Creo que me he equivocado en la elección. Una cosa es compartir la educación de un heredero con una princesa rusa y otra muy diferente hacerlo con la hija de la dueña de la peletería Repullés y Segarra. Si Dios me concede la fuerza necesaria, este compromiso se va a ir a paseo. Hay decenas de mujeres dispuestas a ser la futura marquesa de Sotoancho sin madres como doña Mercé y tíos como don Josep Antoni.
Ahí los tengo, a los tres sentados frente a mí. Papá, ayúdame desde el Cielo a salir de este trance.
He roto unilateralmente mi compromiso matrimonial. No me caso. He huido vilmente. Me he despedido de Mamá, que está feliz con mi decisión, y he dejado a Olimpia, a la foca de su madre y al bichejo de su tío y administrador en el salón de casa. Ya se habrán dado cuenta de mi jugada. Sin maleta y sin nada, he salido por la puerta de atrás de La Jaralera, me he plantado en la estación de Santa Justa y he tomado el primer AVE con destino a Madrid-Puerta de Atocha, que así reza el billete. Y aquí estoy, en el Ritz, registrado con un nombre falso, y divinamente tratado, como siempre.
Mi ropa viene de camino. Me voy a quedar, por lo menos, un par de semanitas. Para camuflar mejor mi personalidad, he decidido dejarme bigote. Si Olimpia sospecha que estoy en el Ritz es muy probable que se presente en cualquier momento para pedirme explicaciones. Lo siento por ella, que había puesto toda su ilusión en la boda, pero más vale retroceder que dar un paso hacia el abismo. Me decepcionó mucho físicamente. Tiene planta, buena facha y su voz es cálida, pero también demasiados granos para su edad. Un médico de piel definiría su enfermedad como «acné persistente». Y lo peor es la madre. No entiendo cómo un príncipe ruso exilado se pudo enamorar de esa morsa. Cada vez que lo pienso me ratifico en la bondad de mi huida. Tendré que pensar en otra novia para garantizar la continuidad de la dinastía.
He hablado con Mamá. Me apoya y me felicita. «De la que nos hemos librado, Susú», repite constantemente. Sólo lo lamento en un aspecto. Mamá tiene demasiados años y necesita descansar. Ha llevado con ejemplar tesón y firmeza el peso de su responsabilidad. Cuando murió Papá, yo era un joven inexperto y poco cerebral, y si no llega a ser por Mamá, no se habría mantenido el esplendor de nuestra casa. Me ha enseñado día tras día a cumplir mi papel con responsabilidad y justicia, siempre desde la caridad cristiana: «Todos somos hijos de Dios, Susú, pero también Nuestro Señor admite las diferencias de rango. Si Él nos ha dado este puesto en la Tierra, debemos conservarlo para no ofenderle.» Tan enroscado en el alma tiene Mamá el mandato divino que Dios nos ha encomendado, que regala una medallita de plata a todos los hijos de los empleados de La Jaralera el día de su bautizo. Por eso, y otros detalles de humanidad, el servicio la adora. Cuando la hija del mozo de cuadra se quedó embarazada, Mamá dio una lección de sagacidad diplomática y autoridad moral sólo al alcance de los elegidos. La encinta no sabía quién era el padre del
nasciturus
por haber mantenido relaciones pecaminosas con cinco muchachos de la zona. Perico
el Birojo
, Juan
el de los Alcauciles
, Antonio
el Remendado
, José
el Palmero y
Curro
el de la Venta.
El Birojo estaba casado, José y Curro, prometidos, Antonio
el Remendado
» era viudo y sólo quedaba de soltero fetén Juan
el de los Alcauciles.
Hizo llamar a Juan y le dijo lo siguiente: «Si no te casas con la niña, sinvergüenza, que eres un pedazo de sinvergüenza, y un canalla como lo que no hay, no vuelves a vender un alcaucil en toda Andalucía, y además te denuncio, te meten en chirona y no sales de la cárcel en toda tu vida.» Mano de santo. Juan se casó con la niña y se terminó el problema, aunque después no fueron felices. Pero esa manera de arreglar los asuntos de los pobres sólo la tiene Mamá.
He divagado. Antes de comer me voy a dar un paseo por El Prado para ver japoneses. A La Jaralera no llegan japoneses. Me divierten mucho, todos con sus máquinas fotográficas y su idioma rarísimo. Ellas son culibajas, y tienen que tener bastante carácter. Siempre que vengo a Madrid me llego a la puerta del museo para contar japoneses. La última vez había más de dos mil. Cuando vuelvo a casa, es lo primero que Mamá me pregunta: «¿Cuántos japoneses había en El Prado?» Y se muere de risa, para adentro, como ella se ríe, pero se muere.
El Prado tiene otra ventaja. Olimpia jamás me buscaría allí. Vivir en Madrid, siempre que sea en el Ritz, me encanta.
El servicio doméstico de casa cuenta con un apartado tradicional que lo distingue de los demás. Ni los Reyes, ni Alba, ni Medinaceli, ni Alburquerque, lo han tenido jamás. En casa, además de mayordomos, doncellas, cocineras, mayorales, jardineros, chóferes y todas esas cosas, tenemos «ponebaños». El «ponebaños» tiene una sola e importantísima función. Ocuparse de preparar el baño a Mamá y a mí. La «ponebaños» de Mamá se llama Jacinta, pero la conocemos por Úrsula, en recuerdo de la osa parda del monte Igueldo de San Sebastián, que siempre estaba comiendo cacahuetes. Jacinta está todo el día cacahuete va y cacahuete viene, y como Mamá es tan suya, le dijo una tarde: «Jacinta, usted a partir de ahora se llamará Úrsula, y si no le gusta, se aguanta.» Desde aquella tarde, la «ponebaños» de Mamá es Úrsula y sólo Úrsula, y si alguien le dice «Jacinta», Mamá se pone como una oca de enfadada, y Mamá en plan de oca enfadada es mucha Mamá.
Mi «ponebaños» es Lorenzo, y cumple con su cometido divinamente. Sabe que no soporto la quemazón de golpe, y también que me molesta que el agua se enfríe en el transcurso de la inmersión. Lorenzo, que está a mi lado durante el baño, va soltando chorritos a medida que el agua baja de temperatura, y juega con el tapón con sabia mano para que no se desborde la bañera. Para mí, el baño de las ocho de la tarde es más que una obligación de higiene. Es un rito, y hasta una diversión. Apoyo mi pompis en la esponja para que salgan pompitas cosquilleantes y, a falta de los barcos de mi niñez, juego con varios patitos de goma a la cacería. El juego es muy entretenido. Pongo un patito en el baño, y le ordeno a Lorenzo que dispare contra él. Lorenzo apunta con sus manos y grita «pum, pum». Si el patito consigue llegar hasta mis partes, el patito se ha salvado. Pero si Lorenzo grita «pum, pum» antes de que el patito me roce el piolín, el patito se muere. Tenemos grandes y violentas discusiones. Ayer mismo, sin ir más lejos, el patito —a quien yo había dado un impulso exagerado, lo reconozco-, me rozó el pitilín justo cuando Lorenzo apuntaba y gritaba «pum, pum». Para mí, que el patito se había salvado, pero, Lorenzo, que es muy violento, metió la mano derecha en el agua y me levantó al patito.
—Es usted un tramposo, señor marqués. Ha soltado al patito encima de su pitilín y no me ha dado tiempo para reaccionar.
—Lo que pasa es que usted dispara cuando el pato ha pasado, y así no se puede cazar.
La discusión alcanzó tales dimensiones, que Mamá, tras conocer los pormenores de la trifulca, ordenó a Lorenzo que se presentara ante ella y le exigió una disculpa fuera de cualquier reticencia o justificación emboscada:
—Lorenzo, según la versión del señor marqués, usted ha disparado cuando el patito ya había llegado a la altura del pitilín del señor marqués, y por lo tanto, el patito se salvó.
Lorenzo reconoció su error, se disculpó por la trampa, y allí acabó la cosa, como si nada hubiera pasado. Es lo que tiene Mamá, que de la circunstancia más grave consigue un acuerdo amistoso.
No obstante, y para poder dormir tranquilo, con la conciencia limpia y el honor en su sitio, me vi obligado a reconocer a Lorenzo, ya sin Mamá delante, que efectivamente había procedido con mala fe. La añagaza fue sencilla. Le dije a Lorenzo que la temperatura bajaba. Lorenzo abrió el grifo del agua caliente. Cuando tiraba de la cadenita del tapón para mantener la marea en su punto, yo solté al pato sin previo aviso, justo en la vertical de mi pitilín. Lo hice mal, porque el patito, en lugar de avanzar retrocedió al contacto del agua. Fue cuando Lorenzo apuntó y gritó «pum, pum». Honestamente, Lorenzo había matado al patito, pero para algo soy yo el marqués y él, simplemente, el «ponebaños».
Y si no está de acuerdo, que se vaya a otra casa. Si a los sesenta años no puedo hacer trampas en el baño y tengo que dejar que el patito de goma nade hasta mi pitilín antes de que Lorenzo apunte y diga «pum, pum», ¿para qué ganamos la guerra?
Mamá estuvo estupenda, como siempre. Poniendo los puntos sobre las íes.
Un chucho canela, un perrillo mil leches, listo como el hambre y cariñoso como la pobre y miope tía Laura Istúriz —falleció de una infección generalizada por las heridas que le produjo el cactus al que abrazó confundiéndolo con el abuelo-, se ha instalado en casa y no hay quien lo eche. El perrillo es tan simpático que he decidido adoptarlo, y cuando me ve mueve el rabo, y salta, y llega hasta mí y me ofrece todo su amor y su lealtad. A Mamá no le gusta, pero tampoco hay que darle la razón en todo.
Le he puesto de nombre Tempranillo, porque es independiente y no le asusta la sierra, como al bandolero, pero Mamá —esta vez sí tiene razón— se lo ha cambiado por el de Gus. «A los perros,, nombres monosílabos y sonoros, Susú.» La verdad es que a la orden de«¡Tempranillo!», el perrillo no reacciona, pero cuando oye «¡Gus!» se vuelve loco de alegría.
Hoy me ha entrado una tristeza lenta, de esa que no se nota al principio y aumenta al paso del día. Mamá estaba amodorrada, y el sol invitaba al paseo. Junto a Gus me he perdido por los caminos de La Jaralera, dejándome ir. En la lomilla de las liebres, Gus ha levantado a un bando de perdices, seguramente recién comidas del sembrado del cerro. Hemos superado la dehesa y el soto, cruzado el Guadalmecín por el puente de los plumbagos, y al final, como siempre que me dejo llevar por el alma, nos hemos encontrado en la albariza de los juncos, mi rincón, mi paisaje pequeño, mi mejor mirada.
¡Cómo está La Jaralera! A mi espalda, un tapiz infinito de flores. Amapolas, violetas silvestres, margaritas blancas y amarillas, entremezcladas y desafiantes. Frente a mí, el azul brillante de la albariza, los juncales al cielo, el rumor del agua que se agita con los impulsos de los patos. De cuando en cuando, la garza que se eleva torpe y majestuosa, y que pasados pocos minutos, vuelve y se posa en el barrizal de la orilla. He visto avocetas y fumareles, y en una ráfaga de ilusión recuperada, a contraluz, he creído distinguir a una pareja de mandarines.
Gus siempre a mi lado, moviendo el rabo, feliz con todo. Tengo más de sesenta años, y no me he acostumbrado a la falta de Papá. Mi padre, que me parecía tan distante y rígido, ha marcado mi vida con su ausencia. Hoy tengo corazón de niño, y me encantaría poderle reconocer la mucha falta que me hace.
Mamá estará ya despierta. «Gus, vámonos para casa.» Otra vez el vuelo de las perdices. Estas perdices no aprenden. Si saben que hemos pasado, tendrían que intuir que lo haríamos también de vuelta. Así que Gus las ha asustado de nuevo. Allá ellas. Así las cazan de fácil y sencillamente. Al llegar a casa, Gus se ha quedado en la puerta. Ha entendido la situación. Pero me ha lamido para despedirse y yo le he agradecido el saludo con una caricia. Finalmente, nos hemos mirado y le he dado permiso de entrada.
Gus se ha mostrado inquieto con la alfombra del
hall.
Me ha seguido por las escaleras y ha entrado conmigo en el salón de los rezos. Al verlo, Mamá se ha puesto como una furia. «Susú, saca de aquí a ese chucho, y que sea inmediatamente.»Gus ha comprendido la situación. Sólo ha bajado las escaleras, sin recibir órdenes ni mandatos. He besado a Mamá, le he dicho que no voy a cenar, y después de desearle las buenas noches, he salido de la habitación con dirección a la mía. En el
hall
sobre la alfombrilla de limpiarse los botos, estaba Gus. No ha hecho falta que le dijera nada. Se ha incorporado, y muy silenciosamente ha subido las escaleras, me ha lamido la mano que le acariciaba y me ha seguido hasta mi cuarto.
Y aquí está, dormido, caliente, tranquilo. Este perrillo me va a ayudar a no morir de aburrimiento.
Mañana será otro día, Gus. Otro día…
Cuando se acerca la Semana Santa, en La Jaralera se impone el recogimiento. En el sotillo, ya primavera, anidan algunas parejas de oropéndolas. Su belleza dorada en el plumaje se puede interpretar como un reto a la pena.
—En estos días —dice Mamá-, sólo deberían volar las chovas, los grajos y los cuervos con sus alas de luto.
Hace unos años, no recuerdo quién, le hizo a Mamá el mejor regalo. Una cinta grabada con las «Siete palabras» del padre Laburu. A Mamá le encantaba el padre Laburu, y cuando se murió dejaron de interesarle los sermones de la Pasión.
—No se pueden comparar. Estos de ahora parecen charlitas. —El padre Laburu era un jesuita vasco que se ponía de los nervios cuando hablaba, y que tenía una voz rotunda y quebrada, de caserío antiguo.
De niño —y no tan niño-, Mamá me obligaba a oír sus prédicas en la SER, y en verdad que asustaba. «Madre, he aquí a tu hijo; Hijo, he aquí a tu madre.» Decía poco más, pero temblaban los sentimientos.
También le gustaban el padre González, que era andaluz, y el padre Cué, que era poeta. El padre Cué escribió un libro de versos al marqués de Comillas, y ese detalle a Mamá le encantó. El marqués de Comillas fue un santo que renunció a la lujuria y mantuvo la castidad plena en su matrimonio.
Era tan decente que hasta en la playa separaba a los niños de las niñas y viceversa, para que las olas, siempre tan traicioneras, no mojaran al mismo tiempo las cosas de las niñas y las de los niños.
Una noche, en la que su mujer, ya fuera de sí, le pidió un beso, el marqués se lo dio en la frente y luego se confesó.
Pues lo dicho. Desde que regalaron a Mamá la cinta del padre Laburu, la oye tres veces al día desde el Miércoles de Ceniza al Sábado de Gloria. Ya me la sé de memoria: «Todo se ha cumplido, todo terminó. ¡Qué grrrannn borradorr es el tiempooo!» Mientras Mamá oye al padre Laburu yo preparo nuestra procesión. La del Cristo de los Taladros, una imagen preciosa y pesadísima del siglo XVII que tenemos en la capilla de casa.
No entiendo mucho de arte, pero según los expertos es buenísima, y además de la marca Inri, que es la fetén. La imagen pesa una barbaridad y la llevan en andas los empleados de La Jaralera, también llamados durante la procesión «costaleros del Claverío».