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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (36 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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—No pueden ser los hombres para la maniobra de amarre —dijo Lundquist—. Dijeron que vendrían a las siete.

—Tal vez no podían dormir y han preferido tomárselo con tiempo —sugirió Keller.

—Baje a la plataforma de la escalera —ordenó Lundquist al marinero— y dígame lo que vea. Cuando llegue allí, póngase los auriculares y conecte conmigo.

La escalera estaba en la mitad del barco. En las grandes embarcaciones, esta escalera es tan pesada que tienen que emplearse gruesos cables de acero, accionados por un motor eléctrico, para bajarla desde la borda hasta el mar o para subirla y dejarla en posición paralela a la borda. En el Freya, a pesar de ir completamente cargado, la borda estaba a nueve metros del mar, haciendo imposible el salto, y la escalera estaba del todo levantada.

Unos segundos más tarde, los dos oficiales vieron al marinero salir de la superestructura y cruzar la cubierta. Cuando llegó a la escalera, subió a la pequeña plataforma que sobresalía del mar y miró hacia abajo. Al propio tiempo, sacó un aparato de radio de un estuche impermeable y se colocó los auriculares. En el puente, Lundquist apretó un botón, encendiendo un potente foco, el cual iluminó al marinero que a lo lejos, contemplaba el negro mar. La lancha había desaparecido de la pantalla del radar; estaba demasiado cerca para poder ser observada.

—¿Qué ve? —preguntó Lundquist a través de un micro. La voz del marinero sonó en el puente:

—Nada, señor.

Mientras tanto, la lancha se había colocado detrás del Freya, precisamente debajo del saliente de la popa. Durante unos segundos se perdió de vista. A ambos lados de la popa, la barandilla de la cubierta «A» era el lugar más próximo al agua; sólo estaba a seis metros sobre el nivel del mar. Dos hombres, puestos en pie sobre el techo de la cabina de la lancha, habían reducido a tres metros aquella altura. Al salir la lancha de la sombra del peto de popa, los dos hombres lanzaron sendos garfios de tres púas, cubiertas éstas con fundas de goma negra.

Los garfios, de los que pendían sendas cuerdas, se elevaron cuatro metros, cayeron sobre la barandilla y quedaron fuertemente sujetos a ella. Al avanzar la lancha, los dos hombres saltaron del techo de la cabina y quedaron colgados de las cuerdas, con los pies rozando el agua. Entonces empezaron a subir rápidamente, a pulso, sin que pareciesen estorbarles las metralletas colgadas a su espalda. Dos segundos después, la lancha salió a la luz y avanzó junto al costado del Freya, en dirección a la escalera.

—Ahora puedo verla —informó el marinero desde lo alto—. Parece una lancha de pesca.

—No baje la escalera hasta que se identifique —ordenó Lundquist desde el puente.

En la lejana popa, los dos intrusos habían saltado la barandilla. Desengancharon los garfios y los arrojaron al mar, donde se hundieron arrastrando las cuerdas. Después, los dos hombres emprendieron una rápida carrera por el lado de estribor, en busca de los escalones de acero; llevaban suelas de goma y subieron sin hacer el menor ruido.

La lancha se detuvo al pie de la escalera. Mediaban ocho metros entre ésta y el techo de la cabina. En el interior de ésta había cuatro hombres agazapados. El timonel levantó la cabeza y miró en silencio al marinero.

—¿Quién es usted? —gritó éste—. Identifíquese.

No hubo respuesta. Allá abajo, iluminado por el foco, el hombre del gorro negro de lana siguió mirando sin decir nada.

—No quiere contestar —dijo el marinero a través del micrófono.

—Siga iluminando con el foco —ordenó Lundquist—. Bajaré a echar un vistazo.

Durante esta conversación, tanto Lundquist como Keller habían centrado su atención en el costado de babor y delante del puente. La puerta de éste que daba al lado de estribor se abrió de pronto, dando paso a una ráfaga de aire helado. Los dos oficiales giraron en redondo. La puerta se cerró. Y se encontraron ante dos hombres con máscaras negras, suéter negro de cuello alto y pantalones negros, y zapatos con suela de goma. Ambos iban armados de metralletas, con las que apuntaban a los oficiales.

—Ordenen a su marinero que baje la escalera —habló uno de ellos, en inglés.

Los dos oficiales le miraron con incredulidad. Aquello era imposible.

El pistolero levantó el arma y fijó la vista en Keller a través de la mira.

—Le doy tres segundos —amenazó a Lundquist—. Si no, le volaré la cabeza a su colega.

Rojo de ira, Lundquist se acercó al micrófono.

—Baje la escalera —ordenó al marinero.

La voz de éste llegó al puente:

—Pero, señor…

—¡Basta, muchacho! —le interrumpió Lundquist—. Haga lo que le digo.

El marinero se encogió de hombros y apretó un botón del pequeño tablero en la parte alta de la escalera. Se oyó un zumbido de motores y la escalera empezó a descender lentamente sobre el mar. Dos minutos más tarde, otros cuatro hombres vestidos de negro conducían al marinero en dirección a la superestructura, mientras el quinto sujetaba la lancha. Otros dos minutos, y los seis entraron en el puente por la puerta de babor. El marinero tenía los ojos desorbitados de espanto. Cuando entró en el puente vio a los otros dos pistoleros que encañonaban a los oficiales.

—¿Qué diablos...? —empezó a decir el marinero.

—Cálmese —le dijo Lundquist, y después, preguntó en inglés al único pistolero que había hablado hasta entonces—. ¿Qué es lo que quieren?

—Queremos hablar con su capitán —respondió el enmascarado—. ¿Dónde está?

Se abrió la puerta de la caseta del timón que daba a la escalera interior y Thor Larsen entró en el puente. Entonces vio a los tres tripulantes, con las manos cruzadas detrás de la cabeza, y a los siete terroristas vestidos de negro. Fijó sus ojos azules y helados en el hombre que había hecho la pregunta.

—Soy el capitán Thor Larsen, al mando del Freya —dijo, pausadamente—. ¿Quién diablos son ustedes?

—No importa quiénes seamos —respondió el jefe terrorista—. Acabamos de apoderarnos de su barco. A menos que sus oficiales y sus hombres hagan lo que les ordenamos, empezaremos dándoles un escarmiento con ese marinero. ¿Qué responde?

Larsen miró despacio a su alrededor. Tres metralletas apuntaban al mozo de dieciocho años, que estaba pálido como la cera.

—Señor Lundquist —ordenó seriamente—, haga lo que le digan esos hombres. —Y, volviéndose al jefe, preguntó: —¿Qué quieren exactamente del Freya?

—Es muy fácil —respondió el terrorista, sin vacilar—. No deseamos hacerles ningún daño, pero si no cumplen al pie de la letra nuestras órdenes, no vacilaremos en hacer lo necesario para que sean atendidas.

—¿Y bien? —preguntó Lundquist.

—Dentro de un plazo de treinta horas, el Gobierno de Alemania Federal tiene que poner en libertad a dos amigos nuestros que se encuentran en una cárcel de Berlín Oeste y enviarlos en avión a un lugar seguro. De no hacerlo, volaremos este barco, con ustedes y toda la tripulación, y un millón de toneladas de petróleo se desparramará en el mar del Norte.

C
APÍTULO XI

De 03.00 a 09.00

El jefe de los siete terroristas enmascarados hizo que sus hombres pusiesen manos a la obra con metódica precisión, revelando que habían ensayado mentalmente la operación durante muchas horas. Dictó una rápida serie de órdenes en una lengua que ni el capitán Larsen, ni sus oficiales ni el joven marinero, podían entender.

Cinco de los enmascarados llevaron a los dos oficiales y al marinero a la parte trasera del puente, lejos del tablero de instrumentos, y los rodearon. El jefe apuntó con su pistola al capitán Larsen y le dijo, en inglés:

—Su camarote, capitán. Por favor.

Los tres hombres bajaron el tramo de escaleras que conducía del puente a la planta «D»; iban en fila india, Larsen en primer lugar, seguido del jefe de los terroristas y con el acompañante de éste, armado con una metralleta, cerrando la marcha. En mitad de la escalera, en el recodo de ésta, Larsen se volvió a mirar a sus dos apresadores, midiendo la distancia y calculando si podría dominarlos a los dos.

—No lo intente —dijo la voz del enmascarado, detrás de él—. Nadie que esté en su sano juicio puede enfrentarse con una metralleta a tres metros de distancia.

Larsen siguió bajando la escalera. En la planta «A» estaban las habitaciones de los oficiales. Como de costumbre, las del capitán estaban en el rincón del extremo de estribor de la gran superestructura. A continuación, girando hacia babor, estaba el pequeño cuarto de los mapas, lleno de archivos que contenían cartas marinas de primera calidad, con las que se podían surcar todos los mares y llegar a todas las bahías y ancladeros del mundo. Eran copias de las cartas originales del Almirantazgo británico, consideradas como las mejores del Globo.

Después estaba la sala de conferencias, espacioso camarote donde el capitán o el propietario del buque podían recibir, si lo deseaban, a buen número de visitantes al mismo tiempo. A continuación estaban los camarotes del propietario, cerrados y vacíos, y a disposición de éste por si quería viajar alguna vez en su barco. En el costado de babor había otra serie de camarotes idénticos a aquéllos, pero situados a la inversa. Allí residía el primer maquinista.

A popa de los camarotes del capitán estaba la pequeña suite del primer oficial, y a popa de las dependencias del primer maquinista se hallaban las del jefe de servicios. Todo aquel complejo formaba un cuadrado cuyo centro hueco estaba ocupado por la escalera, que giraba una y otra vez y descendía hasta la planta «A», tres pisos más abajo.

Thor Larsen condujo a sus aprehensores a sus habitaciones y entró en el camarote de día. El jefe terrorista le siguió y revisó rápidamente las otras habitaciones, el dormitorio y el cuarto de baño. Allí no había nadie más.

—Siéntese, capitán —ordenó, con voz ligeramente apagada por la máscara—. Permanecerá usted aquí hasta que yo regrese. Por favor, no se mueva. Coloque las manos sobre la mesa y manténgalas así, con las palmas hacia abajo.

Dictó otra serie de órdenes en lengua extranjera, y el de la metralleta se retiró al fondo del camarote, de cara a Thor Larsen, a seis metros de él y apuntando al cuello enrollado de su suéter blanco. El jefe comprobó que todas las cortinas estuviesen bien corridas y, después, salió y cerró la puerta. Los otros dos moradores de la planta dormían en sus respectivos camarotes y no oyeron nada. A los pocos minutos, el jefe volvía a estar en el puente.

—Usted —ordenó, apuntando con su pistola al joven marinero—. Venga conmigo.

El muchacho dirigió una mirada suplicante al primer oficial, Stig Lundquist.

—Si le hace el menor daño a ese chico, yo mismo le ahorcaré y lo pondré a secar sobre cubierta —amenazó Tom Keller, con su acento americano.

Dos metralletas se movieron ligeramente en las manos de los hombres que le rodeaban.

—Su caballerosidad es admirable, pero su sentido práctico es deplorable —dijo la voz del jefe, detrás de la máscara—. Nadie sufrirá ningún daño, a menos que haga alguna tontería. Pero si la hace, correrá mucha sangre y todos emprenderán su último viaje.

Lundquist hizo una seña con la cabeza al marinero.

—Vaya con él —dijo— y haga lo que le diga.

El marinero empezó a bajar la escalera, escoltado por el terrorista. Este le detuvo al llegar a la planta «D».

—Aparte el capitán, ¿quiénes ocupan esta planta? —le preguntó.

—El primer maquinista, allá abajo —respondió el marinero—. Y el primer oficial, pero ahora está en el puente. Y el jefe de servicio, allí.

No se oía nada detrás de las puertas cerradas.

—¿Dónde se guarda la pintura? —preguntó el terrorista.

Sin decir palabra, el marinero se volvió y siguió bajando la escalera. Cruzaron las plantas «C» y «B». En un momento dado, oyeron un murmullo de voces detrás de la puerta del comedor de los marineros, donde cuatro hombres que, sin duda, no podían dormir, estaban, por lo visto, jugando a las cartas y tomando café.

En la planta «A» llegaron al nivel de la base de la superestructura. El marinero abrió una puerta exterior y salió a cubierta. El terrorista le siguió. El frío aire nocturno, después del calor interior, les hizo estremecerse. Estaban a popa de la superestructura. A un lado de la puerta por la que habían salido, la enorme chimenea se elevaba treinta metros apuntando a las estrellas.

El marinero avanzó hacia la popa, donde se levantaba una pequeña estructura de acero. Tenía un metro ochenta de lado, y aproximadamente la misma altura. En uno de los lados había una puerta de acero, cerrada con dos grandes clavos de rosca, con tuercas de palomilla en el exterior.

—Ahí abajo —señaló el marinero.

—Bajemos —ordenó el terrorista.

El muchacho hizo girar las tuercas y sacó los clavos. Después asió el tirador de la puerta y la abrió. Había luz en el interior, y se veía una pequeña plataforma y una escalera de acero que se hundía en las entrañas del Freya. A un movimiento de la pistola, el marinero entró en la caseta y empezó a bajar, seguido del terrorista.

Después de bajar más de veinte metros, dejando atrás varias galerías cerradas con puertas de acero, llegaron al fondo, muy por debajo de la línea de flotación y sólo separados de la quilla por el suelo plano que pisaban. Se hallaron en un recinto en el que había cuatro puertas. El terrorista señaló con la cabeza la que tenía delante.

—¿Adónde conduce ésa?

—A las transmisiones del timón.

—Echemos un vistazo.

Cuando se abrió la puerta, se hallaron ante un gran recinto abovedado, todo de metal y pintado de verde pálido. Estaba bien iluminado. La mayor parte del espacio central estaba ocupada por una montaña de máquinas encajadas que, al recibir las órdenes de las computadoras del puente, movían el timón. Las paredes de la cavidad seguían la curvatura de la parte inferior del casco del buque. Detrás de la cámara, más allá de la pared de acero del fondo, el gran timón del Freya debía de pender inerte en las negras aguas del mar del Norte.

El terrorista ordenó al marinero que cerrase de nuevo la puerta.

A babor y estribor de la cámara de transmisiones del timón estaban, respectivamente, el depósito de productos químicos y el depósito de pintura. El terrorista descartó el primero; no iba a dejar que sus prisioneros se entretuviesen jugando con ácidos. El cuarto de la pintura era más conveniente. Era muy espacioso, aireado, bien ventilado, y su pared exterior estaba formada por el casco del buque.

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