—Hijo, has dejado de ser un niño. Desde hoy te bañarás solo.
Reconozco que el golpe fue duro. Me había acostumbrado a Remedios. Mientras ella me enjabonaba yo jugaba a los barcos piratas. En ocasiones, el fragor de la batalla era tan intenso, que Remedios me decía:
—Señorito, dígale al capitán Garfio que se esté quieto hasta que acabe con el pompis.
Intenté convencer a Mamá de lo contrario. Le dije que yo me consideraba un niño todavía, pero Mamá se resistió, erre que erre. Según supe años más tarde, Remedios le había dicho a Mamá que me habían salido muchos pelitos, y a Mamá lo de los pelitos no le hizo ni pizca de gracia.
Mi primer baño en soledad fue muy triste. Mi madre, alarmada por las noticias de Remedios, había mandado colgar en la pared de mi cuarto de baño un cuadro con una frase del padre Laburu, que era su sacerdote favorito. El padre Laburu le hacía llorar muchísimo con sus sermones por la radio, y Mamá le estaba muy agradecida por ello. La frase decía: «Asea tu cuerpo, pero no te entretengas en ninguna de sus partes.» A mí me parecía una frase absurda, y todavía hoy, con más de sesenta años, no le he encontrado la intención.
Tuve que abandonar las batallas navales, porque no se puede estar a dos cosas. O se baña uno, o se juega a los barcos piratas. Cada una de las opciones exige plena concentración. Pero descubrí un nuevo placer. El de las pompitas de la esponja. Llenaba de aire la esponja, me sentaba sobre ella dentro del baño, y miles de pompitas se escapaban hasta la superficie produciendo un cosquilleo maravilloso. Jamás se lo comenté a Mamá, porque seguramente aquello era pecado y hubiera colgado otra frase del padre Laburu para desprestigiar a mis pompitas. Con
los años
me he especializado, y hoy por hoy, creo que es muy difícil encontrar en el mundo a nadie que saque más y mejores pompitas de las esponjas que yo.
A Remedios le encomendaron alguna tarea en la cocina. Cuando me topaba con ella, bajaba la mirada un tanto avergonzada. Si no hubiera sido una acusica me podía haber bañado hasta los veintiún años, que era cuando se alcanzaba la mayoría de edad en aquellos tiempos. En mi arcón de niño, en el baúl de los tiempos pasados, conservo mis viejos barcos de guerra. Al bergantín
Filibustero
se le ha despegado el palo mayor, y a la nao
La Española
, la de los buenos, le entra agua por la quilla. Lo sé porque ayer no pude resistirme a la tentación y me bañé con ellos. Pero no fue una guerra como las de antes, cuando el Bien y el Mal se enfrentaban en el pequeño océano de mi bañera, con los icebergs de espuma de jabón Lux que caían de la esponja rotunda de Remedios.
Llevo varios capítulos de mis
Memorias y
aún no me he presentado. Mi nombre completo es Cristián Ildefonso Laus Deo María Ximénez de Andrada y Belvis de los Gazules, y soy el octavo marqués de Sotoancho, cuarto conde de Buganda de don Fadrique y noveno barón de la Dehesa del Barón, que es una dehesa que, en lugar de soltar pelo, suelta jirones de chaquetas de
tweed.
Mi padre (Q.S.G.H.) era Ildefonso María de la Regla Gonzalo Ximénez de Andrada y Valeria del Guadalén, y mi madre es, y espero que lo sea eternamente, Cristina Victoria Jimena Belvis de los Gazules y Hendings, de los Hendings de Jerez, no de los Hendings de Sevilla, que son muchísimo menos Hendings. Nací en enero de 1937, en plena Guerra Civil, y lo hice donde tenía que hacerlo, en La Jaralera.
Mis padres se casaron en 1935. Su historia de amor es maravillosa, y se me ponen los vellos en punta cuando lo recuerdo. A Papá, de soltero, le gustaba bajar de cuando en cuando al Puerto de Santa María, con sus pinares, sus playas, su arboleda —que todavía no estaba perdida-, y su balcón privilegiado sobre la bahía de Cádiz. Un sábado, en Valdelagrana, contemplando la mar, reparó en un puntito que paseaba por la orilla. Tan lejos estaba aquella persona que apenas se la distinguía, pero Papá sintió como una comezón, un repente, un algo nuevo e inesperado, y volviéndose hacia su secretario, Sebastián Romero, le anunció:
—Romero, con ese puntito que usted ve, yo me voy a casar.
El puntito era Mamá.
La boda fue en Sevilla. Como España era una república, pasó bastante desapercibida, la boda, no la república. Mamá no se casó de blanco, porque en aquellos tiempos, casarse sin mácula se consideraba de derechas, y había que tener cuidado. Eligió un tono que lo decía todo y no decía nada, un crema muy desnaturalizado. Pero en las fotografías aparece radiante, impresionante, con esa fuerza que sólo ella tiene. Papá era menos aparatoso, pero también tenía muy buena pinta. Le pasaba un poco lo que a la familia Hannover, que, se vistan de lo que se vistan, se les reconoce: «Mira, ahí va un Hannover.» Nosotros también tenemos nuestro sello, y sirva este ejemplo. Una tarde de agosto, ya en plena guerra, Papá tuvo que ir al pueblo por un frasco de bismuto, para los ardores de estómago de Mamá. Se disfrazó de miliciano, y hablaba en alto diciendo muchos tacos y palabrotas para disimular. En la calle de la Infanta Isabel, que se llamaba en aquel tiempo Isabel —le habían quitado lo de la Infanta-, se cruzó con un anarquista muy mal encarado.
—Salud —dijo el anarquista.
—Salud, leche, coño —respondió mi padre para parecer más revolucionario.
—A ver si hablamos mejor, señor marqués —terminó por decir el anarquista que había reconocido en Papá el inconfundible empaque de la casa. Ni que decir tiene que volvió sin el frasco de bismuto y con un susto que le duró veinte años.
Cuando terminó la guerra —ya he explicado anteriormente que Papá se presentó voluntariamente para conquistar Madrid cuando Madrid ya estaba conquistado— La Jaralera estaba hecha una pena. Yo tenía dos años, Papá atravesaba una situación patriótica difícil y Mamá se ocupaba de todo. La Jaralera parecía la finca de los O'Hara en
Lo que el viento se llevó.
Fue entonces cuando Mamá, en el huertecillo de los álamos, sacó todo su carácter y dijo aquello que luego le copiaron los del cine. Porque Mamá agarró con su mano derecha una zanahoria, y levantándola hacia el cielo del atardecer gritó delante de todo el personal: «¡A Dios pongo por testigo! ¡A Dios pongo por testigo, que mi hijo jamás comerá esta ordinariez de zanahoria!»
Y lo hemos cumplido.
Mi padre no tuvo hermanos. Fue hijo único, detalle muy de agradecer. Lo heredó todo y todo me lo dejó a mí. Las mejores familias terminan enfadadas por culpa de las herencias, los títulos y los testamentos. Tiene que ser muy descorazonador. Los Sotoancho —de ahí nuestro patrimonio— somos de un solo hijo. El tatarabuelo Alonso se casó con Bernarda Mendigabáster —la tatarabuela Beñarda, que era de Oyarzun-, y de aquella unión nació el bisabuelo Tomás. El bisabuelo matrimonió con Hanna Gustavson, una mujer guapísima que conoció en el balneario de Cestona. Se casaron, pero ella carecía del sentido de la fidelidad de la mujer española, y se escapó con un marino noruego a los dos años de la boda. Pero antes de irse, dejó en La Jaralera al abuelo Ramón. El abuelo, que era muy aficionado a las mujeres, no podía tener hijos. No obstante, y para no interrumpir la cadencia dinástica, llevó hasta el altar a la abuela, María Valeria del Guadalén, que era muy devota de san Demetrio, patrono de los inconcebibles, Y tanta fe puso en su empeño que milagrosamente nació Papá. Mi padre era alto y rubio, y mi abuelo Ramón, bajo y moreno, pero como decía la abuela María, «a san Demetrio no se le puede pedir más de lo que ha hecho». Ahora me toca a mí, que con sesenta años aún no me he casado. Algún día lo haré y tendré un hijo como Dios manda.
Mi madre sí tuvo una hermana. Era malísima. La tía Pía, que le venía el nombre como anillo al dedo. Beata y siempre obsesionada con el pecado carnal. Odiaba a Mamá, por envidia. La tía Pía era muy retaca y tenía las piernas torcidas. Cuando veía a Mamá, tan alta y tan cipresa, tan zarina exiliada, a la tía Pía le entraban ataques epilépticos de la envidia cochina que sentía. Para ella todo era pecado. Se bañaba con una túnica para no verse desnuda y jamás besó a un hombre. La casa de su finca, Cortijo Beige —era Cortijo Blanco pero lo pintó de beige y le cambió el nombre-, parecía un museo diocesano. Además de beata, era muy inculta, muy burra como ahora se dice; y en una ocasión que fue a comprar un crucifijo para su nueva capilla, lo pidió de la marca Inri, que era la más conocida.
Conmigo ni se llevaba bien ni se llevaba mal. Sencillamente me ignoraba. Sólo me hizo un regalo en toda su vida. Un par de cilicios para los muslos. «Te aliviarán de los malos pensamientos», me dijo con la mayor naturalidad mientras me los entregaba.
Yo tenía quince años y no entendía nada. Cuando se los enseñé a Mamá, puso el grito en el cielo. Mamá es de pocas palabras y me impresionó mucho el comentario que hizo. Se limitó a decir: «¡Guarra!» Hace diez años, la tía Pía dejó de existir. Murió sola en el Cortijo Beige y le dejó todo a su confesor. Como consecuencia de ello, el confesor dejó también de confesar, colgó el hábito, se casó con la hija del guarda mayor y hoy tiene tres hijos que, según mis informaciones, son bastante monos para lo que cabía esperar.
Todo esto me lleva a recordar que tengo una obligación: garantizar la continuidad de los Sotoancho. Sucede que a Mamá no le gustaría compartir mi cariño con nadie. Pero algo tengo que hacer. A sus ochenta y siete años Mamá está como una bomba. Esperar a que la naturaleza me deje sumido en la absoluta orfandad es más que arriesgado. Con cinco años más muy difícilmente podría cumplir con la responsabilidad histórica. Mi vida sentimental es tan limitada como grande mi inexperiencia. Me voy a dormir. Tengo sueño. La almohada será mi mejor consejera. Se me hace muy cuesta arriba meter a una mujer en mi vida y en mi casa. Terrible dilema. De un lado, Mamá; del otro, la dinastía.
He tardado sesenta años en darme cuenta de que no hay nada que me siente tan mal como una taza de té. Mamá es muy inglesa en eso de las costumbres, y le gusta merendar todas las tardes. Invita a sus amigas —las pocas que le van quedando-, y a las autoridades civiles y eclesiásticas. Al alcalde y a su mujer nunca, porque no están casados por la Iglesia, y Mamá dice que una boda civil es un contrato indefinido con el demonio para pecar mortalmente. A la mujer del alcalde la llama «la barragana», y el alcalde, que se ha enterado, se ha vengado negándonos la licencia para construir un nuevo almacén en la rastrojera de la linde con la carretera comarcal. Entonces Mamá le ha contestado con una nota de contenido contundente: «Señor alcalde. Prefiero que me falte un almacén a tomar el té con el zorrón desorejado de su mujer.» La última noticia que tengo del curso de los acontecimientos es que el alcalde ha mandado derruir, por no cumplir los requisitos y carecer de licencia municipal, la casa de los guardeses, El Alcornocal, que data de 1740. A ver quién es el guapo que encuentra una licencia de 1740. Nos ha dado tres semanas de plazo para presentarle la documentación en regla, pero Mamá me ha dicho que no me preocupe. Le va a mandar al alcalde otra nota con el siguiente texto:
«Señor alcalde: Antes de la Expo-92 tenía usted un Seiscientos de cuarta mano y un pisito en el pueblo. Después de la Expo-92 se compró un Mercedes blanco descapotable y un chalé en la urbanización Los Maletines. A los periodistas les gusta mucho investigar.
Atentamente.
La marquesa viuda de Sotoancho.»
A ver qué pasa.
Estaba con el té. El té sienta como una patada en el estómago, y además no se ha inventado todavía una tetera que garantice el normal trasvase del líquido desde dicho recipiente a la taza. El hombre ha llegado a la Luna hace treinta años, acaba de mandar un artefacto a Marte, existe el Internet ese y la televisión digital, y no ha sido capaz de inventar una tetera que no derrame el té. Menos mal que de esto no tiene la culpa la mujer del alcalde.
A Mamá le gusta lo del té desde que vio
My Fair Lady.
En esa película se toma mucho el té, y de una manera muy natural. «Además —dice Mamá-, tiene que ser muy estimulante, porque siempre que toman el té cantan después.» En La Jaralera nadie ha cantado después de tomar el té, pero todo se andará.
Tras sesenta años de té, he probado el café con leche. Y ya no me considero obligado a devolver el desayuno, como he hecho durante toda mi vida. Las cafeteras están mejor pensadas que las teteras, y el café no se derrama en la taza. Lo tomo con mucho azúcar, y un bollito que mojo a trocitos en el café para darle más gracia. En Inglaterra no se moja, pero una vez que el rey Alfonso XIII merendó en el Palacio de Buckinham con el rey de Inglaterra, cogió un bollo y ordenó: «¡Españoles, a mojar!» Desde que supo ese detalle de Su Majestad, Mamá deja mojar, y los desayunos y las meriendas saben muchísimo mejor.
A Mamá, en cambio, como es de hierro, el té le sienta divinamente. Sólo en una ocasión le cayó algo pesado, pero fue más por causa del disgusto que del brebaje. Fue el día que falleció en accidente de navegación el marido de Carolina de Mónaco, al que Mamá quería muchísimo a pesar de estar casado por lo civil. «Este caso es diferente», solía decir Mamá cuando alguien le comentaba que vivían en pecado mortal. Como se entere de esto el alcalde nos derriban la casa de La Jaralera.
Ha sonado el timbre de la merienda. Pocas visitas tiene hoy Mamá. Si no hay nadie, mejor. Me encanta merendar mano a mano con mi madre. No es necesaria la conversación. Miro a sus ojos, ella hace lo mismo con los míos, y en ese cambio de miradas vuelan los recuerdos de toda una vida de unión, respeto y cariño. Nos separa el té, pero estando el mundo como está, me parece un detalle insignificante.
A mí me bautizaron dos veces. Cuando nací, el capellán de casa era don Cirilo, un sacerdote buenísimo y juicioso. Jugaba al parchís y tenía gran afición al fútbol. En sus aposentos se podían encontrar muchas fotografías de futbolistas, especialmente de Zarra. Don Cirilo había nacido en Tomelloso, quizá por eso lo de Zarra, aunque me han dicho que Zarra era de Bilbao. La cosa es que nací y me bautizó don Cirilo ante la estática aprobación de mi padre y la callada emoción de Mamá.
A mi madre le encantaba convidar a merendar a los obispos; y una tarde vino el de Jaén, don Pedro Sigüenza, de gran sagacidad, como se demostrará después. Mamá se sabía las debilidades reposteras de todos los prelados y a don Pedro le chiflaban los tocinillos de cielo de las madres carmelitas de Alcalá de Guadaira. Como tenía mucho sentido del humor, solía decir que eran celestiales, y mi madre reía sus golpes, porque Papá todavía estaba vivo y Mamá podía reírse. Se sentaron en la mesa el señor obispo, mi madre, don Cirilo y el padre Iturrieta, que venía con Su Ilustrísima. El padre Iturrieta era de Hernani y se lo habían encajado al señor obispo durante una temporadita para que calmara sus pasiones nacionalistas. Según él, los tocinos de cielo de Alcalá de Guadaira eran una mariconada, y por ahí no pasaba don Pedro. «Siga usted diciendo esa bobada y no vuelve a Hernani hasta que se jubile», le amenazaba el obispo.