La albariza de los juncos (14 page)

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Authors: Alfonso Ussia

Tags: #Humor

BOOK: La albariza de los juncos
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La tradición es preciosa. El Miércoles Santo, después de levantarnos Mamá y yo de la siesta, la imagen es sacada de la capilla hasta la puerta de casa.

El recorrido es corto, y el peso del manejo recae en los varones de la familia. Vienen mis primos Juan y Andrés Covanera, Rodrigo Sancti Petri, Jaime Humosaltos y Paco Torresécija por parte de la familia de Papá. Como somos pocos para sacar la imagen, se unen algunos Hendings de la familia de Mamá. La tradición nos encomienda un papel muy breve. Depositamos al Cristo de los Taladros en la puerta de casa y allí lo recogen los costaleros del Claverío. Se les dice así por los clavos penitentes que sobresalen de la parte inferior de las andas, clavos que hieren a sus portadores para purificar sus pecados, y que al cabo de las horas, duelen sobremanera. Los costaleros del Claverío se echan la imagen a los hombros, y salen de casa hacia la linde de La Jaralera, la cual recorren durante el miércoles, jueves y viernes. En total, cincuenta y dos kilómetros de linde llevando la imagen, aunque eso sí, turnándose en tres cuadrillas distintas.

Con ellos mandamos a un médico y una enfermera para las primeras curas, y si algún costalero tiene una hemorragia más importante, sueltan un cohete de auxilio, recoge al herido un Land Rover y se lo lleva inmediatamente al hospital del seguro, que funciona divinamente.

El viernes, al mediodía, Mamá y yo esperamos en la puerta de casa la vuelta de la procesión, emocionadísimos. Vigilamos que la imagen sea colocada en su lugar, y cuando finaliza la operación, don Ignacio, el capellán, reza unas cuantas oraciones para agradecer el buen término del recorrido.

Es bellísimo comprobar la devoción de estas gentes, y sus hombros heridos, y sus lágrimas en los ojos, mientras nos dan las gracias a Mamá y a mí por la oportunidad que les hemos concedido para que Dios perdone sus pecados, sobre todo el de no desear los bienes ajenos.

Así es nuestra Semana Santa, tradicional, popular, compartida, penitente y agradecida. El Domingo de Resurrección Mamá guarda la cinta del padre Laburu y yo me voy a los toros a Sevilla. Todo sin alharacas ni aspavientos.

Los costaleros del Claverío gozan de tres días de permiso para curar sus heridas y el lunes ya no da repelús contemplar el vuelo dorado de las oropéndolas por entre los chopos y álamos del sotillo.

Y a un paso… ¡La Feria!

La mudanza

A finales de abril, o primeros de mayo, Mamá se va a veranear. La mudanza es pesada, porque se lleva muchas cosas y hay que preparar tres baúles de los de antes, como mínimo. Me entristece separarme de Mamá, que veranea hasta octubre, cuando los atardeceres se acompañan de las primeras brisas del fresquillo. Me encanta que Mamá veranee, y cambie de clima, y disfrute de la buena temperatura, pero a mí el verano me mata. Tengo que seguir al mando de todo, y encima me obliga el deseo de visitar a Mamá todos los días. Él cambio de clima es tan acusado, que me paso todo el verano acatarrado, con unas toses que no me gustan y unos moquillos que humillan y entorpecen mi respiración.

El traslado dura dos días, como poco. Antes del viaje, Mamá me hace las recomendaciones de siempre, que yo acepto y agradezco aunque me las sepa de memoria: «Hijo; visítame con frecuencia. No tomes el sol, que tienes la piel muy sensible y te salen ronchas de los quemazones. No bebas licores después de comer, que en verano sientan fatal. Cuidado con las uñas de los pies, que te las vas dejando y dejando y acabas andando como un picador de Curro Romero. Mándame dinero para las limosnas de verano, y sobre todo, no te olvides de rezar cada noche, que Dios apunta y no se olvida, y en el juicio final, esos detallitos cuentan. Recuerda que tienes terminantemente prohibido ir a la playa, y si no tienes más remedio, que sea en la de Fuentebravía, en la zona del Buzo, donde todavía tiene valor la decencia. Y no te olvides de felicitar el 15 de agosto a tía Paloma Guadalfageme, que ya sabes lo picajosa que es. Que Dios te bendiga, Susú.»

Las despedidas siempre son tristes, y más si es una madre la que se marcha. Me quedo solo y la responsabilidad se hace inmensa. Le prometo a Mamá cumplir con todas y cada una de sus recomendaciones, y se va tranquila y confortada. ¡Se merece el descanso, el cambio de ambiente y el frescor del verano antiguo!

Hace años se instalaba en el Cristina de San Sebastián, o en el Real de Santander, pero se han muerto todas sus amigas. La última en cascar ha sido la pobre Piloncha Ubarretegui, que jugaba al «No me lo digas que yo lo sé» como nadie. A Mamá le encanta jugar al «No me lo digas que yo lo sé». El juego consiste en hacer una pregunta a un grupo de amigas. La que pregunta es la banca y las que responden tienen que poner veinticinco pesetas para poder adivinar la cuestión. Por ejemplo: Mamá es la banca y dice: «¿Cómo se llamaba la reina que murió en plena juventud y dejó a Alfonso XII contrito y destrozado?» Si alguien sabe la respuesta tiene que gritar: «¡No me lo digas que yo lo sé y he ganado tu parné, pralinilla, praliné! ¡Mercedes!» Si es así, a Mamá le sienta fatal y puede contrarrestar: «¡Mi parné llevar no puedes pues se llamaba María, María de las Mercedes!» Y se lo pasaban fenomenal, aunque en ocasiones se insultaban. Un día que Piloncha Ubarretegui hacía de banca preguntó: «¿Cómo dicen en un burdel a eso que tiene él?» Mamá, rápida como siempre, gritó: «¡No me lo digas que yo lo sé, pitolita o pitóle, y te voy a quitar el parné, pralinilla, praliné!» Entonces, Piloncha, que era muy suya, contrarrestó: «El parné sigue en mi olla porque la respuesta es ¡polla!» La que se armó. Mamá la armó.

Desde aquello, a Mamá le dio cosa veranear con esa gente, y decidió hacerlo en el ala norte de casa. La Jaralera tiene un ala norte que sólo se usa para que Mamá pase el verano. Pero la mudanza es pesadísima. Y tener que visitarla todos los días, un auténtico problema. Se hace larguísimo el pasillo que une las dos zonas de la casa, y la temperatura cambia una barbaridad. Eso sí. Me quedo solo, Mamá veranea, y yo, en un pispás, la visito, ceno con ella y me vuelvo a trabajar a casa. Pero es dura la separación. Salgo a pasear y la veo en la terraza del ala norte. Otea el horizonte con unos primáticos. Se cree en la costa. Por la tarde voy a visitarla y me recibe con grandes muestras de cariño, que en Mamá no son habituales.

—¡Qué alegría de verte, Susú!

—Me encanta encontrarte tan descansada, Mamá.

Y es verdad. Descansa en el ala norte, y no siente el calor de nuestro campo.

En octubre, otra vez los baúles al ala sur, la zona normal de la casa. Llega con su equipaje y saluda al servicio, el mismo que ha tenido en el veraneo. Pero el otoño manda. Le doy a Mamá la bienvenida y el reencuentro emociona a Tomasa, que se ha pasado el verano con Mamá a cincuenta metros de donde retorna. Pero vuelve cipresa, magnífica, zarina, infantona, aguda, terminante y juncal.

—Otra vez en casa, Susú.

El lince

Mamá de veraneo en el ala norte de la casa y yo trabajando en el ala sur. Se ha comprado un teléfono móvil y me llama a todas horas. Le obsesiona el calor que estoy pasando. «Aquí hace un tiempo estupendo, si me apuras, demasiado fresquito.» Le he prometido que iré a comer con ella, aunque llegaré un poco tarde. Hoy viene el administrador y tengo que resolver con él una serie de asuntos que requieren mi atención y esfuerzo. Nos han ingresado ya el dinero de la ayuda europea por plantar chirimoyas. A mil pesetas por planta, tres mil esquejes, tres millones de pesetas. Se han secado todas, pero no va a venir un inspector de Bruselas para cuestión tan nimia. A Mamá le preocupa mucho lo de las chirimoyas.

—No juegues con éstos de la ONU porque no se andan con chiquitas, Susú.

—No son de la ONU, Mamá, sino de la Comunidad Europea, y de chirimoyas saben menos que nosotros. Así que, tranquila y descansa.

El administrador ha venido sin afeitarse. No me gusta su desaliño. Gus, que no ladra a nadie, le ha dedicado un apunte de gruñido muy de mi agrado.

—No sabía que tenía un perro nuevo, señor marqués.

—Ni yo que se le había estropeado a usted la Gillette.

Tocado y casi hundido. Cuando disparo doy en la diana.

En efecto, los tres millones están en el banco. No es mucho, pero grano a grano de arena se forma una playa. He firmado los cheques de la nómina y cuando ha llegado el turno al suyo he vuelto a la carga.

—Espero que con esto se compre usted una maquinilla nueva.

Por dentro me moría de risa, pero se lo he soltado muy serio. Se ha marchado con el bolo colgando, que no sé lo que quiere decir, pero me suena a ocurrencia.

Me disponía a visitar a Mamá en el ala norte cuando ha llegado Manolo, uno de los guardas de arriba.

—Señor marqués; en La Manchona hay un lince.

—Pues que espere el lince que tengo que comer con la señora marquesa viuda y llego tarde.

Ignoro el porqué de la agitación por un simple lince.

—Es que el lince ha caído en un cepo, señor marqués, y como se enteren los de la Junta, se le cae el pelo.

—Un momento, Manolo. Voy al ala norte, consulto con mi madre, y vuelvo en cinco minutos.

—Yo espero lo que usted mande, señor marqués.

—Así me gusta, Manolo.

El pasillo —aquí le decimos «corredor»-, que une las dos alas de la casa es bastante largo. Al llegar al lugar de veraneo de Mamá he notado el cambio de temperatura.

—Buenas tardes, Mamá —le he dicho mientras la besaba.

—Bienvenido a Zarauz, Susú —me ha respondido con la gracia que Dios le ha dado.

—Mamá, problema importante —le he anunciado.

—¡Las chirimoyas de la ONU! —ha gritado espantada.

—No, Mamá. Un lince herido por un cepo en La Manchona.

Al oír la mala nueva, Mamá no ha movido ni un dedo. Tras un largo silencio, me ha mirado con sus ojos penetrantes y ha abierto la boca.

—No entiendo nada de nada. —Y ha esperado mi explicación.

—Mamá, el lince es un felino de gran belleza a punto de extinguirse. Quedan muy pocos en España, y la mayoría está en Doñana o Sierra Morena. Al que mata un lince, le condenan a varios años de prisión, como a Roldan. Y he aquí, que un cepo ha atrapado a un lince en La Manchona. Si se enteran los de Medio Ambiente de la Junta se nos va a caer el pelo, como dice Manolo.

Mamá ha oído mi narración con una entereza de novela. Ha puesto los labios en disposición de arranque y los ha vuelto a poner en situación de descanso. Por fin, ha hablado:

—Siempre pasa algo cuando me vengo a veranear. Arréglatelas como puedas, pero en mi opinión, hay que matar al lince.

He corrido hacia el ala sur, donde hace mucho calor. En mi despacho, Manolo esperándome.

—La señora marquesa viuda recomienda que el lince sea privado de todo sufrimiento. Mátelo, Manolo.

—Mátelo usted, señor marqués. Yo voy a avisar a la Guardia Civil.

Dicho y hecho, el empleado que yo creía fiel y leal, ha salido del despacho con dirección al cuartelillo. Nunca me he visto en tal aprieto, como el verso ese que se sabía Papá.

He agarrado el rifle para llegar hasta La Manchona. El lince es primo del león y del tigre, y con cepo o sin cepo, es un lince. Falsa alarma. Ahí están todos los guardas. El lince ha escapado de la trampa y ha huido. Apenas un poquito de sangre delata su corta estancia en el cepo. De vuelta a Casa, a contárselo a Mamá.

En la puerta de casa, una pareja de la Guardia Civil.

—El lince se ha zafado y está bien. No se preocupen.

Uno de los guardias, muy encelado, me ha hecho una preguntita de aúpa.

—¿Quién ha puesto el cepo?

—Lo ignoro, señor número —le he contestado.

—Acompáñenos al cuartelillo.

He pasado tres horas en el cuartelillo. Por fin, alguien de ICONA o como se llame ha localizado al lince. Está estupendamente. Pero he tenido que pagar una multa como máximo responsable de la instalación del cepo. Tres millones de pesetas. Puedo recurrir. Cuando se lo he dicho a Mamá, su orden no se ha hecho esperar.

—Planta otras tres mil matas de chirimoyas, Susú.

Y es lo que vamos a hacer. Inmediatamente.

Paréntesis

Me llegan noticias de que Olimpia no ceja en su afán de localizarme. Llama todos los días y se enfada cuando le dicen que no me puedo poner porque estoy reunido. Mal carácter tiene la muchacha y me alegro de haberla dejado. Hoy, para sorprender, ha llamado a las siete de la mañana, y Tomás, que ha cogido el teléfono, le ha dicho que estaba recogido.

—Pues cuando se despatarre ese inútil le dice que le ha llamado la princesa de Bolka-Romanov. Que esto no va a quedar así. Que los compromisos se cumplen y que no voy a consentir una humillación más. Y aprovechando que el Neva pasa por San Petersburgo, le dice de mi parte al pitoflojo de su señor marqués, que dé la cara como hacen los hombres, que es una maricona de feria, que su madre es una cochina beata y que me paso la boda, el marquesado de Sotoancho, La Jaralera, y todo el dinero que tiene por el chichi. Sí, sí, ha oído usted bien. Por el chichi, que aunque sea princesa imperial, me lo paso todo por el chichi.

Tomás, que tiene un memorión, me ha garantizado que ése, y no otro, fue el tono y el fondo argumental de la jirafa rusa en su conversación. Algo comprendo su frustración. A esta chica le han puesto un tocino de cielo de Alcalá de Guadaira en los labios, y cuando se disponía a hincar el diente, le han enseñado el resultado de unos análisis de sangre con un diagnóstico de diabetes. Para ella, por muy princesa rusa que sea -
al
fifty-fifty
con peletera de Barcelona-, casarse con un noble heredero afortunado como yo le hacía una ilusión loca. Pero no se puede ir por la vida con la estatura de una jugadora de baloncesto y la piel llena de granos. Si yo hubiera sabido que Olimpia estaba tan mal hecha, sobre todo, tan excesivamente hecha, no la habría elegido. Pero ocultó sus defectos en la cartulina que le envió a Mamá, y escogió una fotografía más retocada que la del bisabuelo Hendings de uniforme de coronel en la guerra de Cuba, que ni era militar ni estuvo jamás en Cuba. Pero aun comprendiendo su rabieta, no tiene perdón de Dios que se dedique a llamar a una casa a las siete de la mañana para soltarle a un empleado esa sarta de barbaridades.

—Tomás, ¿de verdad me llamó maricona de feria?

—Textualmente, señor. Y pitoflojo. Y a la señora marquesa viuda, cochina beata.

—¿Y usted no nos defendió?

—Hice lo que pude, señor marqués, pero no pude mucho.

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