La alternativa del diablo (32 page)

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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: La alternativa del diablo
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En la votación de los términos del tratado, que era en realidad un voto de confianza a Maxim Rudin, se mantuvo el empate de seis a seis, resuelto por el voto de calidad del presidente.

—Sólo una cosa podría derribarle ahora —dijo Vishnayev al mariscal Kerensky, con sereno aplomo, mientras ambos se dirigían aquella noche a casa en el automóvil del primero—. Que ocurriese algo grave, capaz de hacer que uno o dos miembros de su facción cambiasen de bando antes de ratificarse el tratado. Si no ocurre nada, el Comité Central aprobará el tratado propuesto por el Politburó, y el mismo entrará en vigor. Si al menos pudiese demostrarse que esos dos malditos judíos de Berlín mataron a Ivanenko...

Kerensky se mostraba ahora menos jactancioso que de costumbre. En su fuero interno empezaba a preguntarse si no se habría equivocado al elegir su bando. Tres meses antes, parecía seguro de que Rudin se vería empujado demasiado lejos, y demasiado aprisa, por los americanos, y perdería el apoyo necesario en la mesa del tapete verde. Pero Kerensky estaba comprometido con Vishnayev; ya no se celebrarían las grandes maniobras soviéticas en Alemania Oriental, dentro de dos meses, y tendría que aguantarse.

—Otra cosa —añadió Vishnayev—. Si se hubiese sabido hace seis meses, la lucha por el poder habría terminado. He tenido noticias de un informador que trabaja en la clínica de Kuntsevo. Maxim Rudin se muere.

—¿Se muere? —repitió el ministro de Defensa—. ¿Cuándo? ¿Dónde?

—No tan pronto como convendría —respondió el teórico del partido—. Vivirá lo suficiente para ver aprobado su tratado, amigo mío. El tiempo pasa muy de prisa para nosotros, y nada podemos hacer para evitarlo. A menos que el caso Ivanenko estallase.

Mientras tanto, el Freya navegaba por los estrechos de la Sonda. A babor, estaba la punta de Java, y a estribor, en la lejanía, la enorme masa del volcán Krakatoa recortaba su silueta sobre el cielo nocturno. En el oscurecido puente, una serie de instrumentos débilmente iluminados decían a Thor Larsen, al primer oficial de guardia y al joven ayudante, todo lo que éstos tenían que saber. Tres sistemas separados de navegación transmitían sus descubrimientos a la computadora, instalada en un pequeño cuarto a popa del puente, y tales descubrimientos eran absolutamente exactos. Los datos constantes de la brújula, con un máximo margen de error de medio segundo, eran cotejados con las estrellas de la bóveda celeste, firmes e inmutables. Los astros artificiales construidos por el hombre, los satélites en órbita, eran también seguidos, y los datos transmitidos por los mismos pasaban a la computadora. Aquí, los bancos de memoria habían absorbido mareas, vientos, corrientes submarinas, temperaturas y grados de humedad. Y la computadora enviaba automáticamente sus continuos mensajes al gigantesco timón que, muy por debajo del peto de popa, oscilaba con la sensibilidad de una cola de sardina.

En lo alto, sobre el puente, las dos pantallas de radar giraban incesantemente, captando costas y montañas, barcos y boyas, e informando de ello a la computadora, que analizaba esta información, presta a lanzar su toque de alarma a la primera señal de peligro. Bajo el agua, las sondas de eco trazaban un mapa tridimensional del fondo marino, mientras que, en la sección de proa, el sonar registraba las negras aguas, hacia el frente y hacia abajo, en una extensión de cinco kilómetros. Pues si el Freya, navegando a toda marcha, tenía que pararse, tardaría media hora en hacerlo y recorrería entre tanto de tres a cuatro kilómetros. Todo eso a causa de sus dimensiones.

Antes del amanecer, salió de los estrechos de la Sonda, y la computadora le hizo poner rumbo al Noroeste, a lo largo de la línea de cien brazas, en dirección al sur de Ceilán y al mar de Arabia.

Dos días más tarde, el 12, ocho hombres se reunieron en el apartamento alquilado por Azamat Krim en un suburbio de Bruselas. Los cinco recién llegados habían sido convocados por Drake, que los tenía anotados en su lista desde hacía tiempo, y había hablado con ellos hasta altas horas de la noche, antes de resolver que podían participar en su sueño de descargar un rudo golpe contra Moscú. Dos de los cinco eran ucranianos nacidos en Alemania, retoños de la vasta comunidad ucraniana en la República Federal. Uno era americano, de Nueva York, también hijo de padre ucraniano; y los otros dos eran angloucranianos.

Cuando se enteraron de que Mishkin y Lazareff habían matado al jefe de la KGB, prorrumpieron en excitados comentarios, y cuando Drake les dijo que la operación no podría considerarse terminada hasta que los dos partisanos estuviesen libres y a salvo, todos se mostraron de acuerdo. Hablaron durante toda la noche, y al amanecer habían formado entre ellos cuatro equipos de dos hombres.

Drake y Kaminsky volverían a Inglaterra y comprarían el equipo electrónico que Drake consideraba indispensable. Uno de los alemanes regresaría a Alemania, en compañía de uno de los ingleses, para buscar los explosivos necesarios. El otro alemán, que tenía relaciones en París, iría con el otro inglés a comprar o robar las armas. Azamat y su colega americano cuidarían de buscar la canoa a motor. El americano, que había trabajado en un barco de recreo en el norte del Estado de Nueva York, creía saber lo que necesitaba.

Ocho días más tarde, en la estrechamente custodiada sala de justicia aneja a la prisión Moabit, de Berlín Oeste, empezó el juicio contra Mishkin y Lazareff. Ambos permanecieron callados y sumisos en el banquillo, en medio de unas extraordinarias medidas de seguridad, desde el alambre espinoso montado en lo alto de los muros exteriores, hasta los guardias armados distribuidos en toda la sala, mientras escuchaban el pliego de cargos. La lectura de éste duró diez minutos. Hubo un murmullo audible en los atestados bancos de la Prensa, cuando los dos acusados se declararon culpables de todos los delitos. El fiscal se levantó y presentó al tribunal su versión de los hechos acaecidos la víspera de Año Nuevo. Cuando hubo terminado, los jueces suspendieron la vista para deliberar sobre la sentencia.

El Freya avanzó pausada y tranquilamente por el estrecho de Ormuz y entró en el golfo Pérsico. La brisa había refrescado al declinar el sol, hasta convertirse en el frío viento shamal que soplaba del Nordeste, cargado de arena, y enturbiaba el horizonte. Todos los tripulantes conocían bien este paisaje, pues habían pasado muchas veces por allí, cuando iban a cargar petróleo crudo en el golfo. Todos ellos eran expertos en buques petroleros.

A un lado del Freya, las áridas y desnudas islas Quoin se deslizaron apenas a dos cables de distancia; al otro lado, los oficiales que estaban en el puente pudieron distinguir el paisaje lunar de la península de Musadam, con sus extrañas montañas rocosas. El Freya navegaba a buena altura, y la profundidad del canal no planteaba ningún problema. Cuando regresase, cargado de petróleo, la cosa sería muy distinta. Navegaría sumergido casi hasta el máximo avanzando despacio, pendiente de la sonda y del mapa del fondo marino, que se deslizaría a pocos pies del casco, cuya altura era de casi treinta metros hasta la línea de flotación.

El barco seguía lastrado, como lo había estado desde que zarpó de China. Tenía sesenta tanques o depósitos gigantes, distribuidos en tres hileras de a veinte, de proa a popa. Uno de ellos estaba destinado únicamente a recoger los desperdicios de los cincuenta depósitos de carga. Otros nueve eran tanques de lastre y sólo recibían agua de mar para dar estabilidad al buque cuando viajaba descargado.

Pero los restantes cincuenta depósitos para petróleo eran suficientes. Cada uno de ellos tenía capacidad para 20 000 toneladas de crudo. Con absoluta confianza en su invulnerabilidad al accidente de contaminación por el petróleo, el barco se dirigió a Abu Dhabi, a recoger su primer cargamento.

En la rue Miollin, de París, hay un modesto bar donde suelen reunirse los peces menudos del mundo de los mercenarios y los traficantes de armas, para tomar unas copas juntos. El germanoucraniano y su colega inglés fueron conducidos allí por el amigo francés del primero.

El galo y otro francés amigo suyo estuvieron varias horas negociando en voz baja. Por último, aquél se acercó a los ucranianos.

—Mi amigo dice que puede hacerse —dijo al ucraniano de Alemania—. A quinientos dólares la pieza. Dólares USA, y al contado. Incluido un cargador por unidad.

—Nos lo quedaremos, si añade una pistola con un cargador completo —replicó el alemán.

Tres horas más tarde, en el garaje de una casa particular cerca de Neuilly, seis metralletas y una pistola «MAB» de nueve milímetros fueron envueltas en mantas e introducidas en el portaequipajes del coche de los ucranianos. El dinero cambió de manos. Al cabo de veinticuatro horas, justo antes de la medianoche del 24 de febrero, llegaron a su apartamento de Bruselas y guardaron su equipo en el fondo del armario ropero.

El 25 de febrero, al salir el sol, el Freya volvió a cruzar el estrecho de Ormuz, y los oficiales del puente suspiraron aliviados al ver que la sonda indicaba que el fondo del mar descendía rápidamente delante de ellos, hundiéndose en las profundidades del océano. Las cifras bajaron rápidamente de veinte a cien brazas. Y el Freya cobró gradualmente su velocidad normal de 15 nudos, a plena carga, mientras ponía rumbo al Sudoeste y avanzaba por el golfo de Omán.

Ahora iba completamente cargado, de acuerdo con el objetivo para el que había sido construido: transportar un millón de toneladas de crudo a las sedientas refinerías europeas y a los millones de hogares que habrían de consumirlo. Su calado era el previsto de treinta metros, y los aparatos de alarma sabían lo que tenían que hacer si el fondo marino se acercaba demasiado.

Sus nueve depósitos de lastre estaban ahora vacíos y actuaban como flotadores. En la parte de proa, la primera hilera de tres cubas contenía un depósito lleno de crudo a babor y otro a estribor, con el depósito para desperdicios en el centro. Venía después la primera hilera de tres depósitos de lastre vacíos. La segunda hilera de las tres estaba en mitad del barco, y la tercera, al pie de la superestructura, en el quinto piso de la cual el capitán Thor Larsen cedió el gobierno del Freya a su primer oficial y bajó a su espléndido camarote de día para desayunarse y dormir.

En la mañana del 26 de febrero, después de un aplazamiento de varios días, el presidente del tribunal de Moabit, en Berlín Oeste, empezó a leer la sentencia dictada por él y sus dos colegas. La lectura duró varias horas.

Mishkin y Lazareff escuchaban impasibles desde el aislado banquillo. De vez en cuando bebían un sorbo de agua de los vasos colocados sobre las mesas que tenían delante. Los periodistas que llenaban la galería reservada a la Prensa internacional les observaban atentamente, lo mismo que a los jueces, mientras eran leídos los resultados de la sentencia. Pero un periodista, representante de una revista mensual izquierdista alemana, parecía más interesado en los vasos de agua que en los propios acusados.

El tribunal suspendió la vista para almorzar, y, cuando se reanudó la sesión, el periodista se había ausentado. Estaba telefoneando desde una de las cabinas exteriores. Poco después de las tres, el presidente del tribunal se dispuso a leer el fallo. Los dos acusados se pusieron en pie y escucharon la condena a quince años de prisión.

Después, fueron sacados de la sala y conducidos a la prisión de Tegel, en el sector norte de la ciudad, donde empezarían a cumplir su condena, y, a los pocos minutos, la sala quedó vacía. Las mujeres encargadas de la limpieza pusieron manos a la obra, retirando los cestos de papeles, las botellas y los vasos. Una de estas mujeres de edad madura, se encargó de limpiar el recinto donde habían estado los acusados. Sin que lo advirtiesen sus compañeras, recogió los dos vasos de aquéllos, los envolvió y los metió en su cesta de la compra debajo de los envoltorios vacíos de su comida. Nadie lo advirtió, pues a nadie le importaba.

El último día del mes, Vassili Petrov pidió audiencia a Maxim Rudin y fue recibido privadamente por éste en sus habitaciones del Kremlin.

—Mishkin y Lazareff —anunció, sin preámbulos.

—¿Qué hay de ellos? Les condenaron a quince años. Merecían la muerte.

—Uno de nuestros agentes en Berlín Oeste sustrajo los vasos que habían empleado para beber agua durante el juicio. La huella palmar revelada en uno de ellos coincide con la hallada en el coche causante del atropello de octubre en Kiev.

—Entonces, fueron ellos —dijo Rudin, con voz hosca—. ¡Malditos sean! Liquídelos, Vassili. Lo antes que pueda. Encargue de ello a «asuntos mojados».

La KGB, muy vasta y compleja en su organización y sus funciones, se compone esencialmente de cuatro direcciones principales, seis direcciones independientes y seis departamentos también independientes.

Pero las cuatro direcciones principales constituyen la mayor parte de la KGB. De ellas, la primera se ocupa exclusivamente de actividades clandestinas fuera de la URSS.

En el fondo de esta dirección se halla una sección conocida simplemente como Departamento V (V de Víctor) o Departamento de Acción Ejecutiva. La KGB tiene el máximo interés en que permanezca oculto a todo el mundo, dentro y fuera de la URSS. Porque sus tareas comprenden el sabotaje, la coacción, el secuestro y el asesinato. En la jerga de la propia KGB se le designa también con otro nombre: Departamento de mokrie-dyela o de «asuntos mojados», debido a que sus operaciones producen muchas veces derramamiento de sangre. Maxim Rudin ordenó a Petrov que encargase a este Departamento V de la primera Dirección Principal de la KGB la eliminación de Mishkin y Lazareff.

—Ya había pensado en ello —dijo Petrov—. Pero también pensé que el asunto podría confiarse al coronel Kukushkin, jefe de Seguridad de Ivanenko. Tiene motivos personales para querer realizarlo con éxito: salvar su propia piel, vengar a Ivanenko y lavar la humillación. Hace diez años trabajó en «asuntos mojados». Y forzosamente conoce el secreto de lo acaecido en la calle de Rosa Luxemburgo, ya que se encontraba allí. Además, habla alemán. Sólo debería informar al general Abrassov o a mí.

Rudin asintió, ceñudo.

—Muy bien, que él se encargue del trabajo. Puede elegir su propio equipo. Abrassov le dará todo lo que necesite. La razón aparente será vengar la muerte del capitán aviador Rudenko. Y es necesario que lo consiga al primer intento. Si fracasara, Mishkin y Lazareff podrían soltar la lengua. Después de un atentado frustrado, alguien podría creerles. Indudablemente, Vishnayev les creería, y ya sabe usted lo que eso significaría.

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