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Authors: Frederick Forsyth

Tags: #Intriga, Policíaco

La alternativa del diablo (40 page)

BOOK: La alternativa del diablo
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Cuando entró en el despacho particular de la primer ministro, ésta se hallaba sentada a su mesa, donde había estado trabajando desde las ocho de la mañana. Un juego de café de porcelana color marfil estaba colocado sobre una mesita auxiliar, y tres cajas rojas de papeles aparecían abiertas en el suelo. Sir Julian admiraba a aquella mujer. Revisaba los documentos con tal presteza, que a las diez había acabado de clasificarlos, prestando su conformidad a unos, rechazando otros, pidiendo más información o haciendo una serie de preguntas, siempre pertinentes.

—Buenos días, primer ministro.

—Buenos días, sir Julian. Hace una hermosa mañana.

—Es verdad, señora. Desgraciadamente, nos ha traído también algo muy desagradable.

Se sentó, a un ademán de la primer ministro, y describió minuciosamente todos los detalles que conocía del suceso en el mar del Norte. Ella le escuchaba absorta, alerta.

—Si eso es verdad —dijo, llanamente—, ese barco,
el Freya
, podría ocasionar un desastre ambiental en nuestra costa.

—Así es, aunque todavía no sabemos exactamente cuáles son las posibilidades de hundir un buque tan gigantesco con explosivos que debemos presumir industriales. Desde luego, hay personas que pueden dictaminar sobre ello.

—En el caso de que sea cierto —dijo la primer ministro—, creo que debemos constituir un comité de urgencia para que estudie las implicaciones. Y si no lo es, habremos tenido ocasión de realizar unas útiles maniobras.

Sir Julian arqueó una ceja. La idea de poner en ascuas a doce departamentos ministeriales y considerarlo como unas maniobras no le había pasado por la cabeza. Pensó que tal vez tenía cierto encanto.

Durante media hora, la primer ministro y el secretario del Gabinete hicieron una lista de las materias en que necesitarían asesoramiento técnico, si querían estar debidamente informados de las alternativas, en caso de secuestro de un superpetrolero en el mar del Norte.

En lo tocante al propio superpetrolero, éste estaba asegurado en el Lloyd, donde tendrían un plano completo de su estructura. Y hablando de la estructura, la Sección Marítima de «British Petroleum» tendría un experto en construcción de petroleros que podría estudiar aquel plano y dictaminar exactamente sobre la verosimilitud de la amenaza.

A los efectos de la contaminación, convinieron en llamar al primer analista del laboratorio de Warren Spring, dependiente del Departamento de Comercio e Industria y del Ministerio de Agricultura, Pesca y Alimentación, y que estaba en Stevenage, muy cerca de Londres.

Se pediría al Ministerio de Defensa que enviase un oficial en activo del Cuerpo de Ingenieros, experto en explosivos, para que estudiase este aspecto del asunto; y, al Departamento del Medio Ambiente, técnicos que pudiesen calcular el alcance de la catástrofe para la ecología del mar del Norte. Trinity House, jefatura superior de los Servicios de Pilotaje en las costas de Gran Bretaña, debería informar sobre las mareas y la velocidad de las corrientes. La relación y enlace con los Gobiernos extranjeros corresponderían al Foreign Office, que enviaría un observador. A las diez y media pensaron que la lista estaba completa. Sir Julian se disponía a marcharse.

—¿Cree usted que el Gobierno holandés será quien lleve este asunto? —le preguntó la primer ministro.

—Es pronto para saberlo, señora. De momento, los terroristas quieren exponer sus condiciones a míster Grayling en persona, al mediodía, o sea, dentro de una hora y media. Estoy seguro de que La Haya se sentirá capaz de manejar la cuestión. Pero si las condiciones no pueden aceptarse, o si el barco estalla por la razón que sea, nosotros nos veríamos igualmente afectados como nación costera.

»Además, nuestra capacidad de lucha contra la marea negra es la mas avanzada de Europa; por consiguiente, hay que suponer que nuestros aliados del otro lado del mar del Norte nos pedirían ayuda.

—Entonces, conviene que nos preparemos cuanto antes —dijo la primer ministro—. Otra cosa, sir Julian. Probablemente no habrá que llegar a tanto, pero si no pudiesen cumplirse las exigencias de los secuestradores, tendremos que estudiar la posibilidad de tomar el buque por asalto, liberar a la tripulación y desactivar las cargas.

Por primera vez, sir Julian se sintió inquieto. Había sido funcionario civil durante toda su vida, desde que salió de Oxford con las mejores calificaciones. Creía que la palabra, escrita o hablada, podía, con tiempo, resolver la mayor parte de los problemas. En cambio, aborrecía la violencia.

—¡Ah, sí, primer ministro! Desde luego, sería un último recurso. Creo que lo llaman la «opción dura».

—Los israelíes tomaron por asalto un avión de pasajeros en Entebbe —murmuró la primer ministro—. Los alemanes hicieron lo mismo en Mogadiscio. Los holandeses asaltaron un tren en Assen, cuando no les quedó otra alternativa. Supongamos que eso volviese a ocurrir.

—Bueno, quizá volverían a hacerlo.

—¿Podrían los marinos holandeses realizar una misión semejante?

Sir Julian eligió cuidadosamente sus palabras. Tenía la visión de los toscos marinos arrastrando los pies por todo Whitehall. Era mejor mantener alejada a esa gente, dejarles en Exmoor, dedicados a sus juegos mortales.

—Para tomar por asalto un buque en alta mar —dijo—, creo que sería imposible hacer aterrizar un helicóptero sobre la cubierta. Sería descubierto por los centinelas y, además, el barco lleva una pantalla de radar. Por la misma razón, cualquier embarcación sería igualmente descubierta. Ahora no se trata de un avión sobre una pista de cemento, ni de un tren parado, señora. Es un barco, a más de veinticinco millas de la costa.

Confió en que esto pondría fin a la cuestión.

—¿Y qué me dice de un asalto por submarinistas u hombres-rana armados? —preguntó la mujer.

Sir Julian cerró los ojos. Ya habían salido a relucir los hombres-rana. Estaba convencido de que los políticos leían demasiadas novelas.

—¿Hombres-rana armados, señora?

Los ojos azules siguieron mirándole fijamente.

—Tengo entendido —dijo claramente la primer ministro— que, en este aspecto, nuestro país es de los más avanzados de Europa.

—Es muy posible que sea así, señora.

—¿Quiénes son los expertos subacuáticos?

El Servicio Especial de Lanchas, señora primer ministro.

—¿Y quién es el enlace de Whitehall con nuestros servicios especiales? —preguntó ella.

—Un coronel de la Infantería de Marina, llamado Holmes, que está en el Ministerio de Defensa —respondió sir Julian.

La cosa se ponía mal; lo veía venir. Ya con anterioridad habían empleado el equivalente terrestre del SEL, el más conocido Servicio Especial del Aire o SEA, para ayudar a los alemanes en Mogadiscio, y también en el asedio de Balcombe Street. Harold Wilson había querido conocer con todo detalle los juegos mortales que entablaban aquellos bárbaros con sus adversarios. Por lo visto, había llegado el momento de que empezasen otra fantasía al estilo james Bond.

—Pida al coronel Holmes su colaboración en el comité de Urgencia; naturalmente, sólo con carácter consultivo.

—Desde luego, señora.

—Y prepare el Unicorne. Espero que esté escuchando al mediodía, cuando los terroristas dicten sus condiciones.

A trescientas millas de allí, al otro lado del mar del Norte, reinaba en Holanda una frenética actividad.

En su despacho de la capital costera de La Haya, el primer ministro, Jan Grayling, y los suyos, estaban montando un comité de urgencia parecido al que mistress Carpenter proyectaba en Londres. Lo primero que se necesitaba saber eran las consecuencias exactas que podían preverse, para los seres humanos y para el medio ambiente, de los daños que sufriese en el mar un buque como el
Freya
, y las diversas opciones que podían ofrecerse al Gobierno holandés.

Para lograr esta información se estaba convocando a la misma clase de expertos, por sus conocimientos especializados: en navegación, mareas negras, corrientes, direcciones, previsión meteorológica e incluso perspectivas militares.

Después de entregar la grabación del mensaje transmitido desde el
Freya
a las nueve, Dirk van Gelder volvió a Control del Mosa, con instrucciones de Jan Grayling de permanecer junto al radioteléfono VHF, para el caso de que el
Freya
volviese a llamar antes del mediodía.

El fue quien, a las diez y media, recibió la llamada de Harry Wennerstrom. Después de desayunar en su
suite
del «Rotterdam Hilton», el viejo magnate naviero ignoraba todavía el desastre acaecido en su barco. Sencillamente, nadie había pensado en avisarle.

Wennerstrom llamaba para enterarse de los progresos del
Freya
, que, según creía, debía encontrarse ahora en el Canal Exterior, avanzando lentamente y con cuidado hacia el Canal Interior, varios kilómetros más allá de Boya Uno de Euro, siguiendo una ruta exacta de cero ocho dos y medio grados. Se disponía a salir de Rotterdam, con su acompañamiento de notables, para observar la aparición del
Freya
a la hora de almorzar, que era cuando la marea alcanzaba su máxima altura.

Van Gelder se excusó por no haberle telefoneado al «Hilton» y le explicó minuciosamente lo ocurrido a las 07.30 y a las 09.00 horas. Después, la línea permaneció muda durante un rato. Wennerstrom habría podido reaccionar inmediatamente en el sentido de decir que el barco capturado más allá del horizonte occidental valía 170 millones de dólares USA y llevaba petróleo por valor de otros 140 millones. Pero, en definitiva, su reacción fue más humanitaria, y dijo:

—Hay treinta tripulantes míos a bordo, señor Van Gelder. Permítame que le diga, desde ahora, que si le ocurre algo a alguno de ellos, por no aceptarse las condiciones de los terroristas, consideraré directamente responsables a las autoridades holandesas.

—Señor Wennerstrom —replicó Van Gelder, que también había mandado un barco en su carrera—, estamos haciendo todo lo que podernos. Se están cumpliendo al pie de la letra las exigencias de los terroristas sobre las distancias que deben guardarse alrededor del
Freya
. Pero todavía no han expuesto sus condiciones. El primer ministro está ahora en su despacho de La Haya, haciendo lo que puede, y volverá aquí al mediodía para recibir el próximo mensaje del
Freya
.

Harry Wennerstrom colgó el teléfono y se quedó mirando a través de las ventanas del cuarto de estar, hacia el Oeste, donde el barco de sus sueños permanecía anclado en mar abierto, en poder de unos terroristas armados.

—Cancele el viaje en comitiva al Control del Mosa —ordenó de pronto a una de sus secretarias—. Cancele el
lunch
con champaña. Cancele la recepción de esta tarde. Cancele la conferencia de Prensa. Me voy.

—¿Adónde, señor Wennerstrom? —preguntó la sorprendida joven.

—A Control del Mosa. Solo. Haga que el coche me esté esperando cuando llegue al garaje.

Dicho lo cual, el viejo salió en tromba de sus habitaciones y se dirigió al ascensor.

El mar se estaba vaciando alrededor del
Freya
. Trabajando conjuntamente con sus colegas británicos de Flamborough Head y de Felixstowe, los oficiales holandeses de control de tráfico marítimo desviaban a los barcos hacia nuevas rutas al oeste del
Freya y
siempre a más de cinco millas de éste.

Al este del buque secuestrado se ordenó a las embarcaciones del tráfico costero que se detuviesen o volviesen atrás, y se interrumpieron las entradas y salidas de Europort y de Rotterdam. A los irritados capitanes, que no cesaban de llamar a Control del Mosa pidiendo explicaciones, se les decía simplemente que había surgido una emergencia y que debían evitar a toda costa la zona marítima cuyas coordenadas les eran indicadas.

Era imposible mantener a oscuras a la Prensa. Varias docenas de periodistas de publicaciones técnicas y navales, así como corresponsales de los diarios más importantes de los países vecinos, estaban ya en Rotterdam, adonde habían llegado al objeto de asistir a la recepción prevista para la tarde, con el fin de celebrar la entrada triunfal del
Freya. A
las once de la mañana empezaron a sentir curiosidad debida, en parte, a la cancelación de la excursión al Anzuelo para presenciar la entrada del
Freya
en el Canal Interior, y, en parte, a rumores llegados a sus oficinas de los numerosos aficionados a la radio que gustan de escuchar las conversaciones marítimas radiadas.

Poco después de las once menudearon las llamadas a las habitaciones de Harry Wennerstrom; pero éste no se encontraba allí, y sus secretarias no sabían nada. Otros llamaron a Control del Mosa, donde les dijeron que lo hiciesen a La Haya. En la capital holandesa, los telefonistas pasaban las llamadas al Secretario de Prensa del primer ministro, por orden expresa del señor Grayling, y el atribulado joven salía del paso lo mejor que podía.

Esta falta de información sólo sirvió para intrigar aún más al cuerpo de la Prensa, y fue el motivo de que los periodistas informaran a sus directores de que algo grave le ocurría al
Freya
. Los directores enviaron a otros reporteros, que se fueron acumulando durante la mañana alrededor del edificio de Control del Mosa, donde fueron enérgicamente mantenidos más allá de la férrea barrera que rodeaba el edificio. Otros se dirigieron a La Haya, para incordiar en los diferentes Ministerios y, sobre todo, en las oficinas del primer ministro.

El director de
Die Telegraaf
recibió información de un radioaficionado, en el sentido de que había terroristas a bordo del
Freya y
de que expondrían sus condiciones al mediodía. Inmediatamente ordenó que se conectase un aparato de radio con el Canal Veinte y se grabase el mensaje en cinta magnetofónica.

Jan Grayling telefoneó personalmente al embajador de Alemania Federal, Konrad Voss, y le explicó confidencialmente lo que pasaba. Voss llamó inmediatamente a Bonn y, al cabo de media hora, respondió al primer ministro holandés que, desde luego, le acompañaría al Anzuelo a las doce, tal como exigían los terroristas. El Gobierno federal alemán, aseguró al holandés, haría todo lo posible por ayudarle.

El ministro holandés de Asuntos Exteriores, como deber de cortesía, informó a los embajadores de todas las naciones que podían hallarse indirectamente interesadas: Suecia, cuyo pabellón ondeaba en el
Freya y
que tenía a bordo marineros de su nacionalidad; Noruega, Finlandia y Dinamarca, que tenían también tripulantes a bordo; Estados Unidos, porque cuatro de aquellos tripulantes eran escandinavos americanos y tenían pasaporte de los Estados Unidos y doble nacionalidad; Gran Bretaña, como nación costera y cuya institución, el «Lloyd's», era aseguradora del buque y del cargamento, y Bélgica, Francia y Alemania Federal, todas ellas naciones costeras.

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