamá-. A ese ladrón lo detiene la marquesa de Sotoancho.
Mamá es así.
En efecto, tras las cortinas de flores inglesas del salón del Parte estaba el ladrón. Mamá siguió el rastro con celeridad, descorrió de un golpe seco y muelle las cortinas y apareció un sujeto de muy escasa compostura social. Después de diez segundos aguantando la mirada de reproche de mi madre, su escasa compostura social se convirtió en inexistente compostura social. Le explicó a mi madre, entre ruegos y sollozos, el fin de su acto delictivo. Sólo pretendía llevarse algún objeto de valor para canjearlo por una cantidad de dinero que le permitiera alimentar a sus hijos.
—No tengo trabajo y me avergüenzo de lo que he hecho, señora —dijo el ladrón con tono de sincero arrepentimiento.
Y Mamá se desmoronó.
—No voy a llamar a la Guardia Civil. No quiero que vaya usted a la cárcel, y le voy a dar más dinero del que usted pretendía robarme, pero con una condición: Se tiene usted que lavar los pies. Huele usted una barbaridad a pies. No entiendo cómo sus hijos pueden vivir con un padre al que le huelen tanto los pies. Cuando tenga usted los pies limpios, le daré el dinero y unos regalos para sus hijos, pero no antes.
—Entonces, volviéndose hacia Inés, procedió a ordenarle-: Inés, cúmplanse mis deseos.
Y el ladrón se fue con Inés, mientras a Mamá le nacía una aureola de santidad en torno a su noble cabeza.
Otra persona hubiera reaccionado con indignada justicia. Mamá demostró, una vez más, por qué es diferente al resto de las mujeres del mundo. Incluso se confesó por no haber sido ella, ella misma, quien lavara al ladrón sus malolientes pinreles. El confesor la tranquilizó: «Eso habría sido demasiado, señora marquesa.»
Y el ladrón se marchó tan contento en la camioneta de la compra. Una camioneta llena de víveres y esperanzas. Hoy, el ladrón, que se llama Juan, es guarda de La Jaralera y sus hijos crecen junto a su padre. Y a Juan no le huelen los pies.
Papá leía mucha poesía. Se sabía de memoria a Fernando Villalón. Le emocionaba sobremanera lo de «que me entierren con espuelas / y el barbuquejo en la barba / que siempre fue un mal nacido / quien renegó de su casta». En algunas tardes de otoño triste, invierno a un paso, me llevaba hasta el cuarto de los libros y me recitaba aquello de «diligencia de Carmona / la que por la Vega pasas / caminito de Sevilla / con siete mulas castañas». Se le ponía una voz ronca de vino antiguo y la mirada se le anochecía en sueños. Declamaba bien mi padre y me gustaba oírle, y cuando llegaba lo de «catites, rojos pañuelos / patillas de boca de hacha. / Ellas navaja en la liga; / ellos la faca en la faja; / ellas la Arabia en los ojos, / ellos el alma en la espalda. /Por los alcores del Viso / siete bandoleros bajan», se le subía el rocío a la vista y taconeaba con el boto izquierdo sobre la alfombra de la Real Fábrica como intentando aplastar una peonía en un camino de Sierra Morena.
Pero tan estricto y decente en la vida, a Papá le dio por leer cosas muy raras. Por ejemplo, libros de Alberti, de García Lorca y de Neruda. Eso lo ignoraba Mamá. Los libros de los poetas comunistas los mandaba encuadernar con los títulos y los nombres de autores camuflados, y así Mamá no se enteraba. De esta forma,
Veinte poemas de amor y una canción desesperada
de Pablo Neruda se disfrazaba en casa como
La azarosa vida de Poncio Pilatos
, del padre Laburu. Papá intuía que Mamá jamás leería nada sobre Pilatos, al que odiaba —y odia— con todas las fuerzas de su ser. Y tuvo razón. Mamá, al contrario, ni leyó ni lee. Dice que en todos los libros hay un renglón escrito por Lucifer. No obstante, junto a su sillón de rezos diurnos, en un mueble francés que sirve de estantería, tiene unos cuantos libros a mano, entre los que destaca
Muertos por los leones en defensa de la Fe
, una interesante relación de los cristianos fallecidos en el circo romano. A esa estantería se la conoce en casa como «la biblioteca», mientras que a la biblioteca de verdad se la llama «el cuarto de los libros».
En el cuarto de los libros hay más de cinco mil volúmenes, todos ellos encuadernados por Papá. Suele decir Mamá que si mi padre no hubiera encuadernado tantos libros, hoy sería nuestra la Collada del Bandolero, que es el campo colindante con La Jaralera según se llega desde Zahara. Y mucho me temo que Mamá, una vez más, tiene toda la razón.
Mi padre se sabía de memoria dónde estaban todos los libros encuadernados con títulos y autores falsos. Una tarde, el tío Juan Madroñales le pidió los
Episodios Nacionales
de un tal Pérez Galdós, y Papá le entregó tres volúmenes muy gruesos de
Medicina rural del siglo XIX.
Al protestar mi tío, Papá le abrió un tomo y eran los episodios ésos. Pero desde su muerte, el cuarto de los libros se utiliza poco, y ya no se oye su voz de vino antiguo recitando pausadamente los poemas de Villalón, o de Tassara o de Pemartín.
Hoy he buscado un libro que me hacía falta. Mi sobrino Pepito Guadalén, que estudia algo de Letras en Sevilla, necesitaba una comedia de Pemán titulada
Cimeros.
Después de muchas horas, la he encontrado. El lomo carmesí, casi naranja, descolorido por la luz que entra por el ventanal de levante. He abierto el libro y me he encontrado con otro camuflaje de Papá. El lomo no corresponde al libro, y lo que debía ser
Cimeros
es en realidad una barbaridad titulada
Kamasutra.
Me ha mordido la curiosidad y algo he leído. Me he quedado de una pieza. Jamás, a mis sesenta años, pude imaginar que se pudieran escribir tantas porquerías juntas. Y los dibujos que ilustran el texto no se quedan atrás. Creo que Mamá ha dado en el clavo, como siempre. En todos los libros se adivina la mano de Lucifer.
Me he despedido de Mamá, como todas las noches, besándola en la frente. En lugar de acostarme, me he dado una vuelta por el cuarto de los libros. Mi mano derecha se ha escapado hacia el
Kamasutra y
no he podido pegar ojo. A Mamá no voy a contarle nada, porque se moriría de pena si se enterara de lo que Papá leía y encuadernaba. Ha amanecido en La Jaralera. No tengo sueño. Me espera el mayoral para darme razón de la ganadería. Ahí está, en el patio de los jazmines, con su pinta de garrochero de las marismas, esperándome. Voy a gritarle desde la ventana que se marche en paz y vuelva otro día. No estoy para vacas. Tengo necesidad de releer el
Cisneros
de Pemán.
A Mamá, que a su manera es más sencilla de lo que parece, le causó un impacto emocional agudo la película
Sissi.
Llegó de Sevilla a punto de llorar como una Magdalena la tarde que fue a verla con su amiga Macarena Ximénez (Q.S.G.H.). Yo no pude acompañarla porque me había resfriado mientras pegaba unos tiros a las cercetas en la lagunilla. Me senté a su lado y me contó que el emperador Francisco José era buenísimo, que su madre, una pécora, y que Sissi era un ángel, aunque un poco revoltosa. Según parece, Sissi tenía otra hermana mayor, que era la que se iba a casar con Francisco José, pero éste quedó prendado de los encantos de la pequeña, y se enamoró completamente. También me dijo que los padres de Sissi eran simpatiquísimos, y que él, el conde Maximiliano, iba siempre vestido de tirolés.